domingo, 20 de febrero de 2011

Golpe


Esta mañana ha entrado en mi casa un guardia civil con tricornio y todo, se ha puesto a gritar y ha soltado un par de tiros al aire.

Nadie ha resultado herido, pero ha sido especialmente traumático porque mi mujer y yo acabábamos de realizar el despliegue ritual de periódicos y suplementos dominicales y nos disponíamos a soplarnos sendos cafés con leche. Además, yo había bajado al bar de la esquina y había comprado un cucurucho de churros de con azúcar. Tenían muy buena pinta, la verdad. En este bar los hacen bastante bien, sin mucho aceite. El camino se me ha hecho muy largo, a pesar de ser de sólo de un minuto y treinta y ocho segundos: he comenzado a salivar sólo de pensar en la futura sensación de deshacer la masa en el paladar y dejar que ese sabor penetrante me inundara todo el cráneo.

Y ahí los he tenido que dejar, sobre la encimera de la cocina, a la espera de que este señor dé el golpe de Estado por terminado, se vaya y nos deje desayunar tranquilamente. Aunque de momento no tiene pinta: sin soltar la pistola, se ha acomodado en el sillón orejero y se ha puesto a ver un programa de zapping. Mi mujer y yo, más bien indignados, qué les voy a contar, porque los programas de zapping ni fu ni fa, y leer el periódico con la tele de fondo nunca nos ha gustado. Pero esta mañana en mi casa, la autoridad competente es militar, por supuesto, y no tiene pinta de querer leer los suplementos dominicales ni de haberlos leído demasiado nunca.

Así llevamos varias horas. Que son las ya las once pasadas y nada, que en la tele no aparece el Rey diciendo eso de que no puede tolerar en forma alguna este tipo de cosas. Me da a mí en la nariz que este hombre ya trabajó una vez hace treinta años y que los churros que tengo en la encimera de la cocina no le importan lo más mínimo. Si salgo de ésta, me hago republicano, fijo. Hartito me tienen.


domingo, 13 de febrero de 2011

Procrastinación


Procrastinación. Bella palabra que construye en verbo mi existencia. La leí hace unos días y ahora no paro de utilizarla. Sé que interrumpiré la escritura de este párrafo

porque acabo de actualizar el Twitter

y contestar un mensaje de Linkedin

pero ya no me preocupa estar perdiendo el tiempo, sino que lo estoy aprovechando en procrastinar, que debe de ser mucho más útil que, por ejemplo, mirar la tele. En cambio, dejo en el aire estas líneas

para consultar el correo electrónico

y buscar en Wikipedia cómo se llama el director de la película que vi anoche

y quizás mirar un par de vídeos porno

pero no me siento culpable. Antes, en cambio, me retorcía de dolor espiritual después de comprobar que daban las 21.43 del domingo y todavía no había podido concluir una mísera página de la famosa novela que estoy escribiendo y con la que tengo atormentado a mi círculo de pacientes amistades. Ahora

chateo en el messenger

y miro qué han escrito en su blog un par de amigos

y estoy atento a cómo van en el Helmántico

y leo idioteces en cualquier periódico.

y sé que dedico las mismas siete horas de siempre a una actividad que está en el diccionario de la Real Academia y que, miren, tiene su enjundia, porque su origen etimológico es latino. Procrastinación.

Ahora mismo voy a ponerlo de estado (orgullloso) en Facebook.


domingo, 6 de febrero de 2011

Calendario

En diciembre me regalaron un calendario de 2011. En un primer momento me pareció un regalo más bien cutre y bastante inútil, especialmente para una persona tan poco sometida por el tiempo como yo. Aun así, lo acepté con una sonrisa, qué remedio, y lo coloqué en la mesa de mi estudio, justo a la derecha del ordenador. Se trata de un calendario soso, de color blanco y sin ilustraciones, y en el que cada mes ocupa una página que hay que desechar cuando trascurren los días correspondientes. Los números están impresos en color negro, excepto los domingos, que están teñidos en rojo. Al menos así era enero.

Sin embargo, la semana pasada, cuando arranqué la página del primer mes del calendario, sucedió algo extraño. Sólo había seis días a la vista, del uno al seis de febrero. Instintivamente, eché un vistazo a las demás hojas del año y la sorpresa se convirtió en enfado: en ellas sólo podía leerse el nombre del mes, pero nada más. Todo estaba en blanco, excepto enero y estos seis primeros días de febrero. Y ya está.

Quise llamar al generoso amigo que me había regalado tal absurdidad de calendario, pero no conseguí recordar quién lo había hecho. Al principio supuse que había dado la misma importancia a esta persona que al regalo. Después conseguí reconstruir la verdad: no lo recordaba porque nadie me había regalado ese calendario. Simplemente, apareció en mi mesa, eso es.

Ahora, mientras escribo estas líneas, tengo a mi derecha un calendario que mañana, siete de febrero de 2011, perderá su valor.

Aunque quizás mañana no exista, con lo que el problema estará solucionado.


 
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