miércoles, 31 de octubre de 2007

Espejos deformantes

El poeta mediocre miró a los ojos de ciénaga de su amante, le dijo te quiero, sin más, y las goteras de su estómago cesaron de golpe. A él no le costaba nada pronunciar esas dos palabras. Tienen una fuerza letal en crudo, es obvio, aunque pensó que más despiadado es quedarse sin ellas. Su amante era como todas las que había tenido. Ni más ni menos bella, ni más ni menos horrible, ni más ni menos perspicaz, ni más ni menos estúpida. Tampoco tenía un nombre sonoro; ni un cuello curtido por las caricias; ni una voz de ceniza, de sollozo o de pájaro cantor. No llegaba tarde. No llegaba pronto. No tenía perro, gato, loro ni caballo. Su sexo no estaba más o menos definido que el resto de los humanos, al contrario del de Bárbara Lynch, y sus lágrimas no empapaban las querencias. Todo lo que se dice una mujer en la que dios no puso demasiado esmero, pero en la que tampoco dejó de lado el pudor de la creación.

El poeta mediocre volvió a mirar a los ojos de ciénaga de su amante, repitió te quiero, sin más, y el tuétano se le llenó de espuma. Con ella la rima de otoño, retoño y Logroño era excelente, y suspiraba enamorada cuando le escuchaba aquel ripio con primavera, abrazadera, avellanera y aceitunera. Le reía con pasión los versos de las níveas alas, almas lívidas y carmines flamígeros y, al contrario de los críticos, creía magnífico eso de “castillos de amor se edifican en tu corazón”, “placeres culposos, nada melosos y lluviosos para consolar a leprosos” y “mi piel tiembla como aguamiel con tu tacto abstracto de paloma y carcoma”.

El poeta mediocre volvió a mirar a los ojos de ciénaga de su amante, repitió te quiero, sin más, y se olvidó de la poesía.

jueves, 25 de octubre de 2007

Arrepentimiento (Clásico revisitado número 7)


Sólo quería beberse el zumo e irse a la cama. Hoy el día había tenido demasiadas horas, demasiados gritos infantiles, demasiados llantos pueriles y demasiadas súplicas menudas. En realidad no acababa de comprender cómo se le había ocurrido esa idea tan descabellada. Con los ratones había sido sencillo, pero esto era distinto. Ahora se arrepentía. No porque no se lo merecieran, que cuando le daba por razonar con el corazón en la cabeza, sobre todo cuando las luces del día se extinguían, no hacía más que encontrar motivos que justificaban su actitud. Por muy censurable que fuera a la luz de la ley de los hombres. Y de la de los dioses. La apariencia quedará siempre por encima de la esencia, pensó. Y le entró un remolino de edad en el estómago. Había sido pasional, una vez más. ¿Pero qué se podía esperar de un músico? Su arroyo interior sólo circulaba por sentimientos y emociones, sus sueños eran como una jauría de motos que no deja oír nada más excepto la jauría de motos. La semana pasada fue como si esa jauría de motos hubiera rugido con mucha más fuerza. Todo se nubló, hizo aquello y ahora estaba agotado, rodeado de niños pequeños y preadolescentes que no paraban de pedir, de pegar, de babear, de preguntar. Le apetecía leer un libro, ver una película, ensayar para el concierto del próximo sábado. Y descansar. Y dormir. Pero era imposible. Gritos, llantos, súplicas. Por el aire circulaba varicela-zóster. Había enfermado de parotiditis. Hace seis y cuatro días tuvo dos gastroenteritis infecciosas agudas. Hasta aquí. Agarró la flauta con las dos manos y, un golpe seco con la rodilla, la partió por la mitad.

domingo, 21 de octubre de 2007

Teatralidad


La nota tenía la tinta corrida y estaba amarillenta. Sólo había dos palabras y una firma familiar, desdibujada y rota. Al leerlo, no se murió de repente; le pareció poco aristocrático eso de caer rendida a los pies de la cómoda, con los ojos abiertos y la lengua fuera, los miembros flácidos y el cuello desencajado. Se le dibujó en la mente la imagen de una marioneta agrietada por la falta de uso y se horrorizó. Quería haber muerto con un ceremonial que arrancara en la primera página, a lo Santiago Nasar o Aureliano Buendía. O bien rubia, rodeada de espejos y mil veces, como Elsa Bannister, o en brazos de su padre a la puerta del teatro de la ópera. Estaba dispuesta a ser destripada en las calles de Londres, quemada en la hoguera de Ruán o envenenada por la tinta de libros aristotélicos. De cualquier forma menos ésta, vulgar, estúpida, insípida desde el punto de vista intelectual.

