lunes, 28 de septiembre de 2009

Sombras

Es esa sensación, la del estómago, que de forma precisa se repite cada vez que irrumpes en mi vida. Es un chillido de espanto y el silencio mismo, desesperado y furioso. De golpe. Luego me desordeno y pierdo el tiempo con amarguras, recorriendo un camino repleto de farolas que se apagan. También lo relleno de café, quizás para ocultar lo destruido y aligerar mi equipaje con rutinas. Estudio, repito, insisto, deletreo, pero todavía soy incapaz de comprender lo aprendido.

Acabo perseguido por las sombras.

Tarde o temprano tanto ademán de guerra acaba por estallar en batallas. Y están perdidas de antemano, porque me da por encararme contra tu voz aún tierna y la ropa que guardas en mi armario, y para eso no hay salvavidas que me saquen de este charco de sombras.

Hoy me he quedado mirando los frescos que pintaste en las paredes de la habitación. Debería borrarlos con lejía, colgar unos cuadros, poner un paraguas en medio, no sé. O dormir en la cornisa esperando golpes de viento que me salven del naufragio. Sin embargo, me vence el miedo, qué novedad, primero a las sombras, y después al amanecer. El amanecer es peor. Está más lleno de sombras que la pura noche. Crecen como un susurro, como un olfateo, y se extienden como la arena por el mármol. Luego se reparten, rebosan y escupen, hasta llegar al tejado de mi casa, donde acaban oscilando amenazantes. Creo que esperan pacientes a que me desnude para apretarme y empujarme hacia la vigilia.

Eso se repite cada vez. La sensación del estómago, el silencio furioso, el camino con las farolas, tu voz tierna y los frescos en la habitación. Y, aún así, soy incapaz de comprender lo aprendido y acabo asfixiado en este charco de sombras.


domingo, 27 de septiembre de 2009

Contradicción (Clásico revisitado número 21)

Ese año por su cama pasaron cientos de amantes. Normalmente se acostaba con ellos y luego los despedía antes de que saliera el sol. Adiós, les decía, les tiraba los calzoncillos a la cara y les daba palmaditas en la espalda, a tono con la frialdad del momento. Sólo a dos les propuso un desayuno más bien frugal, con café con leche y un par de galletas. Ni un triste zumo de naranja, no sea que se encariñaran demasiado con sus costumbres. Después no volvía a saber de ellos, no porque no estuvieran interesados –que lo estaban–, sino porque a ella le crecían los escrúpulos, o bien porque le salía la vena impertinente.

La persistencia de esta actitud no se debía al capricho o a la falta de compromiso, que la vida le había enseñado a buscar hasta en los ojales, detrás de los muebles y en el cajón de las verduras. Sin embargo, en su deambular sólo encontraba alientos sin más calidez que la que da el cuerpo. Y esos alientos llegaban y pasaban por sus almohadas y ya está. Hasta que un amigo le sugirió la idea del guisante. Lo que funciona en los cuentos puede bien funcionar en tu vida, le dijo, para algo sirven las moralejas.

Y colocó un guisante debajo del colchón de su cama, y por su cama volvieron a pasar cientos de amantes, y en su cama follaban y en su cama después dormían como koalas, sin dedicarle más atención que la de los fluidos corporales. Así que luego adiós, les tiraba la camisa por la ventana y les dedicaba un corte de mangas, como poco.

Pero, por supuesto, llegó él, que parecía tan normal y tan poco artista. Se besaron, se maniataron y se buscaron por las sábanas y no pegaron ojo, hablando de cosas infantiles y de locuras paralelas.

Eso es el guisante, pensó ella.

Cuando sonó el despertador –un puro manifiesto del amanecer, que había poco que despertar ahí– se levantaron juntos y se besaron de pie y llegó un momento en el que ya no había más que besar, aunque los dos querían seguir besando.

Ella se quedó parada. Y pensó. Y dejó de sentir. Y luego se apartó violentamente, cruzó los brazos y dijo fuera, no quiero verte más.

Cuando él, desnudo, compungido y abandonado, se fue por donde había venido, ella sacó el guisante de debajo del colchón y, maldiciéndolo, se lo comió.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Recuerdo


Hay días en los que más valdría ser amnésico, no acordarse de pasados febriles ni de años transcurridos en medio de velos y miedos y cursos de yoga.

Sobre todo de los miedos quisiera no acordarme, para dejar de pender de un hilo.

También me acuerdo de cosas marchitas y de vestuarios vacíos en los que paseo permeable, con la hipotermia de estar lejos.

De la muerte no, porque de la muerte no te acuerdas. Dicen que es tímida, no saluda y no te acuerdas.

Aunque sí me acuerdo de demasiados espejos, de novelas inacabadas y de dolor de cabeza. De ser feliz a medias, de no sentir y dejar de oír cosas increíbles.

De pensar que escribía y no hacerlo por no alcanzar el final y acabar extendiendo la ficción por mis oscilaciones.

