miércoles, 28 de febrero de 2007

Honestidad


- ¿Piensas a menudo en nosotros? Dime la verdad.

Bloqueo. Por qué me pregunta eso ahora, soy incapaz de construir una respuesta coherente en los pocos segundos que las normas básicas de la comunicación humana dan de plazo para continuar una conversación sin que el interlocutor detecte un fallo en el envío, la recepción o la decodificación de la información. En realidad la pregunta requiere una reflexión, pero ella quiere una respuesta rápida y sincera, la conozco, y no le gustan los rodeos, por eso está conmigo, porque soy franco, directo y no tengo aristas, lo que pasa por mi cabeza es lo que sale de mis labios y ya está. La honestidad, eso es. Y creo que ahora lo honesto, no cabe duda, es decirle que no, no pienso nunca en nosotros, y si pienso sólo es en un sentido, el impulso agudo del abandono. No quiero tocarte más. No quiero que me mires nunca más a los ojos, y que me claves esa pupila anfibia. No quiero verte esa expresión de deseo cuando quieres follarme, esa repulsiva y obscena mueca en la boca que la convierte en un esfínter obstruido, te deforma los pómulos y te contrae el entrecejo. Cuando haces eso, una náusea me recorre la garganta y el paladar. Odio cómo me miras esperando que diga algo, con esa cara de comatosa, los labios un poco entreabiertos, las aletas de la nariz moviéndose en cada inspiración, la piel cubierta por un maquillaje perenne, la ceja izquierda levantada, los ojos vacíos de expresión. Puede que seas guapa y muchas más cosas, pero ya me cuesta averiguarlo. Juegas con el pelo, lo colocas detrás de las orejas, te tocas con él el molusco bivalvo de tu barbilla, lo retuerces, lo aferras con los labios. Ese gesto infantil que tanta ternura podría inspirarme sólo me provoca resentimiento y repugnancia. Te colocas un mechón encima de ese escote aquejado de una paquidermia epidérmica. Ya sé que estás orgullosa de él, “mis tetas mis tetas mis tetas, son bonitas, ¿verdad?” Son grandes, demasiado grandes, se balancean como impúdicas esquilas, y el abultamiento de los lados hace que adquieran un aspecto similar al de dos grandes odres repletos de vino agrio. Me da asco cuando las recorres obscenamente con tus dedos blandos y las agarras con fruición y sueltas ese gemido de placer que muestra la lengua y derrama una baba invisible y me miras, como ahora, con esos ojos vacunos, cerriles, reclamándome un gesto animal. Y recorres tu cuerpo con las manos, con destempladas caricias, y te masturbas de manera furiosa, con toda tu mano gorda y palmípeda, levantando las caderas de forma rítmica, diciendo fóllame mientras un latido eléctrico sale de tus ingles. En ti el deseo huele ácido, hiere. Como tu risa, ese ruido sordo, necio, que suena a víscera y que muestra tu desmesurada boca y unas encías carcomidas y pegajosas. Retumba en mi estómago, lo retuerce, lo obstruye, lo llena de ácido.

- Claro que pienso en nosotros. Todo el rato. Te quiero.

martes, 20 de febrero de 2007

Memoria


- Era una mujer de esas que no se olvidan –dijo- Pero, excepto por ese detalle, por más que hago memoria no recuerdo nada más de ella. Si tenía el pelo azabache o espumoso como las cataratas de Iguazú; si su sonrisa era roja, verde o del color de los girasoles de invierno; si sus manos apretaban por el meñique o por el pulgar; si por la mañana miraba con los ojos abiertos o cerrados; si su sexo intercambiaba protones o electrones; si su código de ADN se parecía a un psicodrama o a los gestos de un mimo; si quería café o té; si se dejaba besar en las discotecas; si ganaba o perdía en el juego de las sillas. Se me ha borrado de la cabeza si su sombra la seguía o ella seguía a su sombra; o si prefería los contrabandistas a los contrabajos. Tampoco sé si devolvía los besos o los regalaba, si se adelantaba al amor y si se tordulaba los hurgalios. Me considero una persona muy afortunada por tener tan buena memoria para el olvido.

sábado, 17 de febrero de 2007

La lectora


El día en que desaprendió a leer, Irene Kelly decidió vaciar las estanterías de aquellos objetos repletos de hojas de papel impreso encuadernadas en volúmenes, ahora inútiles. Comenzó arrojando al olvido los libros de Historia. Tan sesudos, nunca le habían gustado; planteaban demasiadas preguntas sobre el pasado, cuando el presente era mucho más estimulante y, sobre todo, vívido. Continuó por las novelas de ciencia-ficción, esas turbadoras visiones proféticas que la habían convertido en una hipocondríaca temporal, y después arremetió contra las guías de viaje. A éstas les tenía ojeriza aguda, culpables como eran de que bajase (sin piedad) la vista frente a monumentales obeliscos, cataratas y catedrales. La Filosofía fue la siguiente defenestrada; Irene Kelly estaba harta de aquellos pensadores ociosos y de sus absurdas interpretaciones del sentido de la existencia, la sustancia de la realidad, la contingencia, el ser y el tiempo. Tampoco tuvo piedad con los grandes clásicos de la literatura, que compartieron idéntico e irónico destino con los best-sellers, revueltos en cajas de cartón y bolsas de plástico - Stendhal Grisham, Gustave Follet, Vladimir Pérez-Reverte. Los libros de aventuras sirvieron de colchón para las antologías de cuentos, que completaron la carnicería. Cuando Irene Kelly iba a lanzar el último ejemplar a la fosa común, se detuvo, fijó la vista en la portada y esbozó una sonrisa de inocencia. Abrió el libro y comenzó a leer en voz alta, articulando lenta y torpemente los sonidos.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Filosofía

