domingo, 28 de noviembre de 2010

Sed



Soñó que tenía mucha sed. No sé si es que estaba en el desierto de Gobi o paseando por las ruinas del teatro romano de Mérida, pero tenía mucha sed y no encontraba agua por ninguna parte. En definitiva, una de esas situaciones que sólo se dan en los sueños, porque allá donde iba, espejismo que te crió; porque poco hay que hacer en el terreno del subconsciente cuando se ha cenado una pizza con anchoas.

Excepto provocar un aborto del sueño, que se hace así.

Despiértate.

Y despierto sólo hay que alargar el brazo y coger esa botella de agua que se ha colocado sabiamente en la mesilla de noche.

Y despierto sólo hay que ponerse la botella en los labios e inclinarla.

Y despierto, sólo hay que beber agua.

Y despierto, así lo hizo. Bebió de forma exagerada, sin la medida que otorga la vigilia y con el alivio que era sentir ese líquido enfriando las entrañas.

Bebió mucho más allá de sentirse satisfecho, varios litros quizás, sin percatarse de que todo él comenzó a hacerse líquido. Primero fueron las vísceras, después los músculos, y luego el agua salió por sus orificios y acabó reduciendo su tronco y sus miembros a mero fluido.

De su cuerpo sólo quedó una mancha incolora en la sábana bajera.

Su mujer, al despertarse, lejos de echarlo de menos, se dio la vuelta y se puso a dormitar dominicalmente sobre la humedad de la cama. Qué fresquito, pensó. Y sonrió pensando en las anchoas de anoche, que le costaron lo suyo, pero que habían valido la pena.


domingo, 21 de noviembre de 2010

Precisamente ahora

Leyendo un fragmento de un cuento de Katherine Mansfield

“El sol todavía no había salido, pero las estrellas palidecían ya, y el cielo frío y pálido tenía el mismo color de la mar helada y lívida. Sobre la costa se levantaba y volvía a caer una neblina lechosa. Empezaban a distinguirse con bastante nitidez los oscuros matojos. Incluso se apreciaban las formas de los colgantes helechos, y de esos extraños árboles plateados y ajados que parecen esqueletos...”.

Precisamente ahora, leyendo este fragmento de un cuento de Katherine Mansfield, me ha entrado frío. Y eso que el otoño se está portando bien, que falta un mes para el invierno y aquí no refresca. Un poco de viento por las noches y ya está.

Precisamente ahora que el calor de las letras se evapora, que ya no estoy más furioso, que la cabeza no me da vueltas y se disuelven locos todos los terrones de azúcar.

Precisamente ahora, que tú estás por aquí, que ya busco poco más que los cereales en la leche, que nunca es demasiado tarde.

Precisamente ahora, leyendo este fragmento de Katherine Mansfield, me ha entrado frío.


domingo, 14 de noviembre de 2010

Realismo


Todo se había complicado. Su mujer se había largado con los niños, el coche y lo poco que quedaba en la nevera.

Sólo había dejado unas cubiteras que hacían hielo en forma de palos de la baraja de póker. También una nota de ésas en las que pone fuck you, aunque en castellano.

Con una pica y dos rombos se preparó un whisky, mientras pensaba que, en realidad, su mujer sólo había atizado un poco el fuego. La semana pasada lo despidieron del trabajo y se enteró de que uno de sus mejores amigos había muerto en un accidente doméstico -algo relacionado con un vibrador y unas tijeras, no quieran saber-. Su perro, un Jack Russell más bien poca cosa, fue aplastado trágicamente por un tranvía de la Diagonal, para regocijo de un cruel transeúnte, quien no pudo reprimir la risa ante lo plano que había quedado el cánido. Además, sus padres le retiraron la palabra unos días antes por haberse afiliado a Iniciativa per Catalunya y descubrió que su amante, una bibliotecaria aficionada a la novela erótica, le estaba engañando con un monje tibetano, un broker narcoléptico especializado en operaciones intradía y el que inventó la colección de Rosarios del mundo. Los tres a la vez.

