jueves, 30 de octubre de 2008

Café

Al contrario de lo que piensa la gente, las noches en el café no son más largas. Me gusta estar en el café, contando mi día o mis días a algún camarero. Son tiempos en los que escasean las buenas historias y estoy seguro de que agradecen un alivio de la realidad como el que les proporciono. De hecho, el otro día, no recuerdo muy bien cuándo, uno, aquél de la voz de cadáver, me hizo una pregunta. Quien hace una pregunta es porque está interesado. Si no, hace el imbécil. O es demasiado amable. Pero son tiempos en los que escasea la gente amable. Y más en el café.

Paso más tiempo en el café desde que llegué a la conclusión de que no necesito pasar el tiempo con nadie. No necesito a nadie. Ni siquiera a aquel camarero de la voz de cadáver y sus preguntas. Tampoco a la de la trenza desordenada que me rellena el vaso. Eso no quiere decir que nadie me necesite. Al contrario. Hubo una época en la que yo era muy necesario. Puedo decir que el frágil equilibrio que me rodeaba dependía, en gran parte, de mis decisiones. Todo era como un papel de fumar en el que yo ponía el tabaco. Lo liaba y lo encendía. Más tarde tiraba las cenizas.

Sí, era grato que se tomaran molestias conmigo, que se preocuparan por mí. El dolor era más tolerable de esta manera. Pero era muy difícil no romper nada. Aquí, en el café, me da igual romper cosas. Ayer tiré al suelo una jarra de cristal, de ésas con el asa de plástico negro. La de la trenza desordenada me miró mal. El camarero de la voz de cadáver me preguntó quécoñohaces. Le respondí con un disparo a la cabeza. A la de la trenza sólo pude darle en el hombro. Y gritos. ¿Por qué tienen que gritar? Después, cuando me dispararon a mí, no grité. Sólo caí de rodillas. Feliz.

Me gusta estar en el café.

domingo, 26 de octubre de 2008

Domingo

El domingo es un día feo, me dijo, me empapa una tristeza larga, eterna. El domingo espero llamadas de teléfono de aquél donde refugiarme. Huyo de toda ceremonia, pero me siento ridícula entre pijamas y carmines descoloridos. ¿Cuál es mi sitio?, me preguntó este domingo. ¿Dónde está mi casa? ¿A quién pertenezco? Todo me resulta o demasiado cálido o demasiado frío o demasiado tibio; y pienso en ello y caigo repetidamente en una trampa repleta de jeringuillas que inyectan gritos. El domingo es ausencia, es un espectáculo vacío, transparente, es una herida abierta.

Y me miró buscando una respuesta, pero yo sólo pude contestarle con silencio.

¿Por qué la soledad me persigue?, me preguntó. El domingo no me sirven las palabras y, como una trituradora, sumo a mis pensamientos en un delirio enfermizo. Miro hacia atrás y busco el lugar al que pertenezco, pero sólo encuentro agujeros negros; muchas risas, muchos tequieros, muchos quéguapaeres y muchos supuestos amigos. ¿Pero sabes qué no encuentro? Un sofá cómodo y cálido donde volver. Esa voz que me diga tranquila, estoy aquí, no es demasiado tarde, aquí no hay exilio.

Y me miró de nuevo, buscando una respuesta. Pero sólo pude darle silencio.

¿Cuál es mi sitio?, repitió. ¿Todo mi pasado ha muerto? Soy una actriz en un teatro ambulante. Soy una trapecista. Soy una duda. El domingo no me siento real, como si no existiera, como si fuera la suma de muchas vidas, como un puzzle en el que siempre falta la misma pieza. ¿Por qué siempre buscando? Contesta, ¿por qué?

Y me miró de nuevo. No puedo responderle. Pero quisiera sólo por un día, sólo hoy, sólo este domingo, dejar de ser un espejo y susurrarle yo soy tu refugio, soy tu casa, tu raíz. Y llevarla conmigo a este lado donde el dolor sigue siendo dolor, pero con ella dolería la mitad.

jueves, 23 de octubre de 2008

Despertar


Lo malo de ser pulpo gigante es que, al caminar por la calle, las ventosas de los tentáculos se quedan pegadas en cualquier parte. No logras avanzar cien metros sin que a tus brazos se vayan adhiriendo hojas marchitas, colillas, chicles mascados, pekineses y papeles de propaganda de academias de inglés.

