jueves, 29 de octubre de 2009

Automatique



J'enlève la buée a la fenêtre

pour voir le brouillard

toi, tu me parles en japonais

et j'écris automatique


Xavi Martín



Me hablas en japonés, o a mí me parece que eso es japonés, porque no entiendo una palabra de lo que dices. ¿Sabes que una vez quise ir a Japón? Llegué tarde al aeropuerto, me llamaban por la megafonía y después la puerta de embarque estaba cerrada y me quedé ahí, en tierra de nadie, oyendo mi nombre por los altavoces de la terminal. Era como ser una nota al pie de mi propio nombre, como jugar a esconderme de mí mismo, y eso es imposible.


(o no, porque llevo escondiéndome en las cunetas del camino durante mucho tiempo, y me sale bien.


Pero no, ahora que lo pienso no es igual)


No sé si te lo comenté, pero creí que la voz que pronunciaba mi nombre era la tuya, porque me hablaba en japonés y me sonó a idea lanzada, a frío. A un frío cálido, en realidad, como el que desprenden las cenizas por la mañana o la niebla que recién se levanta y tú no sabes que se levanta, porque estás al otro lado de los cristales empañados. Sólo lo sabes cuando limpias la ventana con la manga de la camisa y entonces queda ese rastro de agua que deja ver el frío de la niebla que huye.


Ése precisamente, a ése me refiero, a ese frío cálido de tu voz hablando en japonés. También es el mismo frío de Haneke o de Miller, que es un frío un poco deshecho e impredecible. Es un frío más bien anticuado, porque deja de ser frío cuando pasas de la primera frase. Aunque yo no entienda una palabra de lo que dices, porque no he ido a Japón y por eso sigo aquí, escribiendo de forma automática mientras la noche cae, tú te desprendes en forma de frío y es demasiado tarde. En realidad, hace demasiado tiempo que es demasiado tarde. La puerta de embarque está cerrada y, aunque me siguen llamando por megafonía, yo sé que está cerrada.


domingo, 25 de octubre de 2009

Ejercicio introspectivo a las dos


Al afinador de espejos se le acumulaba el trabajo. En el taller yacían amontonados decenas de espejos que daban la razón. También otros que sólo mostraban miserias. Al fondo, los de las paradojas y las mentiras. Dicho así uno se imagina una incoherencia laberíntica de cristales pulidos inundando una habitación de unos pocos metros cuadrados. Pero esto sería ser injusto con el afinador de espejos, que si hubiera que someterlo a la clasificación genérica se diría de él que es una de las personas más ordenadas y que se enfrentaba con mayor valentía a las complejidades del universo. A pesar de ello, se le acumulaba el trabajo y dejaba de sonreír, porque eso de estar rodeado de falsedades acababa por afectar hasta a los orgasmos. Afinar espejos es un proceso lento, en el que hay que darse cuenta de muchos síntomas y a la vez huir de todo entusiasmo o resistencia. Es una maniobra que sólo puede hacerse por la noche, cuando el espejo está vacío de memoria y las mentiras dejan de tener ese aspecto de verosimilitud y se muestran desnudas y con toda su crudeza. Después hay que contar hasta diez, hacer sonar el diapasón y devolver el espejo al punto de partida. En realidad no es una labor difícil, no exige cualificación, pero hay que tener perseverancia, ya que puede ser que las apariencias y los prejuicios se disfracen de raros e inexplicables síntomas. Y por eso se le acumulaba el trabajo, porque últimamente se encontraba con demasiadas imágenes discontinuas y, lo que es peor, miedos cerriles: abundaban los espejos teñidos de cobardías y fiebres premonitorias, de esas que enmascaran las decisiones e impiden ver las excepciones que cumplen las reglas y los amores a tercera vista. Que así no hay manera de encontrarse ni de salir a buscar nada ahí afuera, que un espejo tiene que estar bien afinado, que debe sonar a presente de indicativo y no tanto a pretérito imperfecto. O a destiempo. Y el afinador de espejos hacía lo que podía. Pero se le acumulaba el trabajo y en su taller seguía habiendo demasiada miseria, demasiada paradoja y demasiada mentira. Y así no hay manera de encontrarse.


jueves, 22 de octubre de 2009

Ejercicio introspectivo a la una


Cuando se acercaba a su precipicio, miraba hacia otro lado.

Tenía vértigo de sus vidrios rotos.

Así que miraba hacia allá, como marca el Reglamento. A cualquier lugar menos a su lluvia.

Allá a lo lejos mejor que a su oscuridad, a la pausa de aquellas grietas. A cualquier duda.

Miraba hacia la calma de los claxons y las sirenas.

A cualquier lugar menos a las bajas temperaturas.

Hacia la parodia del escenario.

Iba sembrando tempestades, repartiendo jirones de niebla.

Y vivía un poco a destiempo. (según sus cálculos, sólo dos o tres veces por semana).

