miércoles, 30 de mayo de 2007

Conveniencia


- ¿Tú qué opinas?

- Pues no lo sé, en realidad los dos géneros pueden tener tirón: la comedia romántica garantiza un buen resultado en taquilla, aunque corremos el riesgo de que mi papel lo interprete, por ejemplo, Jennifer Aniston o, Zeus no lo quiera, Lindsay Lohan; el melodrama, sin embargo, puede significar buenas críticas, además de algún premio en festivales internacionales.

- O, puestos a soñar, un Óscar, ¿no crees?

- O un Óscar, por qué no, está claro.

- Pero es una opción más arriesgada. Piensa en todos los melodramas que han fracasado por un planteamiento fallido, un mal desarrollo del guión o un casting inadecuado.

- Ya, pero la historia es buena. Todo un clásico. Partimos con esa ventaja.

- Tienes razón. Me has convencido. Nos quedamos con el melodrama.

- De acuerdo.

- ¿Preparada?

- Sí, cuando quieras.

Y Orfeo miró para atrás.

domingo, 27 de mayo de 2007

Ilsa (Clásico revisitado número 3)


- Lo digo porque es verdad. Tú y yo sabemos que perteneces a Victor, eres el impulso para que él siga adelante. Si ese avión sale, y tú no estas con él, lo lamentarás. Tal vez hoy no, puede que mañana tampoco, pero sucederá algún día.

- Pero... ¿y nosotros?

- Siempre nos quedará París, no lo teníamos, lo habíamos perdido, hasta que tú llegaste a Casablanca. Anoche lo recuperamos.

- Te dije que no volvería a dejarte.

-
No lo harás. Yo también tengo una misión, a donde voy no puedes seguirme, lo que he de hacer no puedes compartirlo. No pretendo hacerme el altruista, pero comprende que los problemas de tres personas no importan gran cosa en este enloquecido mundo. Algún día lo comprenderás. ¡Oh, vamos!, ¡ánimo! Te deseo suerte.

- Diablos, Richard, ¿sabes que nunca me he creído este discurso? Lo he oído veinte millones de veces durante estos sesenta y cinco años y tus argumentos me siguen pareciendo absurdos. Al principio me impresionó tu voz nasal, ese sombrero, cómo haces para que te encaje de forma tan perfecta, y la gabardina. Sí, tu gabardina y ese aire de frágil seguridad que tienes en la mirada. ¿Por qué no pones ojos de despedida? Tu gesto es más bien de café solo. Solo y frío. Yo estoy sangrando dolor y tú pareces los brazos de una estatua con un whisky doble en la mano derecha. Te he dicho que no quiero irme con Víctor y tú me insistes con tu heroísmo de centro de estética. Siempre miro hacia abajo cuando el avión despega. Y siempre me arrepiento de escucharte y de no cerrarte la boca con la lengua.


jueves, 24 de mayo de 2007

Que los ruidos te perforen los dientes...


Ya sé que odiar es otorgar demasiada importancia, pero si alguna vez odio y desprecio, que sea a lo Girondo:

"Que los ruidos te perforen los dientes,
como una lima de dentista,
y la memoria se te llene de herrumbre,
de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros,
una pata de araña;
que sólo puedas alimentarte de barajas usadas
y que el sueño te reduzca, como una aplanadora,
al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle,
hasta los faroles te corran a patadas;
que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte
ante los tachos de basura
y que todos los habitantes de la ciudad
te confundan con un madero.
Que cuando quieras decir: "Mi amor",
digas: "Pescado frito";
que tus manos intenten estrangularte a cada rato,
y que en vez de tirar el cigarrillo,
seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe hasta con los buzones;
que al acostarse junto a ti,
se metamorfosee en sanguijuela,
y que después de parir un cuervo,
alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto,
para que los espejos, al mirarte,
se suiciden de repugnancia;
que tu único entretenimiento consista en instalarte
en la sala de espera de los dentistas,
disfrazado de cocodrilo,
y que te enamores, tan locamente,
de una caja de hierro,
que no puedas dejar, ni por un solo instante,
de lamerle la cerradura".