Cuando le expliqué al médico mi problema, tan sólo conseguí que me recetara una crema hidratante de lo más vulgar, y lo hizo ocultando a duras penas una sonrisilla maliciosa. Tal vez en esa crema esté la solución, pero carezco de la habilidad motriz básica para abrir un bote y/o frasco. Al menos si mi pareja no me hubiera abandonado... pero no la culpo: salir con un cefalópodo no debe de ser fácil; más allá del olor, la viscosidad característica de todo animal marino y mis ojos saltones, cada vez que me abrazaba soltaba un chorro de tinta negruzca que lo dejaba todo perdido. La pobre no ganaba para sábanas.

Sin embargo, y dejando a un lado la modestia, no creo que encuentre un amante como yo. No circulan por ahí muchos tipos con tres corazones y con una estructura reproductiva de tan magno tamaño. Además, mi salud es de hierro, ya que, desde que soy pulpo, no fumo y apenas bebo alcohol. Y, al ser sordo, me abstengo de escuchar cosas que no quiero oír.

Ya han pasado tres meses desde que se fue y creo que he superado su abandono. Con excepción de momentos como los de la crema hidratante. Y de los despertares. Aún no me he acostumbrado a despertar sin ella. Así que todavía, cada madrugada, huyo de las lágrimas y me lanzo al mar en busca de mi único consuelo: aterrorizar submarinos a la deriva rodeándolos con mis brazos. Absurdamente, sólo las caras de pavor de los tripulantes logran distraerme de la ausencia.

Si supieran que es ese el precio de mi alivio, no tendría tan mala fama.



Más amaneceres tentaculares en Mi matadero clandestino y Contraportada

domingo, 19 de octubre de 2008

Meublé

Me rodeaban una pecera repleta de colores sin peces, una luz azul y sanitaria, cortinas de terciopelo, gemidos lejanos y no tan lejanos, y aquella mujer vieja, morena y bajita, que, con gesto de falsa inocencia, me hablaba de franceses, thailandeses y cubanas como de países exóticos al alcance de unos cuantos euros.

Me hizo pasar a una habitación pequeña con las paredes desnudas. En una de las esquinas, cubierta por una cortina mohosa, había una bañera redonda, y, al otro lado de la estancia, ocupaban el vacío una camilla envuelta de papel blanco y una silla baja con reposabrazos. Junto a la silla, un galán de noche. Me senté en la silla con las piernas cruzadas, por adoptar una posición digna en aquella ridícula poltrona, y sin saber muy bien qué hacer con las manos, que me suplicaban por un lugar donde pasar desapercibidas. Sudaban.

A los pocos segundos, cuando todavía estaba intentando acomodarme, entró en la habitación una mujer en ropa interior, de atractivo dudoso. Me levanté de la silla de un respingo. Hola, me llamo, y dijo un nombre extraño, de esos que sólo aparecen en las malas películas o en canciones del final de la Rambla. Después se fue y apareció otra mujer, quizás más guapa, pero con un velo de tristeza en los ojos que difuminaba su belleza. También dijo su nombre y se fue. Y luego llegó otra, rubia y muy alta, y luego otra, cuyo descaro me posó dos besos en las comisuras de los labios. Y otras dos. La última en mostrarse, de nuevo, fue la vieja.

Y bien, me preguntó. Yo le dije la rubia.

Se fue la vieja, entró la rubia, me indicó dúchate. Jamás, ni esta mañana, cuando me estaba muriendo, me habría imaginado así esto. Quiero decir el paraíso, le comenté mientras me desnudaba.

Y quién te ha dicho a ti que esto es el paraíso, y se calzó las botas de cuero, la máscara inhumana y aquel arnés que, varias eternidades después, todavía alimenta mis pesadillas.


jueves, 16 de octubre de 2008

30


Treinta años después se volvieron a encontrar. Para él fue un alivio comprobar que ella también había envejecido, que no era una extraterrestre ni una diosa ni una mujer al margen del tiempo. Se te ve bien, le dijo, a ti también, ¿cuánto tiempo ha pasado? mucho, y después frases de esas que sirven para esquivar intensidades (in)deseadas. Después se despidieron, adiós, que vaya bien, te llamo.

