domingo, 31 de mayo de 2009

Ayer



Ayer, al subir al vagón del metro, se me acercó una mujer de mediana edad y me dijo algo que me sobrecogió. Me podía haber dicho muchas cosas, pero fue ésa.

Yo estaba despistado, o más bien concentrado en la lectura de la historia de Pausanias acerca del cuarto cíclope con los senos y la belleza propios de una hembra y cuyo culto, por razones desconocidas, fue prohibido incluso en Corinto. De vez en cuando me distraía tu rostro, como mucho, o las acrobacias que me dedicaste anoche. Entonces llegó la mujer, me dijo aquello y se fue.

Me miré en el cristal de la puerta, intentando entender por qué aquella mujer me había escogido para compartir tal secreto. En realidad soy poca cosa, un hombre ni más ni menos amenazado por el cambio climático, un pretexto, con todo un poco ajeno, más bien en desuso si no fuera por ti. Después me fijé en la gente que me rodeaba. Parecían tranquilos, con la atención a medias y la mirada pálida. Nadie sonreía, todos ponían cara de interrogación intrascendente. No sabían nada. Seguro que no sabían nada.

¿Por qué yo? Me preguntaba qué podía hacer con esa información, si debía llamar a alguna embajada, a la prensa, o gritar, provocar el pánico y los sudores, o bien quedarme sólo con la intención. Cuántas cosas innecesarias se me ocurrían. Llamar a la policía, reconstruir mi pasado, hacer algún experimento, tener miedo, beber demasiado.

También se me ocurrió ponerlo por escrito.

Pero, ahora, que me encuentro en ese trance, todo se ha vuelto paradoja: no recuerdo nada. Miro y remiro en la memoria y todo ha desaparecido, de forma blanda. Por mucho que me esfuerzo, las palabras de la mujer del metro aparecen recortadas, sumidas en una suplencia permanente. No queda nada. No queda ni el esfuerzo de buscarlas.

Porque sólo queda tu rostro, como mucho, o las acrobacias que me dedicaste anoche.


jueves, 28 de mayo de 2009

Dudas (Clásico revisitado número 18)


El pato había leído cientos de veces el cuento de Andersen, pero no le acababa de convencer. Algo fallaba, porque llevaba varios días buscando cisnes allá en la lontananza -que es donde se buscan los cisnes- y nada. El éxito, más bien lejano. El agua, además, estaba más fría que nunca, había perdido tres plumas por efecto de un perdigón y tenía un montón de cosas que hacer mejores que buscar cisnes: acababa de empezar una novela, había vuelto a fumar y tenía para ver toda la filmografía de Dreyer. Uno le dijo:

- Tienes que salir más.

Pero no le hizo caso. Además, empezaba a dudar que realmente fuera un cisne. Para qué buscarlos, si eres un pato, un pato feo, se decía. Un pato underground, sí, pero feo, al fin y al cabo. Hace años se puso luces en la cola, centellas rojas y azules, guirnaldas en el pico y tatuajes en las alas, y seguía siendo igual, que por mucho que se vista de seda el pato sigue siendo pato, le dijo otro. Después aprendió ventriloquía, juegos malabares con naranjas y compró unas cuantas marionetas para dedos, como si explotando la vertiente graciosa se le fuera aparecer la belleza en un bolsillo. Acabó leyendo a la generación beat y se puso gafas de pasta. Luego le dio por la guitarra y los bongos. Pero mucho más adelante.

Fue en esa época cuando uno en un bar le dijo:

- Tienes que leer a Andersen. Y salir más.

Leyó a Andersen. De hecho, leyó cientos de veces ese cuento, pero no le acababa de convencer. Ir a buscar cisnes no era lo suyo. Y, además, empezaba a dudar. Empezaba a dudar mucho.

domingo, 24 de mayo de 2009

Agua (IV)



“Hay quien aseguró que el hombre no es más que un invento del agua para poder trasladarse de un sitio a otro”
Rodrigo Fresán


Resulta que no era un problema de las glándulas lagrimales, sino de ti.


Desde el día en que empezó todo, he acudido a decenas de médicos. Uno incluso llegó a la conclusión de que yo era el 95% agua, que me salía por los ojos porque para el agua era mucho mejor ver la realidad que sentirla. Que sufrir era normal en mi condición, que la opresión esa del pecho y los monólogos eran efectos secundarios.

