domingo, 30 de noviembre de 2008

Trabajo (Clásico revisitado número 15)



Podrá trabajar desde casa y tendrá mucho tiempo libre, ya que el desarrollo de sus actividades le llevará unas pocas horas al día o, incluso, a la semana. O al mes. Dependerá de su capacidad de organización y atracción de clientes. Además, no tendrá jefe, sino que usted será su propio supervisor. Yo tan sólo le exigiré informes de ventas cuya periodicidad también decidirá usted. El sueldo no es nada del otro mundo y las posibilidades de promoción, escasas, pero es un trabajo que le dará tranquilidad durante el período que decida desempeñarlo. De momento, en nuestro sector no hemos conocido crisis.

Ante estas perspectivas y dada la precaria situación en la que me encontraba, acepté sin muchos remilgos. Siempre quise tener un trabajo que me proporcionará seguridad e independencia, y en estos tiempos de recesión la cosa no estaba para coquetear con el riesgo. Necesitaba ingresos continuados, periódicos y fijos. No porque disponga de una hipoteca o porque tenga excesivas cargas familiares, sino porque mi psicología es poco propensa a la aventura. Sin embargo, después de poco más de un mes en este puesto puedo concluir sin ningún tipo de pudor que no está hecho para mí ni yo para él. Dejando a un lado la disciplina que exige un trabajo de estas características y de la condenación de la soledad que implica, lo que peor llevo es la escasez de espacio. No soy una persona de anatomía escuálida -más bien todo lo contrario- y considero que el lugar en el que debo desempeñar mi labor es demasiado pequeño. Además, he visto que la captación de compradores depende mucho más de la casualidad o de la suerte que de mi propia habilidad para seducirlos. Y eso es frustrante. En estos 41 interminables días he visto pasar delante de mis narices a miles de potenciales clientes y no he vendido nada. En realidad, ni siquiera he conseguido mostrarles mis servicios.

Señor. Acabo de recibir un email del nuevo. Dice que en todo este tiempo vender le ha sido imposible y que cree que el problema es el diseño del plan de marketing. Comenta que es absurdo confiar en que un incauto frote una lámpara de aceite. Y que lo deja. Que este trabajo es una maldición.

Contéstele que OK, pero que se olvide de pactar un despido. Si es tan genio, que se espabile.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Zapatos

Los días en los que llueven zapatos no son días para salir a la calle. A pesar de lo que dice la gente, prefiero cuando llueven sapos o figuras de porcelana. La gente que dice que prefiere una lluvia de zapatos a una lluvia de sapos es porque no ha evaluado las consecuencias de una lluvia de zapatos. Yo sí conozco estas situaciones. Y puedo decir que es mucho mejor una lluvia de sapos que una lluvia de zapatos. E infinitamente mejor que una lluvia de zapatos o una lluvia de sapos es una lluvia de figuras de porcelana. Ver un Lladró caer del cielo y reventarse en miles de piezas cuando llega al suelo provoca un placer desesperado. Pero las calles sólo se llenan de gente cuando llueven zapatos. Todos enloquecen cuando ven aparecer en el cielo unos Manolos o unos Ferragamo. Eso sucede en los barrios ricos.
En los barrios pobres sólo caen botas de agua. La gente no sale tanto a la calle cuando llueven zapatos aquí, en los barrios pobres, sino que se va a los barrios ricos para recoger calzado italiano. Cuando está punto de llover, las calles de los barrios ricos se llenan de gente mirando al cielo. Se sabe si van a caer zapatos, y no sapos, porque las nubes adquieren color de cuero envejecido, y no de cieno de pantano. Y, cuando comienza a llover, todos se pelean por cazar al vuelo los zapatos. Suele haber algún herido por bota militar o por zapato de punta, y un día murió una mujer atravesada por un tacón de aguja. Pero no por eso la gente ha dejado de salir a la calle.
Cuando acaba de llover, las calles se vacían de gente y sólo quedan zapatos amontonados y desparejados. Porque cuando llueven zapatos no es de forma ordenada -un par de sandalias del número 36, unos mocasines del 43, unas deportivas del 39-, sino más bien como a la nube le viene en gana -una bailarina del 47, una bota del 34, una alpargata del 41- y son muy pocos los que consiguen llevarse a su casa un par perfectamente compuesto. De hecho, desde que en la ciudad llueven zapatos, eso sólo ha pasado dos veces. Los días siguientes a la tormenta los diarios aparecen repletos de anuncios por palabras en los que propietarios de un zapato izquierdo buscan su derecho, y viceversa, para reconstruir el par perfecto. Y, en realidad, desde que en la ciudad llueven zapatos, eso sólo ha pasado dos veces.
Aun así, la gente sigue prefiriendo los días en los que llueven zapatos. Yo me sigo quedando con los sapos y las figuras de porcelana.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Fiebre