Antes de que ella abriera la boca, él ya se había percatado de que continuaba siendo la misma, de forma indiscutible y excepcional. Cuando le miró las cejas y observó que una seguía elevándose antes que la otra; y cuando se removía el pelo y el pelo adquiría consistencia de chicle y el chicle se pegaba y despegaba, y se estiraba y se rompía por el centro y más tarde hacía globos que estallaban en la nariz. Así hasta treinta globos.

Antes de que ella le dedicara una mirada, él ya se había percatado de que continuaba siendo la misma horrible máquina de aniquilar genios. Cuando se fijó en su boca y observó que seguía reclamando; y cuando sacaba la punta de la lengua y la lengua se mostraba de forma farsante y se volvía a esconder para aparecer de nuevo y estrangularlo hasta dejarlo vacío de aire y de razón; o casi, porque al final lo soltaba para volver a asfixiarlo. Así hasta treinta veces.

Antes de que ella hubiera aparecido, él ya se había percatado de que continuaba siendo la misma, en definitiva, a fin de cuentas, desde luego y sin más. Cuando la miraba y no estaba y seguía sin estar y pasaba el tiempo. Así hasta treinta años.

sábado, 11 de octubre de 2008

Confesión


Una de las cosas que más detesto en este mundo, no sé si la que más, ya que detesto muchas y a muchos hombres -en caso contrario no podría dedicarme a lo que me dedico-, es que en un restaurante me hagan esperar, como aquel en el que cenamos a las once y media como muy pronto y a la una todavía nos estaban sirviendo los postres, o que en las mañanas lluviosas los paraguas callejeros rivalicen entre sí por sacarme los ojos; aun así, en estas situaciones, la profunda náusea que se me forma en el cuello -porque a mí las náuseas me vienen desde el cuello a la parte posterior de la cabeza- y el grotesco odio que se me compone en todas las cicatrices de mi cuerpo -porque yo veo crecer en odio en mis heridas pasadas- no es nada comparable al ansia de empalamiento y castración que se va formando en mi organismo cuando tengo cerca a alguien que escucha música con el teléfono móvil y decide de forma unilateral que esa melodía se ha de convertir en la banda sonora de todo aquel que tiene la desdicha de encontrarse con ellos. Es una sensación de tal abominación y repugnancia la que me provocan estos tipos que, con toda naturalidad, los sodomizaría con un bate de béisbol hasta que su esfínter tuviera la misma eficacia que el de los caballos en los desfiles, o bien les obligaría a comerse sus propios glóbulos oculares con cuchillo y tenedor.

Con la convicción de que mi problema se resolvería de este modo y no con el Prozac o la Viagra, lo que hice la otra mañana fue subirme al metro en el inicio de la línea y no bajar hasta el final. Así, cinco o seis veces. Ida y vuelta. Y, por la tarde, otra vez. En ese insistente trayecto me encontré con treinta y siete especímenes del linaje descrito. Escuchaban variedades, para mí hasta ese momento completamente desconocidas, de merengue, bachata, reguetón, hip-hop, gangsta-rap, sanjuanito, yaraví, tonada, guarimba, rumba, samba, lambada. Desde entonces repito cada día este recorrido por el infierno de Dante, deseando recuperar lo que perdí, esa chispa de motivación, esa vitalidad tan característica en mis acciones. Porque anhelo ser el que era antes: ese psicópata activo y feliz que no dudaba en matar con o sin motivo, el experto en sufrimiento que torturaba por placer o por capricho, aquel asesino múltiple cuyas brutales matanzas salían en la primera página de la sección de sucesos.

jueves, 9 de octubre de 2008

(In)misericorde



apres vous il n'y'a rien
il y a plus que la distance
Xavi Martín


“¿Quién eres tú?” me pregunté yo (y la oruga), y después quedó un portazo y sus Nemequittepas nemequittepas. Luego me subí al coche y no paré hasta llegar a Barcelona, donde me esperaban más “¿Quién eres tú?”, más portazos y más nemequittepas nemequittepas, pero entonces no lo sabía. También gestos interrogantes, mañanas siguientes, sentimientos, concepciones y masticaciones, además de excitaciones varias, nebulosas sentimentales y cambios de postura. Y al final, siempre el “¿Quién eres tú?”, el nemequittepas nemequittepas y el portazo. O al revés.

