domingo, 25 de marzo de 2007

Ella nunca mira a los ojos


La ciudad nunca mira a los ojos. Siempre huye, jamás hace frente a los habitantes inciertos que la desafían. El corazón lo tiene hueco, ácido en el estómago, brazos abatidos. En sus calles se huele dolor, tenue, pero dolor. La tez la tiene de color pálido y las zancudas patas de los hombres hacen frente a su voluntad. Sus existencias son vacías, y su única ambición, buscar un pedazo de hollín con el que hacer realidad sus sueños.

El hombre camina con la mirada perdida, se cruza con otros hombres, pero no se percata de su realidad. Sólo están él y sus huellas sobre la acera. No parece seguir un rumbo fijo, sino que circula por las calles con una supuesta desorientación; da unos cuantos pasos, de repente se detiene y lanza un suspiro que retumba en sus tripas como miles de ecos, sigue adelante, vuelve a pararse; gira vigilante las esquinas, percatándose de la invisibilidad de posibles amenazas.

No es muy diferente de los otros hombres; no es más ni menos alto, ni más ni menos feo, ni más ni menos listo. Tampoco está más ni menos perdido, aunque su angustia se extiende como un gas y le ahoga y le parece que a nadie puede ahogarle igual que a él. En realidad es la misma angustia que no deja respirar a los demás hombres, sólo un fragmento más de desasosiego, una presión más en el esternón.

En el aire, sólo ruido, un murmullo mecánico y estremecedor que provoca manchas opacas en el cerebro de los hombres. Él no camina ajeno a ese ruido, pero la exigencia de su inquietud sirve como vacuna. En medio de una confusión absoluta, su sistema nervioso comienza a alimentarse del roce de las vértebras. Las manos le pesan. Los pies se detienen. Mira alrededor.

Sólo busca, como los demás hombres, los ojos de la ciudad.

viernes, 23 de marzo de 2007

El hombre de treinta años

No me he podido resistir a compartir este párrafo del libro que estoy leyendo:

"Tardé mucho tiempo en admitir que me había casado sólo por los demás, que el matrimonio no es algo que hagas por ti mismo. Uno se casa para poner nervioso a los amigos o para hacer feliz a sus padres, a veces por ambas cosas, a veces a la inversa. [...] Uno se casa exactamente igual que pasa el bachillerato o se saca el permiso de conducir: siempre procura adaptarse al mismo molde para ser normal, normal, NORMAL a cualquier precio. Al no poder estar por encima del resto del mundo, deseamos ser igual que todo el mundo por miedo a quedar por debajo. Y ésa es mejor manera de arruinar un amor verdadero".

Frédéric Beigbeder. El amor dura tres años

Y ahora añado:

"Sobre todo, he aprendido que, para ser feliz, hay que haber sido infeliz. Sin el aprendizaje del dolor, la felicidad no es sólida. El amor que dura tres años es el que no ha superado montañas o frecuentado los bajos fondos, el que ha sido servido en bandeja. El amor sólo dura si ambos saben lo que cuesta, y vale más pagar por anticipado, si no te arriesgas a tener que pagar la cuenta a posteriori. No hemos sido preparados para la felicidad porque no estamos preparados para el dolor. Hemos crecido en la religión de la comodidad. Tenemos que saber quiénes somos y a quién amamos. Tenemos que estar agotados para vivir una historia inagotable".

lunes, 19 de marzo de 2007

Obras (in)completas


La escritora empezó el relato por decimosexta vez. "El funambulista chino miró hacia abajo", escribió. Era buena esa frase. Cuando se le ocurrió hace tres meses, se sintió tan orgullosa de su ingenio que llamó a la agenda completa del móvil para, con cacareada altivez, pedir opinión. Si al otro lado del teléfono alguno no se mostraba entusiasmado y acogía la magistral oración con indiferencia –algo que sucedió en doce ocasiones– la escritora decidía borrar su número, por mediocre. La sentencia era perfecta en su sencillez: sujeto+predicado; sólo un verbo transitivo y un complemento; tenía la exacta capacidad de seducción y la intriga suficiente, e, incluso, introducía un elemento exótico. Así se lo hicieron notar los 32 amigos restantes: la mayoría, eufóricos, y el resto, estupefactos ante una inventiva semejante.