Me gustaba ser así, el 95% agua. En medio de mis responsabilidades excesivas, ser el 95% agua me eximía de algunas cosas en días señalados, me disculpaba ante mí mismo. ¿Qué más da lo verdadero y lo falso, qué importa la conciencia si soy más líquido que sólido? Me dejé de la tontería de dejar de fumar, marcaba los números de teléfono al revés, me cepillaba los dientes de izquierda a derecha y bebía vino tinto en vasos de plástico. Me sentía más vaporoso que líquido, qué ironía. Cuando hacía sol, me refugiaba debajo de los árboles, y parecía excéntrico. Algunas veces apagaba el motor y me quedaba sentado, mirando la lluvia nada más, no sé si esperando catástrofes naturales, y para desayunar tomaba tostadas, magdalenas y mousse de yogur. Escribiendo era más breve todavía, y no me importaba. Sentía más los orgasmos, como si me licuaran el coxis o algo así, y luego me quedaba tumbado boca arriba, ausente, notando cómo el semen se fundía con el agua. Habría querido ser más agua, más transparente, hasta que se pudiera ver a través de mi piel y pasar desapercibido y no pasar tan desapercibido.

Pero resulta que no era un problema de eso, ni de las glándulas lagrimales, sino de ti.

jueves, 21 de mayo de 2009

Agua (III)


Tus sueños están hechos de agua. Duermes a mi lado mientras hojeo revistas y te miro, y entonces te veo volver allí, donde tu cuna. Vas en canoa, con los bolsillos vacíos, sin más plata que la que te da el abandono, y avanzas abriendo el mundo con el remo. Quieres partir el mar en dos pedazos. Te miro y es lo que veo.

Mientras duermes veo una palidez casi gris en tu boca. La tienes entreabierta, como si rezaras, como si esperaras ese estampido sísmico que parta el mar en dos pedazos y que no llega. A veces mueves la cabeza, un poco, y frunces el ceño. Otras veces cierras las manos con fuerza, agarrando el aire o la luz, y luego las abres y dejas escapar las mentiras que no has dicho. Otras veces te muerdes el labio inferior y lloras como al final de una ópera. Agua, más agua, creo que dices.

A veces haces ruido. Pones cara de ver sangre y te espantas, pero sigues durmiendo, remando entre las sábanas. Seguro que es cuando llega la tormenta y la barca se queda desnuda. Y tú, empapada, buscas un mástil entre la espuma de las olas. O de los días. Otras veces brillas. Mientras duermes, te veo brillar. Piensas en las burbujas iridiscentes del viejo, seguro, que son la cosa más falsa del mar, y sigues el rumbo de cualquier pez que te lleve al otro lado del Atlántico.

El pasado está muy lejos, te susurro. Pero te lo digo sin palabras, porque no quiero que despiertes, que aquí sólo hay cuatro paredes y cuadros vacíos, y poco más. Demasiado sucio y demasiado feo. Como mucho alguna noche de lluvia triste. No es un buen sitio para despertar de tu sueño de agua.

Mientras hojeo revistas, duermes a mi lado, y te miro, y te me apareces plena, en tus sueños de agua. Te miro y es lo que veo.

sábado, 16 de mayo de 2009

Agua (II)


Se sintió seco. Eso es. Seco. No triste, ni ciclópeo, ni solo, ni siquiera loco. Eso es falta de sueño, le dijo el médico, nada más. Tiene usted fiebre, le preguntó.

No, no es fiebre. Me siento seco. Eso es.

Pues beba usted tres litros de agua al día. Chupe algún cubito de hielo si quiere. Y fruta, mucha fruta. Si no le cura, al menos no le hará mal.

Contestó que muy bien, que lo haría, que chuparía todos los cubitos de hielos del mundo con tal de aliviar esa sequedad. Siento un desierto dentro, dijo además. El médico no escuchó.

Las siguientes dos horas las pasó bebiendo agua, zumo de tomate, daiquiri de fresa, piña colada, menta poleo. También rezó un par de avemarías, por eso del complemento espiritual. Pero aparte un fuerte dolor en el abdomen y el gasto en papel higiénico, no consiguió que la sequedad se esfumase. Se sentía seco. Más seco que antes.