Cuando aparece la fiebre es como si todo fuera más lento, como si anocheciera con esfuerzo y dolor. Cuesta incluso sacar las palabras y mucho más teclearlas. Por eso lo de escribir con fiebre tiñe los textos de beige. Un color raro. Un color de mentira, pálido, sin demasiada alma, como el del cuero cabelludo o del tabaco en la pared.
Y aquella época fue de fiebre. Tú y tus rizos castaños y rubios, desaparecidos, y yo, oculto detrás del polvo y de palideces extrañas, de fáciles complacencias y lugares comunes. Recuerdo que me dijiste
Hagámoslo.
Y el vientre se me encogió como metiéndose en su caparazón deforme y me sumergí en un vaso sanguíneo en el que los gritos sólo eran resonancias góticas y todos los gestos eran vagos y las erecciones, imposibles. Eché un trago más de mi vodkalemon para huir del sudor y quise estar en una iglesia, en una playa lejana, en el puto centro de Copenhague, en la cima del Kilimanjaro, jugando un partido de tenis en Mar del Plata con 40.000 argentinos riéndose. Me puse a mirar la llama del fuego.
Cuando ahora miro a la llama del fuego al rato aparecen visiones de ti. Pero entonces sólo aparecieron demonios con rizos castaños y reflejos rubios que bebían vodkalemon. Y la fiebre. Luego me besaste y me volviste a decir
Hagámoslo.
Yo sólo atendía a medias. Cuando aparece la fiebre sólo atiendo a medias. Y desnuda te vi delgada y cadavérica, con los labios blanquecinos y la piel transparente.
A los pocos segundos, subió la marea. Y te evaporaste y la fiebre también y la llama en la que aparecían los demonios con rizos castaños y reflejos rubios que ahora brotan en esta fiebre extraña y beige, de color sin alma, de tabaco en la pared.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Alergias


"Conocí a un chico que era alérgico al polen y al polvo y al serrín y al humo provocado por la combustión de carburantes y a las ensaladas y a los gatos y a las ballenas y a las fibras sintéticas y a uno de cada dos medicamentos. Era uno de esos chicos que no hablan con nadie. Parecía uno de los que viven en campanas de cristal, pero era alérgico a las campanas de cristal, así que tenía que enfrentarse a todas sus alergias. Llevaba sus alergias encima como un viajante de comercio lleva sus maletas. Demostró legalmente que era alérgico a sus padres, así que sus padres tuvieron que darle una pensión vitalicia sin disfrutar a cambio del consuelo de agujerear sus zapatos con sus propias desgracias, además él ni siquiera llevaba zapatos porque era alérgico a la piel y al caucho. Le hicieron unos zapatos de madera pero a él le pareció que era como andar con dos ataúdes chiquititos en los pies, así que los tiró por la ventana. Una chica que pasaba por la calle recogió los zapatos, y como nunca había visto unos zapatos tan raros subió a ver de quién eran. El chico abrió la puerta y la chica entró, los dos se miraron un rato y los dos eran guapos, y los dos llevaban solos demasiado tiempo, así que se abrazaron un poco a ver qué pasaba y resultó que la chica iba vestida con fibras sintéticas y tenía ojos de gato, y estaba gorda como una ballena y tenía polen en el pelo y serrín en el cerebro y antibióticos en los dedos y ensaladas en la falda y un motor de explosión que le ayudaba a subir las escaleras. El chico se murió con una estúpida y gigante sonrisa de felicidad en la cara.
Cuando me desperté estaba seguro de que podía aprender algo de ese sueño pero no sabía qué coño podía ser."