Cuando el presagio de la muerte aumentó la ansiedad, dejó la nota en el lugar original, se sacudió el vestido y apretó el interruptor de la luz, dejando la habitación a oscuras.

- Si me tienen que ver sin vida, que sea rodeada de color negro.

jueves, 18 de octubre de 2007

No sirves para nada


Al final, puedes correr el riesgo de creértelo.


"Cuando yo era pequeño

estaba siempre triste
y mi padre decía
mirándome y moviendo la cabeza: hijo mío
no sirves para nada.

Después me fui al colegio
con pan y con adioses
pero me acompañaba
la tristeza. El maestro
graznó: pequeño niño
no sirves para nada.

Vino luego la guerra
la muerte –yo la vi-
y cuando hubo pasado
y todos la olvidaron
yo triste seguí oyendo:
no sirves para nada.

Y cuando me pusieron
los pantalones largos
la tristeza en seguida
cambió de pantalones.
Mis amigos dijeron:
no sirves para nada.

En la calle en las aulas
odiando y aprendiendo
la injusticia y sus leyes
me perseguía siempre
la triste cantinela:
no sirves para nada.

De tristeza en tristeza
caí por los peldaños
de la vida. Y un día
la muchacha que amo
me dijo y era alegre:
no sirves para nada.

Ahora vivo con ella
voy limpio y bien peinado.
Tenemos una niña a la que a veces digo
también con alegría:
no sirves para nada".

José Agustín Goytisolo,
No sirves para nada

domingo, 14 de octubre de 2007

Crisis del 29 (II)


Y llegó uno de esos días sin sentido, de ésos en los que nos levantamos sin saber por qué ni para qué. “¿Es esto tener una depresión?”, te preguntas sin ningún criterio médico donde apoyarte, y buscas argumentos para creer que sí, que estás deprimido y que deberían darte la baja laboral para revolcarte un rato más en la cama.

-

¿Tiene usted idea de cuántos granos de arena hay en una playa? No le estoy hablando del desierto, le estoy hablando de una playa, un conjunto de arena mucho más pequeño, que quizás sea abarcable con unos cuantos camiones. Pero aún así son infinitos, seguro. De esta forma me siento, como alguien que tiene que contar todos esos granos de arena un día tras otro y que nunca comprende que esa tarea es imposible.

-

Usted me está escuchando, toma notas en su cuaderno de rayas, mira el reloj, y, cuando acabe el tiempo, me despedirá, se quitará los tapones de los oídos, se lavará las manos y se irá a sonreír a su esposa, incluso con el convencimiento de que yo sigo contando los granos de arena de esa playa. ¿Para qué sirve tener sed? Bebemos para no tenerla, aun a sabiendas de que después tendremos que ver más y más veces. ¿Para qué nos vamos si tenemos que volver de nuevo dentro de un rato? ¿Por qué me levanto si me voy a tener que acostar? ¿Por qué el tiempo pasa tan deprisa?

- …

Puntos suspensivos… ¿Eso es todo? Como al lobo estepario, me aparecen revueltos el dolor y el placer, lo antiguo y lo nuevo, el temor y la alegría. Me da por correr por las calles, y luego me paro si llueve y me quedo mirando al vacío para esperar a que todo se detenga. Pero, como mucho, hay un golpe y salta en astillas. Y Mozart no me está esperando.