Que cada uno lo aplique contra quien lo necesite: ex-presidentes, novios infieles, periodistas apocalípticos, el Ministerio de Hacienda...

miércoles, 23 de mayo de 2007

La balsa

El aire ya no era más aire. Era más un aliento que jugaba en las bocas vacías y bailaba por los puros disfraces de cadáver que antes eran hombres. La piel ahora era una tela podrida y fría, casi traslúcida. También el mar había desaparecido y la balsa parecía encallada en una gelatina a veces negra, a veces verde. Entonces descubrió la sombra en el horizonte, fue apartando la muerte a empujones y, con el último gesto que le quedaba dentro, alzó el jirón y lo agitó con obligada indolencia. El viento comenzó a soplar en contra.

martes, 22 de mayo de 2007

Perseverancia



"Virtud de baja ralea mediante la cual los mediocres obtienen un éxito sin gloria"
Ambrose Bierce. Diccionario del diablo


Quiso escribir Las mil y una noches, pero se quedó dormido.

domingo, 20 de mayo de 2007

Escribid por el otro lado


“There was a silly damn bird called a Phoenix back before Christ, every few hundred years he built a pyre and burnt himself up. He must have been first cousin to Man. But every time he burnt himself, up he sprang out of the ashes, he got himself born all over again”.

Ray Bradbury, Fahrenheit 451


Con un gesto vacío tiró el libro a la pira, que lo consumió como un susurro. Mientras sus ojos destelleaban en rojo, deslizó una sonrisa. Al fondo vitorearon, aclamaron, aplaudieron, silbaron, vocearon, insultaron, con el cielo iluminado de un humo compuesto de letras y signos ortográficos, de historias incontables, de vidas envidiadas y de diálogos cobardes. La ceniza revoloteaba sobre el castillo de llamas cuando empezó a sonar una música de festejos y los asistentes emprendieron un baile monstruoso sobre el cadáver de la literatura. Un niño vomitó. El producto de su náusea quedó al lado de una página olvidada, a salvo del infierno; sólo por un instante, porque se evaporó después de que alguien la hiciera una bola y la tirara al centro de la hoguera.

Por el aire circulaban infinitas partículas de polvo gris. Las palabras se volvieron invisibles y dejó de llover para siempre. Los hombres dejaron de ser hombres. Sólo quedaron cuchillos.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Las preferencias


- Bájate en la siguiente parada. Ya sé que no es la tuya, que has estado esperando más tiempo que de costumbre a que llegara el tranvía y que ahora no vas a interrumpir la rutina porque un libro te lo exija. Te equivocas. No es una orden, sino una advertencia. Sólo te lo diré una vez más: bájate en la siguiente parada.

Levantó los ojos del libro. Había estado leyendo con desgana, saltando fragmentos que presagiaba prescindibles para el buen entendimiento del hilo narrativo principal, pero aquel párrafo le sobresaltó.

- Tú ya intuías que esto no era un relato, ni un cuento con moraleja, una poesía de despecho o un artículo político. Aun así, ¿por qué sigues leyendo? Si no me crees y no vas a bajar en la siguiente parada, ¿por qué me prestas atención? Esto no te va a conducir a una resolución convencional, no vas a descubrir la identidad de un asesino, la verdad sobre María Magdalena o el misterio de una catedral medieval.

Volvió a alzar la mirada. Entre el último sorbo de café y el buenos días al portero de la oficina, siempre utilizaba la ficción para anticiparse a la realidad. Se sentaba al final del vagón, huyendo de pláticas insípidas y miradas cómplices, colocaba su cartera en el asiento contiguo y leía. Era una forma agradable de esperar a que una ráfaga lo lanzara hacia el sábado, cuando todo acababa.