De que bajaba las persianas para no ver los eclipses. De pasear demasiado por la cordura, contentándome con los recaudos y con oponer resistencia. De los escrúpulos. De buscar síntomas en todos los besos.

Y de los miedos, que me hacen pender de un hilo.

Más valdría ser amnésico.

Y salir corriendo hasta tu noche.

Sin calcular decimales.

Sin emergencias.

Sin antídotos.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Arrugas

Hoy se vio la vida arrugada y se puso a planchársela. Sabíamos que las vidas no se pueden planchar, o al menos eso nos han dicho, pero ella no estaba dispuesta a pasar por eso. No entendía por qué no se pueden planchar las vidas o por qué no se puede aprender italiano en cinco días o por qué no se puede sacar fotos de la electricidad o de las turbulencias. Era, sin embargo, consciente de que al enamorarse hay algo que se arruga y que hay que plancharlo antes de que uno se muera de querencia, porque también sabía –y eso nadie se lo había dicho– que el amor comienza a morir en el mismo momento en el que nace. A nosotros eso nadie nos lo había dicho, así que seguíamos enamorándonos en medio de una amnesia obligatoria. Nos gustaba arrugar las cosas. Y estamos hechos de memoria, eso bien lo sabía, así que por eso se ponía a plancharse la vida, o bien a remasterizarla, que es como planchar los sonidos para que dejen de sonar a karaoke. Y ella no quería una vida-karaoke en la que poner voz a una música grabada en una lata. Tampoco quería enamorarse y por eso se planchaba la vida y tomaba píldoras contra el llanto y potenciadores de la memoria que le recordaran todos sus desengaños, aunque fuera en playback o le sonaran como cuando vomitaba. Enchufaba la plancha, la ponía a 210 grados y la pasaba por su vida con una seriedad irrepetible. Y después la vida salía planchada, con todos los recuerdos sin mácula, con las típicas soberbias, las fiebres sin compañía y los párpados entreabiertos en el pasado, viéndole amar a otra. Sin aquellas arrugas, todo se le aparecía sin máscaras y las historias acababan con un fundido a negro pero sin perdices y con todo lujo de desprecios y rutinas. Luego, así, con la vida planchada, se volvía a reconocer y se olvidaba de coproducciones y se centraba en su guión sin demasiados exteriores. Aunque nosotros sabíamos que las vidas no se pueden planchar, por mucho que ella no estuviera dispuesta a pasar por eso.


domingo, 13 de septiembre de 2009

Agua (V)

Lo peor de todo es que, cuando te recuerdo, te recuerdo llorando. Llorabas y humedecías las tostadas del desayuno y ponías sal al café. Llorabas y salpicabas al gato, y se sacudía y luego corría. Llorabas y te empapabas la ropa y me empapabas la ropa. Llorabas y un día arruinaste unas flores de pura tristeza.

Cuando llorabas, yo te recogía las lágrimas con los pulgares como queriendo dejar de ser tan hijo de puta. Y, a la vez, me hacía un nudo en el esófago, o bien tiraba de la lengua para atrás, como tragándomela, y tragaba y tragaba hasta que las lágrimas acababan confundidas con los ácidos del estómago.

Y tú seguías llorando.

Parecía como si tuvieras dentro un mar pequeñito, como si no fueras nada más que agua. Estaba seguro de que por las noches, mientras yo dormía, tú subías al tejado y recogías agua de lluvia, que el agua de lluvia te tocaba y se te fundía en el pecho. Y entonces respirabas. Seguro que también te ibas a nadar a la playa y recorrías cientos de veces el camino hasta las islas, y luego volvías a la cama y respirabas, repleta otra vez del agua que habías perdido.

Nunca te lo dije, pero un día te lo noté, porque tenía sed y me la quitaste. No hiciste más que mirarme y ya no tenía sed.

Y no llorabas.

Pero cuando te recuerdo, te recuerdo llorando.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Parálisis


Mientras se duchaba, la luz se apagó. No fue una sorpresa, porque hacía días que la bombilla se comportaba con más intermitencia que estabilidad. De hecho, los días se convirtieron fácilmente en semanas, a pesar de que cada vez que entraba en el cuarto de baño, le venía el mismo pensamiento a la cabeza.


- Tengo que cambiar esa bombilla.


Pero sólo se acordaba en el cuarto de baño.


Todos los días pasaba por aquella tienda de lámparas, por la ferretería del barrio, y en el supermercado, junto a los palos de escoba, se exhibían bombillas de todos los tamaños y formas posibles. Pero él jamás se acordaba hasta que entraba en el cuarto de baño y veía a la luz parpadear sobre su silueta reflejada en el espejo.


Por eso, cuando la bombilla se apagó, no se sorprendió demasiado. Aquel día tenía que llegar.