- En efecto, no es Mozart; es Brahms. Pero, salvo ese pequeño detalle, lo veo mucho mejor que la semana pasada. Enhorabuena. Esa crisis del 29 está superada, sin duda. Nos vemos el martes que viene.


jueves, 11 de octubre de 2007

Reivindicación de Philip Roth

Por si alguien no lo conoce, Philip Roth es uno de los más grandes escritores norteamericanos vivos. Yo lo descubrí hace unos cuantos años, cuando llegó a mis manos la edición que de El lamento de Portnoy hizo Bruguera para su colección Club Bruguera (en concreto es el numero 32). Era ésta una estupenda colección en tapa dura de clásicos de la literatura, de venta en quioscos, que una generación entera de españoles compró para regocijo de sus descendientes más directos, entre los que me incluyo. El libro comienza de manera profética con “La persona más inolvidable que he conocido”. La primera frase me enamoró y me provocó una sonrisa: “Estaba tan profundamente incrustada en mi consciencia que parece como si durante mi primer año de escuela yo hubiera creído que cada una de mis maestras era mi madre disfrazada”. Después de esa sentencia ya no pude parar de leer ni El lamento de Portnoy ni a Roth. Es curioso que todavía hoy no le hayan concedido el Nobel de Literatura. Es uno de los eternos candidatos, junto con Mario Vargas Llosa, pero nunca se lo han dado (se lo acaban de otorgar, merecidamente, a Doris Lessing, así que un año más y un año menos). Y eso que es capaz de inventar historias como ésta:

“Soy un pecho. Un fenómeno que me han descrito de diversas maneras, como ‘un influjo hormonal masivo’, ‘una catástrofe endocrinopática’ o ‘una explosión hermafrodítica de cromosomas’, tuvo lugar en mi organismo entre la medianoche y las cuatro de la madrugada del 18 de febrero de 1971 y me convirtió en una glándula mamaria sin ninguna relación con ninguna forma humana, como sólo podría aparecer, habría pensado uno, en un sueño o una pintura de Dalí. Me dicen que ahora soy un organismo con la forma general de un balón de fútbol norteamericano o de un dirigible; dicen que tengo una consistencia esponjosa, peso setenta y tres kilos (antes pesaba setenta y cinco) y que sigo midiendo metro ochenta de altura”.

Philip Roth, El pecho

domingo, 7 de octubre de 2007

Rechazo (Clásico revisitado número 6)


La última, no te lo vas a creer, querida, pero tú no veas el manuscrito que nos ha llegado hoy. No me acuerdo del nombre del autor, pero invendible. Cero comercial. Y el libro, por temática, encajaría, que podría ir en la nueva colección de novela negra, o a lo mejor en la de histórica, que ésa ya sabes que se vende como churros, sea lo que sea. Que del último, "El último grial de los cátaros", hasta he perdido la cuenta de cuántas ediciones llevamos hechas. Pero, a lo que iba, que el que me ha llegado hoy es de traca mayor, que la gente ya no sabe qué escribir. Va de un príncipe que tiene visiones, y en una de ésas ve a su padre muerto, que le dice -ojito con lo enrevesado del argumento- que ha sido asesinado por su hermano, o sea, el tío del príncipe. Y, además -espero que estés sentada- ¡que se ha casado con la pobre viuda! Ah, ¿y sabes cómo el malvado tío se cargó a su hermano el rey? Pues nada más y nada menos que echándole veneno en la oreja. Me meo. Espera, que no he hecho más que empezar. Claro, el príncipe buscará vengarse, pero no se limita a matar a su tío y ya está, no. Monta una obra de teatro en la que representa la forma en la que su tío mató al rey, ¿me sigues? No me extraña que te pierdas, hija, que a mí me costó un rato entenderlo, como si el tiempo me sobrara. Bueno, y después es mucho peor: que si ser o no ser, que si mandan al príncipe a Inglaterra, que si luego el primo quiere matarlo con una espada envenenada, que si luego se arma la de Dios es Cristo y acaba muriendo hasta el apuntador. Ah, y en medio una loca se ahoga en un río, que no sé muy bien a qué venía eso. No, ni le voy a contestar, no tengo tiempo. Aunque ganas no me faltan, que encima la obra está escrita como para teatro, que ya ni se lleva ni nada. Hay una gente suelta por el mundo que no veas, maja...

jueves, 4 de octubre de 2007

Crisis del 29


Leer a Gil de Biedma no me está ayudando a superarla, desde luego.

"Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.


Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra".

No volveré a ser joven, Jaime Gil de Biedma

 
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