Pero la escritora no había ido más allá de esa frase y la agenda de su móvil comenzaba a inquietarse. El funambulista chino no podía tener vértigo –por algo era funambulista. Sería tópico que se partiera el cable, demasiado fácil que decidiera suicidarse aquejado de una crisis vital, laberíntico que distinguiera a su esposa infiel entre la multitud que lo está observando, ridículo que un pájaro se le posara en la nariz.

El funambulista chino, cansado de permanecer en equilibrio, miró hacia abajo. Descendió del alambre y se acercó a la escritora.

Le relató el desarrollo de su historia hasta un final impecable. Se volvió a subir al alambre, miró hacia abajo y siguió esperando a que la escritora se decidiera, por fin, a aprender mandarín.

sábado, 17 de marzo de 2007

Sobre la medida de las cosas


- ¿Me quieres?

- Sí, claro que te quiero, qué cosas me preguntas.

- ¿Pero cuánto me quieres?

- Pues te quiero… mucho.

- “Mucho” no me vale. Es poco preciso, no me gusta. Esa respuesta demuestra que no me quieres mucho.

- Ay, no sé qué te ha dado ahora por esto de si te quiero y de cuánto te quiero.

- Pues no sé, tengo curiosidad. Nunca me dices cuánto me quieres. Y, si se pudiera pesar nuestro amor en una balanza, me gustaría saber cuánto marcaría.

- Pero no se puede. El amor no se puede medir. Te quiero y punto.

- “Te quiero y punto”. Muy típico. ¿Así que no me vas a decir cuánto me quieres?

- Sí, te quiero mucho.

- ¿Me regalarías un ramo de ojos azules?

- ¿Cómo?

- Digo que si me regalarías un ramo de ojos azules. Quiero un ramo de ojos grandes, pequeños y medianos; todos azules. Creo que sería una buena prueba de que me quieres “mucho”.

- No te entiendo. ¿Un ramo de ojos azules, dices? ¿Te has vuelto loca?

- No, no me he vuelto loca. Yo te regalaría un ramo de ojos azules si me lo pides. Es un detalle precioso.

- Pero eso es una barbaridad. No digas tonterías.

- No digo tonterías ni me he vuelto loca. Sólo digo que quiero un ramo de ojos azules para colocarlo encima del piano. Así los ojos me mirarían cuando toco, y sería como si me miraras tú a través de esos ojos. Cuando me desvista por la noche, dejaría que los ojos se fijaran en mí, con ese deseo que ya no veo en los tuyos. Y, por la mañana, su brillo me daría los buenos días. Les cambiaría el agua y me sonreirían con una lágrima. Me guiñarían cada vez que pasara a su lado; y será un guiño sin párpado, pero cálido. Me los imagino ahí también, encima de la mesa, y los veo ingenuos, adolescentes, riéndose conmigo cuando me río.

- Me asustas.

- Regálame un ramo de ojos azules, por favor.

viernes, 16 de marzo de 2007

5 formas de despertarse el domingo (II)


La boca seca, con las comisuras rajadas por la noche, un dolor jurásico en las sienes, y la música.
Aquellos cantos seguían insistiendo en el tormento.
- Callaos de una vez. No puedo más.
Repitió entre bostezos.
Y cerró los ojos, contando números, ovejas, dinosaurios, rostros de mujer, doscuatroseisochodiez, de dos en dos, creyendo puerilmente que, cuanto más rápido llegara a cien, a doscientos, a trescientos, antes perdería la consciencia.
- Cientocincuentaycinco
Pronunció en voz alta.
Quiso moverse, pero no pudo. Pidió ayuda, primero en su mente, después en su voz y finalmente en todo su cuerpo, balanceándose de forma violenta.
- ¿Aprieto más las cuerdas, Odiseo?