Cuando la bibliotecaria apaga las luces, el libro de Filosofía baja de su estante a estirar las páginas pares. Se ha pasado más de un tercio de su existencia entre una primera edición de 1978 de Así habló Zaratustra y un ejemplar de La deshumanización del arte anotada por Luis de Llera. Aquí fue colocado después del gran inventario del 87 y, aunque recuerda poco de su vida anterior, sí que le vienen a las páginas sensaciones agradables, como el recuerdo de las gafas de aquel joven investigador que lo hojeó por primera vez, y todavía se estremece evocando el tacto de los dedos de la mujer que lo tomó prestado en dos ocasiones. Ahora ya pocos se fijan en él, hecho que atribuye a su nefasta posición dentro de la categoría y a un diseño del lomo pasado de moda; es difícil competir contra el colorido de los dibujos o el minimalismo conceptual de las ediciones más modernas, se disculpa. No tiene en cuenta, sin embargo, que se trata de una traducción anticuada y que la tipografía resulta pequeña para los ojos más provectos. Últimamente siente cada vez más caducas sus hojas, porque hace unos meses oyó algo de una joven reedición que llegaría pronto a la biblioteca, pero, aun así, cada noche sigue bajando de su estante, desafía el equilibrio de la hilera y se refugia durante unas horas en la sección de cuentos infantiles.

viernes, 9 de febrero de 2007

Irene Kelly (II)


Séptimo sentido

Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja baja baja baja. Para Irene Kelly el sexo no es más que un trapecio burlesco con el que volver estúpidos a los hombres que la aman. Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja Sube baja baja baja baja.

Séptimo mar

Cuando Irene Kelly se ahoga lo hace siempre con oxígeno. No le gusta sentir que sus pulmones se vacían y no vuelven a llenarse. Irene Kelly siente la angustia de no poder respirar pero sigue respirando, y más profundamente. Un proceso que para Irene Kelly pueden significar unos pocos minutos o varios años.

Séptimo sello

Nadie como Irene Kelly muere tan adentro. Con sus vísceras agonizantes Irene Kelly es capaz de componer una sinfonía de dolor que hará que mueran con ella los que la aman, porque Irene Kelly tiene una especial habilidad para hacer que otros se suiciden. Y eso que Irene Kelly no ha matado nunca a nadie más que a sí misma.

Séptimo arte

La película aún no ha empezado e Irene Kelly ya está llorando. Es una de aquellas películas con las que Irene Kelly siempre llora; claro que Irene Kelly llora en todas las películas en las que no se queda dormida, y es que para Irene Kelly no hay nada más triste que las vidas condenadas a repetirse.

Irene Kelly (I)


Séptimo cielo

Su vida aún no ha empezado e Irene Kelly ya está llorando. Llora en el útero, inundando su cubículo de unas lágrimas que reemplazan el líquido amniótico; claro que Irene Kelly tiene unos lacrimales muy desarrollados para un feto de ocho meses, y es que para Irene Kelly no hay nada más triste que ser consciente del inicio de una vida condenada a extinguirse.

Séptimo ojo

Nadie como Irene Kelly mira tan adentro. Con sus ojos es capaz de penetrar en un hombre y conmoverlo con una simple caída de pestañas, porque Irene Kelly tiene una especial habilidad para hacer que otros la amen a primera vista. Y eso que Irene Kelly no ha amado nunca a nadie más que a sí misma.

Séptimo continente

Cuando Irene Kelly viaja lo hace siempre sin equipaje. No le gusta ir con su pasado a cuestas. Irene Kelly llega a un lugar nuevo, se mira en un espejo, decide qué Irene Kelly va a ser y prepara sus maletas para un próximo viaje. Un proceso que para Irene Kelly pueden significar unos pocos minutos o varios años.

domingo, 4 de febrero de 2007

Polución


Allá a lo lejos apareció la neblina ocre de la ciudad. Dentro de un cuarto de hora serían las seis de la tarde del primero de febrero, lo que significaba que ya habían pasado 71 horas desde que inició la marcha. Todo había transcurrido muy rápido. Nunca le había ganado el deseo de volver, a pesar de que el cansancio y la suciedad espesa de su cuerpo hicieron crecer una oscura incertidumbre sobre el porvenir. A los lados del camino habían ido desapareciendo las encinas y los nogales, y los ruidos de los pájaros, antes estentóreos, quedaron decolorados por el ruido de chiquillada, de motores en combustión y de sirenas huecas. Pero no había niños jugando. Tampoco había palomas y tejados rojo crepúsculo. Recordaba el silencio de donde venía, los grillos lejanos y aquella claridad nocturna que dejaba ver las luces de la penumbra, y se le hizo raro el resplandor de bujía y el metal respirado. Paró junto a un viejo que descansaba sobre una piedra en forma de silla. Voy bien para la capital, preguntó, y el hombre le respondió que ése era el camino. “No le queda mucho” y una tos seca le interrumpió. Con un gesto agradecido, reanudó la marcha, dispuesta a llegar, antes de que anocheciera, a la neblina ocre de la ciudad.

 
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