viernes, 24 de junio de 2011

Bitácora

En mi primer viaje en el tiempo maté al inventor de la Coca-cola. Ahora todo el mundo bebe gazpacho y el cuba libre lleva zumo de piña. Todos los niños duermen bien. Tampoco hay guerras, pero no sé si todo tiene que ver con la Coca-cola.

En mi segundo viaje en el tiempo me llevé de cañas a Cervantes. Después cayó en el alcoholismo y dejó de escribir de repente. No llegó a acabar ni Rinconete y Cortadillo. Ahora los niños estudian a Fernández de Moratín y a Javier Serra.

En mi tercer viaje en el tiempo intenté arreglar el desaguisado del segundo. Cervantes volvió a caer en el alcoholismo. Se ve que tenía cierta tendencia, así que he concluido que no fue culpa mía.

En mi cuarto viaje en el tiempo no hice nada relevante. Ahora todo es igual, salvo Anatomía de Grey, que nunca se hizo.

En mi quinto viaje en el tiempo volví a matar, esta vez al fundador de IKEA. Ahora la gente compra muebles caros y ya está. Pensaba que pasaría algo más, pero no.

En mi sexto viaje en el tiempo fui a ver si Jesucristo hacía milagros o no. No lo encontré, pero me dijeron que era más moreno que en la foto.

En mi séptimo viaje en el tiempo prendí fuego al garaje de Bill Gates. No sé si estaba él dentro. Ahora todo el mundo tiene ordenadores Mac, pero los modernos adoran el Windows Vista.

En mi octavo viaje en el tiempo tampoco hice nada relevante. Intenté ser el primer novio de Grace Kelly, pero no hablo inglés, así que nada.

Y en mi último viaje en el tiempo llegué hasta aquí y mejor me voy.


miércoles, 15 de junio de 2011

Pierre Menard


Ayer leí ese relato de Borges en el que un señor quiere escribir el Quijote y decide convertirse en Cervantes. Al margen de lo escrito, que no me gustó (a nadie nos gusta Borges: lo tengo hablado con todo el mundo), lo cierto es que se me construyó en la mente una clara perspectiva de futuro. Hoy voy a la oficina, pero no para trabajar, sino para despedirme, porque ahora sí que tengo claro a qué dedicar los próximos cuarenta años. Una situación envidiable, lo sé.

Pensarán ustedes que, como Menard, quiero ser Cervantes, un señor que, a pesar de perder una mano y pasar una temporadita en la cárcel, lo cierto es que no vivió mal y que, además, es bastante admirado por Francisco Rico. Pues no. Tampoco quiero ser Borges, porque estoy convencido de que no era ciego, sino que se lo hacía. Aparte esa circunstancia, nunca podría llegar a sus niveles de pedantería por mucho que me esfuerce, aunque reconozco que he estado cerca en alguna ocasión. Se equivocan si creen que he decidido consagrar mi vida a ser como uno de esos autores de moda que escriben poco y mal, y ganan mucho, como Moccia o Zafón (aunque esto, ciertamente, no lo descarto, porque, dada la dificultad de mi proyecto, quizás esta opción sea mucho más asequible y, por otra parte, el dinero nunca me ha parecido mal. No soy de ésos que dicen que vil metal, poderoso caballero y demás mandangas. El dinero mola y punto).

No. Demasiado fácil.

Quiero ser Pierre Menard, el autor que quiso escribir el Quijote. Para ello, debo vivir las mismas experiencias que este señor y, a la vez, ser Cervantes. El triple tirabuzón de la existencia, la escalada libre como alternativa al mero transcurrir de los años. Y, oigan, si se enteran de que hay por ahí algún tipo que quiso ser otro que, a su vez, quería ser otro que, por su parte, quería ser otro, avísenme. Ése es mi hombre.


domingo, 12 de junio de 2011

Metro


El martes me pasé de parada de metro. Iba leyendo una novela sobre vampiros que me tiene bastante enganchado y no hice caso al aviso de la megafonía. Claro que en realidad nunca hago caso al anuncio de la megafonía, porque me los sé de memoria y tengo bastante interiorizado el tiempo que tardo desde casa al trabajo: 17 minutos si todo va bien; 19 si el tren está demasiado lleno; 15 si está demasiado vacío, aunque en este caso hablar de “demasiado” es simplemente una formalidad, porque el vagón nunca está demasiado vacío. Además, siempre coincido con la misma gente y es verlos levantarse de los asientos para salir del metro y levantarme yo inmediatamente y sin pensar.