Le dijeron “céntrese”, “búsquese”, “mírese”.

Y se ha puesto un espejo en casa.

Pero hay que afinarlo.

Porque en él sólo aparecen moralejas.


sábado, 17 de octubre de 2009

Jerarquía (Clásico revisitado número 22)

Se dirigió a la estatua y, al tocarla, le pareció que estaba caliente, que el marfil se ablandaba y que abandonaba su dureza, y que comenzaba a adoptar formas conocidas y dóciles. Le invadió una sensación confusa de temor y deseo a la vez, que se convirtió en alegría cuando, al palpar de nuevo la estatua, se percató de que era un cuerpo con sus latidos, sus ciclos y sus toses, con crujidos, alborotos y terrenos resbaladizos. Con todo eso.

Le pareció que la estatua movía los ojos y lo miraba, y así era, y lo hizo de forma deliciosa, con una fantasía encantadora; sólo le habían mirado así una vez, y aquello ya estaba más que sepultado y aquí lo recuperó enmarcado desde lo insólito y adquirió una luminiscencia de luciérnaga o de píldora de luz. Su cuerpo comenzó a festejar, se notó invadido de instintos.

Todo me resulta ahora comprensible, pensó, también lo trascendente, lo que se hace esperar, las imágenes desamparadas, las mezquindades.

Después la estatua movió un brazo, y luego se puso de puntillas y se desperezó ruidosamente, como si se estirara un cristal y no un trozo de mármol vivo. Se le encendió en el cuerpo la humedad. Y habló.

No sabemos lo que dijo, pero sí que él interrumpió todo lo demás y lo siguiente y el resto de las cosas que venían. Y quiso maldecirse por haber creado algo tan bello, una criatura tan perfecta que volvía indigno todo recuerdo, que hasta el amor se hacía vulgar.

Hasta aquí llega su narración. Jamás nos ha explicado más: sólo podemos lanzar conjeturas acerca de por qué, después de amarla durante siete días y siete noches, la abandonó. A mí me dijo que por una cuestión de orden y de jerarquía.

No hay quien entienda a estos artistas.


miércoles, 14 de octubre de 2009

Visitas


Hoy estaba en casa y llamaron a la puerta. Sí, ya sé que es miércoles, pero tengo por costumbre pedir el día libre en la oficina cuando cumplo años. Y suelo quedarme en casa, porque me gusta celebrar mi aniversario sentado en el sillón orejero mientras repaso los últimos 365 días de forma irónica. Para alegrarme un poco. Y me acabo riendo hasta de las rutinas, que son más bien poco chistosas a no ser que trabajes como catador de helados, enfermo imaginario o crítico de arte, y aun así estoy convencido de que si te pasas la vida probando polos al final no te hace puta gracia ni el Frigopié ni la madre que parió a Ben y a Jerry. Pero yo me río de mis rutinas, hasta de mirar el reloj me río. Le saco chistes a comerse las uñas, a afeitarme con las cuchillas desechables, a los pájaros que se apartan de mi camino por las mañanas, a la voz ronca del quiosquero. Puedo soltar una carcajada pensando en el departamento contable de mi empresa, y créanme que eso es especialmente difícil. El año pasado me inventé una historia graciosísima sobre el agua que cae de los aires acondicionados, y hace dos, sobre los peajes de la C-31 y los atascos a la altura de El Prat. Y todavía lloro de risa pensando en la ocurrencia aquella que tuve sobre la sección de detergentes del súper y sobre los tacones de la del piso de arriba.

Hoy era muy temprano, todavía no se me había ocurrido nada, y llamaron a la puerta. Si no espero visita no suelo atender a nadie, la verdad. En esa ocasión, sin embargo, me lo pensé. Insistieron. Llamaron hasta tres veces, lo cual me pareció bastante extraño.


Así que abrí.


Y era el tiempo. Lo conocí enseguida, a pesar de que no tenía el aspecto que uno se imagina (aquello de su exuberante inmensidad y su terrorífico semblante), sino que más bien tenía pinta de administrativo un poco gris, demasiado académico. Pero lo conocí enseguida.


No pronunció palabra. Simplemente me miró de arriba a abajo, me soltó una bofetada y se marchó.


No reaccionó usted, se preguntarán. Pues no, me quedé más bien patidifuso y boquiabierto. Y nada más. Sólo se marchó y en el portal quedó aquella carcajada.


domingo, 11 de octubre de 2009

El color ocre como antídoto


El hombre vio que era más práctico no mirarse demasiado al espejo. Probó a abrir y cerrar los ojos durante una milésima de segundo.

Debía afeitarse. De hecho, cuando realizó el catálogo de cosas que eliminar de su vida para no convertir los domingos en un bosque de miserias, la barba estaba en primer lugar.