Se acababa de enjabonar los brazos y, de repente, todo desapareció. El agua se volvió negra, la mampara dejó de ser transparente y la esponja se le fundió en las manos. Le invadió una sensación de absoluto fastidio. Se le ocurrió gritar el nombre de ella, pero después se acordó que ya no había más ella, que hace un par de días se había ido con lo puesto, harta de soportarle a él y a su falta de carácter y a su incapacidad para cambiar una bombilla. Así que probó a arreglarse a tientas. Cerró los ojos. Había oído o había leído en alguna parte que si anulabas un sentido, los demás se potencian. Es lo que les pasa a los ciegos. Claro que nunca había visto a un sordo con una vista hiperdesarrollada o a alguien a quien le hubiera desaparecido el sentido del tacto. Sin tacto todo sería horrible, pero mucho más fácil, en realidad, pensó.


Igualmente cerró los ojos. Pero no hizo nada. Permaneció allí parado, en aquella oscuridad que lo manchaba todo.


Luego volvió a dejar correr el agua encima de su cabeza. Y se quedó quieto, esperando a que la luz volviera, esperando a ella volviera, esperando a que sus sentidos volvieran.


viernes, 4 de septiembre de 2009

Ceniza


Ayer fui a esperarte a la puerta de tu casa y, como no salías ni entrabas, me dediqué a fumar toda una cajetilla de cigarrillos, para ver si las ganas de besarte se me iban entre el humo y la ceniza. 


Te vi aparecer cientos de veces. En una, pasaste delante de mí haciendo que mirabas hacia otro lado, enredada en tus pensamientos, como si persiguieras a alguien al ritmo de alguna canción que no conozco. Alargué la mano para tocarte, pero al final me quedé encogido y no llegué hasta tu cuerpo, que se disolvió y se confundió con el humo y la ceniza.


Luego saliste y eras puro olor. Aunque creo que no alcancé a verte, tu olor sí que llegó, me entró y te busqué, primero detrás de mí, y después salí corriendo hacia lo que me parecías tú, pero sólo era tu olor. Dos manzanas más allá, en aquella plaza, desapareciste, y yo volví a la puerta de tu casa, entre el humo y la ceniza. Y pensando, encogido, que no llegaría hasta tu cuerpo.


También te asomaste al balcón, envuelta en ese abrigo negro que tanto te pones cuando llega el otoño. Creo que me miraste, y pestañeaste de forma lánguida, dejando cerrados los párpados un instante. Debajo, sentí cómo tus ojos se movían. Abriste el abrigo negro para mí, o quizás para otro, jamás lo sé, y allí se mostró tu piel desnuda. Sólo duró un segundo y después te volviste a embutir en el abrigo negro, te diste la vuelta y te marchaste, dejándome atrás, y al humo y a la ceniza.


Y te vi durmiendo, transparente, rodeándote a ti misma. Creo que huías hacia alguna parte donde pudieras dejar de rodearte y donde no existieran los cuerpos a medias y las lenguas cobardes, donde no importara que los espejismos te pillaran desprevenida. Allí incluso podías fabricar pequeñas bombas para reducir tu pasado a humo y a ceniza.


Mientras, yo te esperaba en la puerta de tu casa, más en tu pasado que en mi futuro, a punto de ser reducido a humo y a ceniza.


martes, 1 de septiembre de 2009

Lila


Os presento el vídeo del relato "Lila" que ha hecho Osker Snachez. La música y los efectos son obra y magia de Xavi Martín y Octavio Morgante, y la voz, de Fernando García-Lima. Es decir, la mía.



Lila le dijo adiós, o quizás hasta luego, no sé, pero, de todas formas, quería decir adiós. Con una sonrisa, pero quería decir adiós. Lo dijo para engañar al silencio, porque en realidad no quería decir nada. Sólo irse.

Él se quedó esperándola. A ella. A Lila. Encendió un cigarrillo para que transcurrieran tres minutos más. Sólo le vinieron los recuerdos, los del humo y luego los del sexo -te quiero sentir dentro de mí. Advirtió que retrocedía a la oscuridad y apuró la última calada. Cayó en el error romántico de pensar que sin ella, sin Lila, su mirada quedaba rota y que ahora, sin destinatario, sin Lila, le quedaría un exceso de todo.

Sobre la rigidez de su memoria colocó de nuevo un tapiz de colores y a la nariz le vino un olor a sudor, el sudor de Lila, y en las manos se materializó el tacto de su piel, la piel de Lila, blanca como la de un ángel, tan alejada de todos los corazones enfermos que la deseaban.

También le vinieron los celos (los celos de Lila) y la enfermedad de perseguirla, a Lila, en el fuego que los rodeaba cuando estaban juntos, en los sonidos de su voz -la voz de Lila- de su respiración -la respiración de Lila- y de los párpados al pestañear -los párpados de Lila-, una revolución corporal que podía expresar ternura, que podía expresar pasión y que a él le provocaba locura.

El cigarrillo se acaba y, con el humo, también desaparece Lila. Sólo queda el miedo a la hoja en blanco, a la partitura vacía, a Lila sin Lila.

 
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