domingo, 11 de marzo de 2007

Teoría de la relatividad


Los títulos de crédito de la película de hoy comienzan como todos, con los nombres de los actores más conocidos del reparto; el director aún no tiene el carisma suficiente como para firmar la película como autor y precederlos del modo “A film by…”; el director va al final, y las letras que dibujan su nombre no son más grandes que las del productor o las del productor ejecutivo, sino que se camuflan entre el resto y sólo destacan por ser la culminación del resto, con ese “Directed by” sobreimpresionado en la primera secuencia, del que el espectador desea una difuminación inmediata para poderse introducir en la acción; el argumento comienza con un planteamiento tópico, de A a B; se desarrolla con un nudo convencional, de C a D; y acaba en Z como si no pudiera culminar de otra forma más previsible. Por un momento parecía que podía terminar en Y o incluso en H, y más tarde en AB de nuevo, pero el desenlace es en Z. Narrador equisciente, a veces deficiente. La vida en tercera persona del singular, sin antagonistas, cómplices ni adyuvantes. Sin apenas conflictos y giros narrativos, un midpoint mediocre, un clímax ausente. Fundido a negro y títulos finales. El público, sin embargo, parece entusiasmado y se va sonriendo a continuar su rutina de mordeduras de cuello, disparos homicidas, mutilaciones en masa, genocidios, rituales orgiásticos, llantos desconsolados, suicidios, secuestros, atentados y risas flojas.

sábado, 10 de marzo de 2007

La fiesta

Ana pidió un deseo. Sopló y cerró los ojos, aguardando la algarabía de los felizcumpleaños y el trance de los besos prestados. Se sentía adelantada por los años, atropellada por un tiempo caprichoso y cruel que se negaba a mirarla a la cara. Permaneció muy quieta, sin respirar, fijando esa oscuridad en la memoria y acompañando en su recorrido a todos los humores corporales. Sí, estaba viva, no tenía dudas: su cuerpo era ruidoso y cálido; sus vísceras, palpitantes; sus músculos, nerviosos. ¿Cómo ordenar ahora la historia? Delante nunca había visto espejos, siempre había olido perfumes de otras y velado muertos ajenos. Todo estaba lleno de agujeros y no se veía en ninguno. Estaba anestesiada por el recuerdo. Esperaba, esperaba, esperaba. Volvió a fijarse en su eclipse y escribió en la mente una postal desde Singapur; otra desde Canberra; otra desde Alabama; otra desde Rosario. Vio habitaciones de hotel bien iluminadas y botones de cinco estrellas subiendo las maletas. También vio un montón de libros, canciones y un estuche lleno de tubos de ensayo. Y un gramófono que hablaba en francés, inglés e italiano. Ruido ahí afuera. Cumpleañosfeliz y las pupilas siguen el ritmo de la melodía. Llegó el momento. Ana se puso de pie, se ajustó el bañador, la sonrisa y las orejas de conejo y salió de la tarta.


domingo, 4 de marzo de 2007

5 formas de despertarse el domingo (I)


Que finja que te quiere sólo por dos días, que despegue los párpados y te mire y no le importen las legañas, que te quite el sueño de los ojos con la boca y te sople al oído los buenos días de suplemento dominical. No sabes por qué creencia cómica piensas que si deseas algo de esta manera se cumplirá y que el cuerpo caliente que tienes junto a ti será él, el que te llevarás a Lisboa para pasear por el Barrio Alto, hacerle subir al castillo de San Jorge y darte cuenta de que la ciudad no ha cambiado. Su belleza es frívola, lo miras. Anoche te desnudó y te pareció ver de lejos un hongo de explosión atómica hasta que la nube perdió la forma de hongo. Te besó caba pedazo de piel que quedaba descubierta; todavía sientes los labios sobre la nuca y te viene un temblor fugaz. Tiene un lunar sobre cada omoplato. Sonríe de forma infantil, con un sueño presumido. Que quiera desayunar tostadas y que te haga el amor sobre la mermelada. Que te lleve en volandas hacia la ducha y que después te seque con las manos. Que se ría con todo el cuerpo. Que tu gato le pida caricias frotándose contra la pernera de los pantalones. Pones la mano sobre su espalda y le despiertas.

- Vete, por favor –le dices-. No me dejas dormir.

 
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