Mientras pensaba en todo aquello, notó que algo raro le pasaba al whisky y lo escupió. Supuso que algo tenía que ver el hecho de que la botella estuviera llena de sal hasta la mitad y se lamentó. Profundamente.

En ese momento sonó el timbre. Una visita inesperada. Abrió la puerta y a sus pies descubrió un paquete -del tamaño de un cubo de Rubik, por ejemplo-. Miró a los lados, que es lo que se hace en estos casos. No había nadie. Así que cogió el paquete y volvió a entrar en el piso.

Lo abrió inmediatamente, para qué pausas dramáticas. En su interior había una cajita negra.

Y en la cajita negra, lo que parecía un botón de color rojo. Y en el centro del botón, la palabra “púlsame”.

Por fin, después de todas las penurias, una mano amiga, el gol en el minuto de descuento, el santo grial, la bala en legítima defensa, la transfusión de sangre, el hilo de Ariadna. La solución representada en un botón rojo.

Y lo pulsó.

No pasó nada, por supuesto.

Tal vez en un relato de ciencia-ficción habría pasado algo. Pero hoy me ha dado por el realismo.

El fucking realismo, aunque en castellano.


domingo, 7 de noviembre de 2010

Finales felices (II)


Ayer leías un libro de esos de amor en los que los protagonistas se quieren y se susurran y llenan de besos las almohadas y después se contemplan y hablan mucho rato y se agitan, y se tumban en la hierba y a lo mejor tienen un poco de sexo también y todo lo demás.

Esto acabará mal, predijiste.

Y acabó mal una semana más tarde, cuando llegaste a la última página donde ya no pone fin y pasaste la hoja y ya estaba aquello de “este libro se terminó de imprimir blablablá”, y te quedaste más bien amarilla.

Lo sabía, me dijiste. Acaba mal.

Y te sumiste en una tristeza infinita y, desconsolada, saliste de casa y empezaste a gritar en la escalera y luego te sentaste en el descansillo del quinto y te pusiste a llorar hasta que llegué, a eso de las diez de la noche.

Y luego me dijiste aquello, que las historias buenas son las que acaban mal y que la nuestra está condenada, y si no lo está, peor; porque si no lo está se convertirá en una historia mala de folletín, y no nos merecemos eso, no quiero llegar a la página donde pone “este libro se terminó de imprimir blablablá” y quedarme igual.

Así que te prometí un final desgraciado.

Y te quedaste tranquila.

Y cenamos perdices aquella noche. Pero fue casualidad.


lunes, 1 de noviembre de 2010

Pelis de los 50



En las pelis de los años 50 no se besan en los labios, ¿te has dado cuenta? Se besan con cara triste y las bocas tiemblan ligeramente y están como ausentes todo el rato, como buscándose completarse a sí mismos fuera de esa escena. Suerte de la música irreal y de las nubes a la deriva del decorado, que si no el resultado sería la escena más deprimente de la película, con esos cuerpos casi inertes y distanciados, pensando seguramente en la lista de la compra o a qué taller llevar el coche a arreglar. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Tú lo sabes bien, con estos silencios antinaturales y el olor a pollo frito, y los fragmentos de conversación ajena, y ese estar ensimismada al otro lado del vaso de batido. Y cuando hablo parece que lo hago con voz hipnótica, que por más que te cito, no apareces aquí, sino que te deslizas por las orillas de lo que digo. ¿Es que también hoy huyes? Se te ha olvidado la intensidad de la mirada y la profundidad de tu verbo, que ya todo son parloteos soñolientos y la sombra sobre mi nombre. Mírame al menos, deja de hacer el trayecto hacia tu casa, córtame el monólogo, empieza a cantar, llora, jadea, abofetéame. Pero no me beses, porque tus besos son como los de las pelis de los años 50, con cara triste, con mucha barbilla y poco labio, terriblemente deprimidos, como de un caqui apagado o de franela desteñida. Son besos indigentes, que ya piensan en la lista de la compra, y en la lista no hay ni siquiera tomates, ni yogures, ni mostaza, sino sólo esponjas, trapos de gamuza y limpiacristales.


 
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