- ¿Y si esta vez no llega el sábado? Quizás no te hayas percatado de que hoy el tranvía está menos concurrido de lo habitual. Es porque ellos sí que me han hecho caso y han bajado en la siguiente parada.

Miró alrededor. Allá al fondo estaba el hombre del traje a rayas –todas las mañanas ese mismo traje–, la estudiante de los ojos color malva y la pareja de ingleses que conversaba en voz baja. Dos asientos más adelante, el joven de la barba. Además de estos personajes, ya familiares, una mujer dormitaba a su izquierda y, de pie, un hombre daba instrucciones a un niño –probablemente su hijo– acerca de cómo comportarse en el transporte público.

- Hay menos gente, ¿verdad? Falta la mujer de pelo rizado que siempre está con el móvil en la oreja. Y los dos viejos que siempre hablan del tiempo. Y los tres chicos de la bicicleta. Ni siquiera el conductor es el mismo.

El libro –le dolía tener que personificar un objeto inerte, pero aun así lo hizo– tenía razón. Fue entonces cuando empezó a plantearse la posibilidad de bajar del tranvía. Estaba sobrecogido. Sin embargo, la curiosidad le hizo seguir leyendo.

- La parada está a punto de llegar y sigues aquí, enganchado a lo que te digo. ¿Piensas que todo es una broma, acaso? ¿Que vas a pasar de página, que pondrá FIN y que el trayecto continuará con normalidad hasta tu oficina? Estás equivocado. Tienes que dejar de leer y bajar ahora mismo del tranvía.

Se puso de pie, se ciñó el abrigo y se colocó junto a la salida, esperando que el tranvía se detuviera. Mirada a los zapatos, tamborileo de los dedos en la barra superior, leve apertura de las piernas para compensar el atontamiento del cuerpo durante la pérdida de velocidad. Bajó con un impulso animal y el estómago se le abrió de nuevo.

A salvo bajo la marquesina de la parada, volvió ansioso a la lectura.

Giró la página y sólo había unas líneas más:

- Has sido sensato y has bajado del tranvía. El desenlace, sin embargo, se ha quedado allí.

domingo, 13 de mayo de 2007

5 formas de despertarse el domingo (V)


- Buenos días. ¿Qué tal has dormido?

Y con un beso que duró hasta el té de las cinco y que hizo sonar los platos y hasta las cucharas, su lengua le sondeó las encías, alcanzó el paladar y lo embadurnó de saliva. Se buscaron los resquicios, primero tímidos, después con el atrevimiento que dispensa la pasión. Con los bordes líquidos, se estudiaron el tacto y se exigieron con gemidos. Se soplaron en el pubis, se gritaron al oído, se chuparon las clavículas, se atravesaron los muros, se pegaron y despegaron, hicieron ruido con la piel, manotearon los sexos, olieron humedad, se castigaron con el vientre y echaron raíces en el aire. Resoplaron como si hubieran corrido durante horas.

- Mal. Los vecinos no han parado de follar en toda la noche.

jueves, 10 de mayo de 2007

La pierna


A Julián

Lo primero que hacía mi abuelo por la mañana era ponerse la pierna izquierda. Era un cilindro de plástico naranja relleno de espuma, con un pie de cuatro dedos, que se ajustaba en el muslo con lo que a mí me parecían unos cordones de zapatos. Tenía el mismo grosor en la parte del fémur que en la del tobillo, y, por ello, su aspecto, más que el de una pierna, era el de una pequeña tubería o el de un obelisco romano en el que aparecían ilustradas sus grandes batallas, incluida aquella de la bala perdida en la zona universitaria madrileña. Una bisagra en el centro hacía la función de rodilla, pero, aunque mi abuelo la lubricaba amorosamente todos los días, en realidad no se doblaba mucho; cuando lo hacía, el ruido era el de una puerta descompuesta. Para sentarse, asestaba un golpe seco a la espinilla ortopédica y la pierna se colocaba en ángulo recto, una aparatosa operación siempre motivo de miradas de asombro y curiosidad. Y también objeto de crítica, aunque esta última actitud era patrimonio de escrupulosos cuerpos intactos.