Será agotamiento, los primeros pronósticos suelen ser válidos, se convenció, el médico es un buen médico. No le apetecía beber nada más, era sólo eso, pero se convenció. Y se quedó dormido. Tuvo un sueño líquido, su sueño estaba hecho de agua, de cascadas, barrancos, aspersores y monedas que caen a algunos pozos y hacen glup.

Aun así, se sintió más seco, un camino pedregoso en medio de un río. Sólo le quedaba despertar.

Despertó y el agua se le escapó entre los dedos, como un error a espaldas de sí mismo. Y vio que todo era agua alrededor. Que su mundo era líquido. Que el agua lo cubría, lo ahogaba, se filtraba.

Pero él se sintió más seco. Mucho más seco. No pobre, ni cobarde, ni viejo, ni soltero. Sólo seco. Muy seco. Más seco.

martes, 12 de mayo de 2009

Agua (I)


Debajo del agua oí respirar al silencio. Sólo fue un momento, un segundo, quizás. Fue cuando dejé de prestar atención a los gritos. Entonces lo oí.

Fuera estaba temblando la tierra, los remos se clavaban en las olas, la espuma y el barro se confundían. Y aquí, debajo del agua, una soledad intensa, coagulada, sin dobleces. Sólo el silencio y su respiración disciplinada, ajeno a cualquier vida, se me insinuaba a través de las burbujas.

Dudé. El instinto me pedía una resurrección, otro parto, salir, abrir la boca, tragar aire. Por ahí arriba seguro que me buscan, pensaba, seguro que están remando, primero a la derecha, luego hacia adelante, la izquierda hacia atrás; seguro que por eso gritan. Gritan mi nombre, quizás.

Fuera temblaba la tierra con mi nombre y el silencio aquí respiraba. Por eso dudé.

El instinto me empujaba hacia arriba, pero yo dudaba. Me imaginaba azulejos chillones, puertas que chirrían, risas ahogadas, amores disueltos, sangre. También preguntas. Todo un paisaje en ruinas. Por eso dudé.

Por eso y porque aquí no llueve, el malva es distinto y no hace falta sal ni guerras civiles. Y porque oí respirar al silencio.

Sólo fue un momento, un segundo, quizás.


viernes, 8 de mayo de 2009

Pudor



Ayer me desperté muerto.

No muerto desde el punto de vista metafórico, que de esa manera ya me despertaba antes, sino muerto de forma rotunda, ejemplar y cadáver.

Si somos precisos, en realidad no me desperté muerto. No me desperté. Simplemente, porque dejé de verle sentido a eso de que la vida sea obligatoria, a aguantar todo esto por momentos de felicidad pasajera. Estaba harto de esperar el viernes. Porque era eso: un eterno esperar el viernes para acariciar el sábado y sobrevivir al domingo. Ahora pienso que ya entonces no había nada que esperar, que bien podía haberme quedado en el viernes, encerrado en la fábrica, viendo pasar la infancia una y otra vez.

Hoy, sin embargo, he estado a punto de resucitar. Por pudor. Porque eso de sentir a toda la gente lamentarse a mi lado, a mi pobre viuda dando ese espectáculo de dolor –con lo elegante que es ella serena–, y a mis amigos, con aquellos ojos líquidos, no es agradable. Es más bien grotesco.

Pero luego me di cuenta que, sin ser divino ni nada parecido, para un simple oficinista como yo eso de resucitar no iba a tener ninguna clase. Me levantaría de esta caja de madera en la que me han puesto y diría estoy aquí, que ya no estoy más muerto, o algo así, qué vulgar. En la vida te enseñan a todo tipo de estupideces -a lavarse los dientes, a hacerse la cama, a cocinar lentejas, a cuadrar balances, a jugar al pádel-, pero no te enseñan a resucitar de forma digna y aristocrática. Ahora que veo las cosas con perspectiva –que es de lo que sirve estar muerto–me lamento todavía más de haber estado vivo sin este conocimiento imprescindible.

Podría improvisar. Pero no paro de darle vueltas. ¿Cómo resucitar sin ser recordado por una resurrección defectuosa, mediocre, absurda, que me conduciría, sin duda, al suicidio? Prefiero el pudor.