Ray Loriga, Héroes

domingo, 16 de noviembre de 2008

Vampiros (pos)modernos

Como en otras ocasiones, el vampiro se quedó mirando por la ventana durante unos segundos. El sol ya había comenzado a mostrar su obesidad naranja reflejándola en la negritud de las montañas y los árboles, que dejaba de ser negritud.
Al vampiro –que como todos los vampiros era un sentimental- le gustaba presenciar esta colosal transformación de colores. Sólo podía contemplarla unos instantes, hasta que sentía cómo su piel se iba acartonando con un siseo inaudible y un intenso olor a quemado. Pero, sin duda, ese pequeño sacrificio merecía la pena. El espectáculo del alba en aquellos parajes le hacía olvidar toda una noche de yugulares sanguinolentas, rictus de terror, crucifijos amenazantes y rumor de ajo. Además, retirarse a los aposentos cuando la comisura de los labios todavía estaba manchada de plasma de aldeano era muy poco recomendable si quería disfrutar de un descanso reparador.
- Es la hora.
Escuchó detrás de él.
- Gracias. Ya voy.
Respondió sin voz.
Se apartó de la ventana, cerró los portones y sintió, inmediatamente, un frescor de alivio en los ojos.
- Hoy no me apetece.
Dijo.
Ella, que lo esperaba desnuda, le dedicó una mirada de decepción y desprecio.
Después él se metió en su ataúd y se puso a leer Helada, de Bernhardt, o algo de Camus, no lo recuerdo.
Ella se quedó fría. Con lo que le había costado tomar la decisión de vivir toda la eternidad, precisamente le fue a tocar el único vampiro depresivo de los Cárpatos. Y, lo que es peor: ¿qué iba a decir en casa cuando llegara a las ocho de la mañana y sin una mordedura en el cuello para justificarse?
Se quería morir.
Y, entre sollozos que se oyeron en la mazmorra más profunda del castillo, se puso a dar golpes en el ataúd, insultando a aquel que se había atrevido a rechazarla.
El vampiro, simplemente, se puso los tapones en los oídos, cerró el libro y apagó la luz.
- Mujeres.
Creo que dijo.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Voluntad


“Pero mientras mi voluntad me responde todavía yo siento cierta seguridad, porque sé que gracias a ella puedo salir del caos y reorganizar mi mundo: mi voluntad es poderosa, cuando funciona. Lo peor es cuando siento que mi yo se disgrega también en lo que se refiere a la voluntad. O como si la voluntad todavía me perteneciese, pero partes del cuerpo o del sistema que la transmite, no. O como si el cuerpo fuera mío, pero “algo” entre mi cuerpo y mi voluntad se interpone. Ejemplo: quiero mover el brazo, pero el brazo no me obedece. Concentro toda la atención en el brazo, lo miro, realizo un esfuerzo pero observo que no me obedece. Como si las líneas de comunicación entre mi cerebro y mi brazo estuvieran rotas. Muchas veces me ha sucedido eso, como si yo fuera un territorio devastado por un terremoto, con grandes grietas y los hilos telefónicos cortados. Y en estos casos, todo puede suceder: no hay policía, no hay ejército. Cualquier calamidad puede producirse, cualquier saqueo o depredación. Como si mi cuerpo perteneciera a otro hombre y yo, impotente y mudo, observara cómo comienzan a producirse en aquel territorio ajeno movimientos sospechosos, estremecimientos que anuncian una nueva convulsión, hasta que poco a poco, crecientemente, la catástrofe vuelve a enseñorearse de mi cuerpo y finalmente de mi espíritu.

Cuento todo esto para que me comprendan”.

Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas

domingo, 9 de noviembre de 2008

Lluvia


L’amour est une personne qui souffre et une autre qui s’enmerde, me dijo con su perfecto acento francés pasado por Andalucía, Canarias y Chile y con aquella convicción que la caracterizaba. Aquella convicción como un cuchillo. Nemequittepas, le iba a decir yo entre sollozos.

Y justo en ese momento se desató la tormenta. La lluvia comenzó a caer, primero indiferente, luego en voz baja, después eléctrica, al final de forma sólida. Así que tuvimos que correr a refugiarnos en los soportales de la Plaza Mayor. De hecho, todo el mundo lo hizo y el lugar se convirtió en un campo de extraños calados hasta los huesos y apelotonados en un espacio minúsculo.