Y, después de cada portazo, subía al coche y a otra ciudad, pasaba al otro lado del espejo como en busca de (también) otros nemequittepas nemequittepas, que se convirtieron en una especie de exótico alimento de mi evolución. Pero entonces no lo sabía.

“¿Quién eres tú?”, me pregunta la oruga con ese acento azul. “¿Quién eres tú?”, me preguntas sin acento.

Y yo respondo no lo sé. Sé quién era cuando me levanté esta mañana, pero desde entonces he cambiado muchas veces.

Sólo sé una cosa: que en ti no está la respuesta.

Es por eso que termino esta carta esperando tus nemequittepas nemequittepas. Te dejo y no prometo que nos volvamos a ver. Me espera el otro lado del espejo.

domingo, 5 de octubre de 2008

Romanticismo (Kafkiana número 9)


Al despertar, noté una humedad inmediata. No era producto de un sueño erótico ni de una pesadilla infantil, sino que parecía más bien un fruto de una reminiscencia cinematográfica. Una mancha roja se abría paso por el hasta entonces blanco puro e imperturbable de las sábanas y llegó a mi mejilla.

Salté de la cama.

Cuando logré controlar el vahído provocado por mi violenta incorporación y, sobre todo, por el espectáculo, fijé la vista y pegué un grito. No me considero una histérica, pero, cuando comprobé que en lugar del novio que dormía a mi lado había aparecido un corazón de medio metro de diámetro, me dio un ataque de pánico y sólo me salió chillar, decir joder y caminar en círculos por la habitación de hotel. No logré serenarme del todo, pero conseguí elevar la mirada y observarlo de nuevo. Y ahí estaba. Un corazón enorme, con sus ventrículos, sus aurículas, sus diversas válvulas y sus pericardio, miocardio y endocardio.

Un corazón enorme que, con cada sístole y cada diástole, estaba poniéndolo todo perdido.

Ahora, recordando la humedad del despertar, desearía que fuera la cabeza de un caballo.

Pero quién se iba a imaginar que se tomaría tan a pecho lo que le dije. A partir de mañana las cosas cambiarán, escribió en la nota que me había dejado en el lavabo. Seré más romántico, ponía.


jueves, 2 de octubre de 2008

Tormenta (Kafkiana número 8)

Lo último que recuerdo fue la tormenta en la selva. Esa oscuridad y los monos gritando como jamás había oído gritar a un ser terrenal. También recuerdo que no era agradable estar hundido hasta las rodillas en ese barro viscoso y lleno de sanguijuelas por culpa del lunático designio de aquel que nos guiaba. Telas de araña tejidas de lianas, ojos de bestias -quién sabe de qué especie- que asomaban desde lo profundo, y, como realidad cercana y visible, sólo la espalda del que iba delante. Era lo más lejos que alcanzaban los sentidos. Es probable, no lo sé, que sólo hubieran transcurrido tres horas desde que, al alba, nos pusiéramos en marcha. Pero ese color negro que nos rodeaba era propio de las profundidades abisales del océano. No de la tierra firme.

Por eso, cuando cayó ese relámpago delante de nosotros, primero experimenté el alivio de recobrar la conciencia después de una pesadilla. Pero inmediatamente se desplomaron dos o tres y yo, aturdido y ciego, comencé a buscar entre los gritos alguna mano amiga que me sirviera de lazarillo. Cuando creí tocar lo que era una extremidad humana, me impulsé hacia adelante. Y desaparecí. Los gritos se callaron de golpe. Sólo quedó el mío.

Ahora soy un bebé y quisiera poder explicarle a nuestro guía que he encontrado lo que andaba buscando. Que no está tan loco como pensábamos y que esa fuente existe. Soy la prueba lactante. Aunque, ¿cuántas horas me quedan de vida, desnudo e indefenso en las tinieblas?


Más rayos y truenos en Mi matadero clandestino y Contraportada


 
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