Aquí, desde el féretro, le ruego a la ciencia un poquito más de implicación. Porque ahora sólo me queda esperar a que me entierren. Qué lástima. Cuánto pudor.

lunes, 4 de mayo de 2009

Vocación


El punto de libro está harto de ser punto de libro. Y más en esta primavera, tan insulsa, tan de tercera copa, tan de gato panza arriba y de cabina sin cristales, que lo mismo le da estar en unos relatos de Bukowsky que en una antología poética de Huidobro. O de Rubén Darío, que ya es decir. Lejanos quedan aquellos tiempos de recién salido de la imprenta, con los colores lozanos y el papel rígido y oloroso, cuando le colocaron en un ejemplar de Crónica de una muerte anunciada (edición Casa de las Américas) y memorizó aquello de Gil Vicente de La caza de amor es de altanería. Propiedad de lector voraz pero poco constante, pasó rápidamente a ocupar el espacio entre la página 132 y 133 de Luz de agosto (traducción de Pedro Lecuona para la editorial Goyanarte), y ahí quedó durante un par de años, calentito y feliz. Hasta que llegó ella, con sus novelas románticas, con su rímel de ladrillos y su cómo quieres que te quiera, y D.H. Lawrence fue lo mejor en siete ásperos meses. Le resulta extraño recordar el verano aquel de cuadernos Santillana o las semanas que pasó camuflado en una pila de apuntes de derecho mercantil, donde aprovechó para actualizar sus conocimientos de las legislaciones autonómicas. Los últimos años, sin embargo, han acabado de quemarlo, han sido demasiado duros, con tanta memoria de waterpolista, tanta novela histórica, tanto código renacentista, tanto Zafón. Por eso el punto de libro está harto de ser punto de libro. Al menos en estos libros.

Ahora va a hacer un máster en Literatura comparada. Con la crisis y el lamento alrededor, no es seguro que le sirva de algo, que sobre el serrín construir es complicado. Pero él lo va a hacer, le da igual, y, como los másters van caros y los ingresos de un punto de libro son más bien exiguos, ha pedido un crédito su amigo Jaume Roure, que trabaja en La Caixa. Hasta este punto ha llegado el punto de libro, inevitable escribirlo. Pero lo ha hecho para no renunciar a su elección de vida, que en un objetivo alcanzable y coherente reside el éxito, le ha dicho su coach.

Y que ya bastante hizo antaño dándole la espalda a su auténtica vocación. Eso, por supuesto, ni se plantea resucitarlo, ya no hay marcha atrás. Va viejo, demasiados años dedicado a lo mismo, cómo renunciar. Además, ¿quién carajo se creería ahora que es un posavasos?

sábado, 2 de mayo de 2009

Ardor de estómago



El dragón se despertó a medianoche. Tenía ardor de estómago. Esto, siendo dragón, debería ser normal, pero nada más lejos de la ficción: si por algo se caracteriza el dragón europeo común es por la placidez de sus jugos gástricos y por tranquilas digestiones que no ven alterada su paz ni por correosas princesas ni por punzantes caballeros.

Sin embargo, esa noche algo le había sentado mal. Se levantó y, mientras se preparaba una sal de frutas, hizo memoria hasta dar con la causa de sus males: la doncella de la merienda-cena, una bella y pálida jovencita que de virgen no tenía ni el llanto, se le había insinuado antes de darse por devorada. Sí, aquella mirada, ese estallido de júbilo que se percibía en su piel, el gesto despiadado e incesante de sus labios, el arquear de la ceja derecha en señal de arrogancia... Todo le cuadraba.

Fue bastante rápido, en realidad:

Eh, tú, le despertó de la siesta. Sí, tú, mala bestia, cómeme, que me cansé de esta farsa.

El dragón estaba acostumbrado a oír predicar la castidad, y cuando la vio desnuda ante él, con el miedo prófugo y toda esa armonía de carnes a la vista, le entró la duda y le vino a la mente Miller, por supuesto: “Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, aun en pleno caos”. Si hubiera tenido opción, la habría dejado tan opaca e inmutable como se le había presentado, después una lágrima y las maletas. Y adiós, que aguante otro este destino de villano de cuento.

Pero no la tenía. Otra opción, digo. Si no, para qué existir. Y se la comió.

Cuando sus dientes se hundieron en la carne, a ella le salió un gemido. Más de ironía que de dolor. De paradójico placer.


 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.