Me asusté. No lo digo sólo por la tormenta, ni por los extraños que me rodeaban y me tocaban, sino por la cercanía de una ruptura que, además, estaba salpimentada con rayos y truenos y caras desconocidas. Una situación muy teatral: dos amantes a punto de convertirse en examantes y cientos de testigos de un incendio en medio de la lluvia. Ahora, en la multitud, sus argumentos eran sólo gestuales y mis súplicas, sólo desesperadas. Arqueó las cejas en señal de tristeza. A mí me sólo me salió una mueca de ahogo.


El chaparrón se disolvió. Se hizo eléctrico, luego transparente y después sólo caía agua en voz baja. Cuando dejó de llover, los extraños se desperdigaron de forma efervescente. En los soportales de la Plaza Mayor quedó, de nuevo, el silencio y el vacío. Me volvió a resonar en la cabeza aquella frase en su perfecto francés pasado por Madrid, Palma de Mallorca y Barcelona. Y le grité Nemequittepas. Pero creo que no me oyó. La multitud se la había llevado. Yo me quedé un rato, esperando a que lloviera.


jueves, 6 de noviembre de 2008

Nihilismo


"La angustia es la experiencia de la Nada" (Ernesto Sábato)


Se fue a meter la mano en el bolsillo y ya no había bolsillo. En realidad no había pantalón. Ni mano. Ni nada.

Cuando le pasó esto, hace un tiempo ya, se percató de que había desaparecido. En esto debe de consistir en no-ser, concluyó. Sin embargo, pensó que si podía llegar a conclusiones algo debería ser. Y se puso a buscarse.

No se encontró, pero debajo de la cama descubrió tres botones, dos monedas de veinticinco pesetas y un lápiz del número 2, y entre los cojines del sofá se le apareció una pipa rellena de tabaco. Fue a probarla y, al no tener boca, el humo se le escapaba por entre la invisibilidad. El resultado era un tanto extraño. Por supuesto, después de esta experiencia no se le ocurrió comer ni beber nada. Tampoco pidió besos a nadie. Y no lloró tras darse cuenta de que no iba a tocar más piel, ya que las lágrimas no tenían ni de dónde venir ni a dónde ir.

Cogió el lápiz del número 2 y se puso a escribir varios poemas sobre botones y monedas de veinticinco pesetas. Nihilistas.

Luego se limitó a no existir.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Muebles


Abrió la puerta de casa y sonrió. Soltó un suspiro mientras se derrumbaba en el diván y dirigía una segunda mirada a su cuarto de estar. Era magnífico. En un lado, la cómoda estilo Luis XVI de madera de cerezo y mármol, y, junto a ella, el sillón Calvet, esculpido en roble mediterráneo por el mismo Gaudí; al otro, el sofá chino rematado en nácar. Su última adquisición -un canterano de nogal tipo Terruella que habían tallado las manos de un artesano ciego del barrio barcelonés de la Ribera en el siglo XVII- se hallaba todavía en un territorio neutral, esperando su decisión. ¿Dónde colocarlo? ¿En qué lugar contribuiría su belleza a potenciar la armonía de los demás muebles?

En aquella pared, pronunció en voz alta.

No sin esfuerzo, consiguió situarlo en el sitio elegido. Ah, se le escapó una sonrisa. Perfecto.

Sin embargo, su cara no reflejaba una absoluta satisfacción. Miró a la derecha y observó el espejo barroco romano del siglo XVIII y la consola rococó tallada en ébano y recubierta de oro. Pero no, el fallo no estaba ahí. ¿En las paredes? La selección de cuadros le había llevado siete años y la mostraba con orgullo a sus visitas, así que la hipótesis se le antojó absurda. Después dirigió la vista hacia abajo.

En efecto, era el suelo. La alfombra persa de lana hilada a mano desentonaba en el conjunto. Unos colores estridentes, unos motivos geométricos vulgares, una cantidad de nudos insuficiente. Era joven cuando la compré, se disculpó. Ahora la situación exigía una solución inmediata. Había que sustituirla. Así que tiró de la alfombra con las dos manos.

Justo en ese momento se dio cuenta de que estaba equivocado y de que la pieza discordante era el armario policromado de 1798 que ahora, con inusitada rapidez, se le venía encima. Y cerró los ojos. Por fin lo veía claro.


 
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