Yo pensaba que todos los viejos del mundo tenían una pierna como la de mi abuelo y que, en el futuro, yo también la tendría. Creía que, cuando llegara a esa edad, después de cientos de años, se me caería la pierna izquierda y me colocarían un cilindro de plástico naranja en su lugar. Lo consideraba la evolución natural del ser humano y, por tanto, no me asustaba la idea de la invalidez, sino que la veía con ingenua fascinación y hasta con envidia. Quería tener una pierna como la de mi abuelo, que me pudiera quitar y poner a mi voluntad y en cualquier momento. En ella guardaría cosas, como mi colección de chapas de la vuelta ciclista, el hinque o las canicas, o bien la utilizaría como almacén de golosinas o como improvisado arsenal de espadas láser.

Recuerdo que me convertí en un auténtico temerario, todo lo temerario que puede ser un niño de diez años. Yo era el que más se arriesgaba a la hora de salvar un fuera de banda, el que primero se subía a los árboles en busca de las cometas y el que se inventó el juego de saltar al foso de las murallas con una sombrilla como paracaídas. Renuncié a los pocos meses, desalentado, repleto de rozaduras y convencido de que un resultado aceptable sólo se podía obtener con una acción a gran escala. Quizás un león del circo o un accidente de coche en el que yo –o mi pierna– fuera el único perjudicado habría sido lo idóneo, pero no tuve esa suerte y me vi obligado a pasar mi niñez con las dos extremidades inferiores enteras y con la frustración de saber que, hasta dentro de cientos de años, no podría disfrutar de una pierna como la de mi abuelo.


domingo, 6 de mayo de 2007

Dulces sueños

El escritor mediocre colgó el teléfono. Entonces el aire dejó de responder y el día empezó a desmigajarse. La noticia le había entrado en el cuello como una esfera llena de café frío. Le estalló en el pecho.

En su sueño era Katherine Hepburn interpretando a María Estuardo y después a Silvia Scarlett y después besando a Cary Grant. Pero no salía Spencer Tracy.

El escritor mediocre abrió el mueble gris del cuarto de baño y de un montón de envoltorios de marcas norteamericanas sacó una cuchilla de afeitar. Echó una última mirada al espejo y se dispuso a pasar a la historia con su obra maestra, mientras una pregunta le hacía llegar, en un instante, al olvido.

¿Por qué los sueños no tienen un argumento lineal? Katherine Hepburn se cansaba de perseguir a Humphrey Bogart en círculos y un ruido de clavicordio desvencijado se coló en las ruinas del desenlace.

El escritor mediocre rebanó de un tajo la garganta de su esposa. Le hundió la almohada en los huecos de la cara hasta que cesaron los pataleos y el rojo inundó el blanco.

La respiración se volvió líquida. Quiso toser, pero no pudo. El clavicordio desvencijado paró y le vino una sensación de alivio.

jueves, 3 de mayo de 2007

Imprudencia (Clásico revisitado número 2)

El león hizo crujir las mandíbulas y se sacó de la boca el último hueso limpio de carne. Haciendo gala de una higiene bucal exquisita, cogió uno de los cordones de las zapatillas rojas y los utilizó de improvisado hilo dental, primero por los colmillos y después por las muelas. Prolongó el grotesco ritual varios minutos, mientras pensaba en cómo demonios había podido vivir alimentándose de ratas. Frita, a la parrilla, con curry o en sopa, era una carne muy poco sabrosa y de aspecto desagradable, y, a pesar de que llevaba comiéndola toda la vida, no había logrado acostumbrarse a su tacto gelatinoso y reptiloide. Aquella niña de Kansas le resultó un plato mucho más suculento.

- Espantapájaros, como me sigas mirando así, tú serás el siguiente.

 
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