Después estaban los libros amarillos, que pintó con acuarela roja, y aquello de sentarse en el sofá durante las sobremesas. Esto fue fácil: simplemente eliminó las sobremesas evitando comer demasiado pronto y alimentándose del hambre. También suprimió de su existencia las legumbres, los yogures desnatados y los relojes adelantados. Los tranvías también desaparecieron, y el tabaco rubio, y la cerveza, y los viajes en coche por la costa, y lo de utilizar demasiadas conjunciones copulativas.

Se compró unas lentillas para volverlo todo ocre y no distinguir el color azul. Comenzó a dormir en la bañera, por no sentir la cama debajo de su cuerpo, y a despertarse con agua fría. Huyó de la piel de todas las mujeres y se alejó de todas las sonrisas. Y, por la noche, de los bostezos. Desterró la belleza y los cuellos esbeltos y las piernas particulares.

Y luego vio que lo más práctico era no mirarse al espejo, porque no era cosa de la barba. Era cosa de su pura imagen, que la empleaba como nostalgia, aunque ahora fuera de color ocre.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Promesa



Hace unos días prometió volver a escribir cosas alegres, que tenía revueltas a las letras de tanta mudanza de soledades. Así que se colocó una sonrisa pasajera de esas que venden a cuatro duros en las ferias y ya de paso se compró media docena de churros, unos trocitos de coco y algodón de azúcar. 


[El algodón de azúcar nunca le había gustado, pero le habían dicho que iba bien para espantar tristezas: se ve que al tragarlo acaricia el esófago y acaba animando las entrañas]


Se sentó delante del ordenador y comenzó por las perdices. Qué bien, qué feliz es la gente cuando acaban los cuentos. Y se acabó contagiando - quizás fue el algodón de azúcar - y comenzó una historia sobre personas que se querían y sobre sentidos por todas partes. Y tan poco pensamiento que no había por ahí ni resto de nostalgias. Empezaba en un pueblo con mar y sin fábricas, donde todos los peces eran afortunados y había un cine en cada esquina. Y no programaban películas de la Coixet. Los niños jugaban en la calle. No había ambulancias. La gente silbaba todo el tiempo y se saludaba quitándose el sombrero y sólo se fumaba en pipa. Llovía cada día, pero sólo por la noche y en el campo. De la Historia todo el mundo se acordaba, incluso de las revoluciones, porque siempre habían salido bien. Los coches no hacían ruido; sólo vibraban y hacían cosquillas en la piel y los transeúntes se reían. Tampoco echaban humo, igual que las chimeneas, que sólo adornaban los tejados, sujetaban las gaviotas y poco más. 


Luego se puso en la historia, porque en primera persona estaba más cómodo y porque pensó que así se animaría y dejaría de respirar hondo y de escucharse. Comenzó a caminar por ese pueblo, fumando en pipa y saludando a la gente con el sombrero, riéndose con los coches y viendo la fruta de las tiendas, tan bien colocada. Silbaba. Miró hacia arriba y había muchas cosas para mirar, no sólo las chimeneas con las gaviotas. Luego miró para abajo y se fijó en sus zapatos. Corrían. Seguían corriendo también en este pueblo y en esta historia. 


Pero había prometido volver a escribir cosas alegres, así que renunció a pensar por qué corría y de qué huía o qué buscaba. Y siguió fumando en pipa. 

sábado, 3 de octubre de 2009

Fluorescencia



Nuevo mes y nuevo vídeo, en esta ocasión del relato “Fluorescencia”, por Osker Snachez. La música y los efectos son creación de Xavi Martín y Octavio Morgante. En la voz, yo mismo.


Hace tiempo me hablaste de fluorescencia.

También me hablaste de lugares de equinoccios permanentes, de mundos paralelos y de flores del desierto que se diluyen entre los dedos. Del sabor de las tortugas.

También del fin del mundo y del olor de la muerte. Y de la nostalgia. Pero no te creí.

Yo, con mis sílabas cortadas, sólo te escuchaba hablar de todo eso: que usabas la linterna para encontrar planetas nuevos, que te gustaba huir de ti misma. En moto. También me dijiste que querías volver a una isla, que sólo en un lugar con límites naturales podrías controlar tus llamaradas, aunque no estés hecha para velos ni para poner puertas al campo. Ni para contar las hormigas, que no se pueden contar. Pero tú te empeñabas en contarlas.

Y querías probar la sal de todos los mares, me dijiste. Y que te gustaba investigar fantasías paralelas, hundirte en mares de caracolas, descubrir qué guarda el silencio tan celosamente. Que conocías a un cantaor flamenco que se reía. Y que te conmovía la ternura de las ballenas.

Que te gustaba frecuentar casas de citas, apartamentos clandestinos, que una vez te llevaron de país en país, que amabas acostarte en uno y amanecer en otro.

Me dijiste tantas cosas.

Lo que no me dijiste es que, de forma cautelosa, la fluorescencia se iba a ir instalando en mi vida, primero amable, disimulando, y luego a empujones. Que no se va. Que te frotas y no se va. Y no es cosa mía. Porque froto. Todos los días froto.

 
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