Esta vez, sin embargo, estaba muy metido en la historia de vampiros por el río Mississipi o Misisipi o Misisipí, y mi parada coincidió con el puro clímax de la narración. Dos segundos más tarde vi la puerta del vagón cerrándose y ya era demasiado tarde: me había pasado de parada y estaba obligado a esperar a la siguiente para bajarme del tren e intentar recuperar el tiempo perdido con las prisas y las carreras. Lo acepté con resignación; este imprevisto no tendría por qué derivar en una mácula en mi expediente de escrupulosa puntualidad, ya que siempre voy con mucho tiempo por delante. Me gusta el café con calma antes de trabajar, y por eso acostumbro a salir de casa media hora antes de lo considerado como razonable.

Cuando fui consciente de mi despiste, renuncié de inmediato al café con calma, me puse de pie y esperé a lado de la puerta a que el tren se parara, como si de esta manera el trayecto fuera más corto o el tiempo transcurriera más rápido.

Sin embargo, la parada no llegaba. Quince minutos después de mi parada, el metro seguía avanzando y yo continuaba de pie al lado de la puerta.

Extrañado, miré el mapa del metro colgado en uno de los cristales del vagón y, en efecto, no parecía haber más paradas en esa línea. El dibujo terminaba donde yo me había bajado repetidamente entre las 8.23 y las 8.26 de la mañana durante los últimos 7 años de mi vida.

Miré confuso a mis compañeros de cubículo, que seguían distraídos, unos leyendo, otros escuchando música y tarareando con los pies; los más, en silencio, simplemente mirando al vacío, esperando una parada que nunca llegaría.

Esbocé una sonrisa, invadido por una intensa sensación de alivio, y me entregué de nuevo a la lectura.

domingo, 5 de junio de 2011

Aplicaciones

Todo empezó cuando hace unos meses leí en la revista Emprendedores –la regalaban con la Fotogramas– que el negocio estaba en las aplicaciones para teléfonos inteligentes. Eso de que hubiera teléfonos inteligentes en el mundo me inquietó en un primer momento, ya que uno ha visto demasiadas películas sobre distopías: lo de un futuro gobernado por las máquinas estaba más que asumido, pero nunca me habría imaginado que todo comenzara por los teléfonos.

Inmediatamente construí una ficción sobre un Alcatel One Touch convertido en líder supremo o nave nodriza o queseyó. Nada importante.

Al margen de mi incontinente fantasía, aquello de las aplicaciones me había calado y comencé a investigar para salir de pobre, condición que, por otra parte, tenía más que asumida después de haber realizado la carrera en Humanidades: es decir, que si encontraba algo más allá del mileurismo, lo consideraría equiparable a la línea del bingo.

Sucedió a las diez de la noche de un sábado, cenando con mi mujer: la idea vino sola, de forma natural, y se hizo material pocos días más tarde, en forma de aplicación para teléfono inteligente disponible en la Apple Store (la versión para Android tendrá que esperar) y valorada con cinco estrellitas por mí mismo y un par de amigos. Ahora sólo queda esperar a que se la descargue medio mundo y servidor aparezca de una vez en la lista Forbes, que ya es hora.

Ya va, no se trata de otro de esos relatos sin resolución por falta de recursos y vendido como “una historia con final abierto” –falacia para disculpar la poca maestría del cuentista–; aquí les diré de qué se trata: es una aplicación llamada Enquépiensas 1.0, capaz de dar respuestas en milisegundos a esta pregunta. La versión de pago también incluye la extensión “Quétepasa” y “Creesqueestoygorda”. Un éxito.

Ahora estoy desarrollando un programita para librarse de las reuniones familiares y en uno que interprete la frase “Noestoyenfadadaestoymolesta”, pero me cuesta aislar las variables. Ya fluirá. Ya fluirá.


 
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