domingo, 30 de octubre de 2011

Miedo



Qué miedo el teléfono.
Y la gente, y el color blanco de mi oficina y la ausencia de ti.
Qué miedo las causas del desastre y estar solo entre tanto plástico y qué miedo pasado mañana.
Qué miedo las respuestas y el sudor y las horas y el paisaje extraño.
Me da miedo la supervivencia precaria de lo reconstruido, el calor de guardería, la luz de ahí afuera que tanto deslumbra. Y la mirada vaga, los pretextos y los tiroteos, el ruido que cesa a las seis y cuarto, la reina de corazones y la versión definitiva.
Y qué miedo la extensión de cuatro cifras y el dolor de decir cualquier cosa.
Y, sobre todo, qué miedo yo. 

sábado, 29 de octubre de 2011

Ansiedad



Un día de esos en los que sale casi todo bien, pero lo que sale mal es muy sonoro –como todos en este otoño– creció tanto su ansiedad que el corazón se le metió en el estómago y quiso viajar por el esófago para confundirse con las amígdalas, pero en vez de hacer eso se le salió por la boca y lo puso todo perdido.
Quiso disimular, pero la oficina era de aquellas diáfanas, donde todo se ve y nada se siente.  Todos se dieron cuenta; primero, su compañero de al lado, que no se sorprendió demasiado –llevaba tiempo en la empresa y se ve que esto había sucedido con frecuencia en épocas anteriores– y después los de enfrente. Éstos, más impresionables, reaccionaron con asco. Uno hizo un ademán de llamar al jefe, o quizás a una ambulancia, pero decidió esperar a ver qué pasaba.
Pasó que el de la ansiedad intentó en vano volver a tragarse su víscera sangrante. En vano digo, porque sólo consiguió teñir de rojo el blanco inmaculado de su cuadrante. El corazón se le resbaló de las manos y, a saltitos, se deslizó de la mesa al suelo, donde rápidamente se formó un charco de hemoglobina.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. Eran los de recursos humanos, por supuesto.
A nadie le sorprendió el despido.
Tampoco que siguiera vivo después de todo aquello, con tanto derroche de sangre y el corazón por ahí, en alguna papelera. 

jueves, 20 de octubre de 2011

H



Hoy, como todos los domingos, me he levantado temprano y he ido a comprar el periódico con el chándal encima del pijama. En realidad mi pijama tiene pinta de chándal y mi chándal tiene pinta de pijama, pero no podría soportar el qué dirán y, por si acaso, disfrazo mi nocturnidad de deporte.
En fin, que he comprado el periódico y ya en casa, de nuevo en pijama visible, me he percatado de que las páginas estaban llenas de haches mayúsculas. Me he indignado inmediatamente, por supuesto. Me he vuelto a poner el chándal y he bajado a cambiar el diario, a pesar de que el suplemento –un especial de Moda muy sugerente– parecía de lectura entretenida. El quiosquero no ha dicho nada ante mi desplante y se ha limitado a señalar el resto de periódicos con indiferencia.
Los he mirado con tranquilidad, parándome en cada portada y abriéndolos por la página 2, por la 28 y por la 34. Haches mayúsculas por todas partes, en titulares, entradillas y cuerpos de la noticia, en pies de foto y frases entrecomilladas, en forma de desafiantes capitulares y grotescas negritas; haches mayúsculas en columnas, reportajes y artículos de opinión; en Internacional, Nacional, Deportes e, incluso, en la programación televisiva.
Una gran hache mayúscula entre líneas.
Así que he acabado de hojear el último de los periódicos, ése que nadie lee, y me he comprado la Cuore. Pensándolo bien, combina mucho mejor con mi chándal.

miércoles, 12 de octubre de 2011

5.47



Aunque tú no lo entiendas, en el fondo me gusta el insomnio. Te lo explicaré.
Me encanta la conciencia de estar en la cama contigo y sentir tu respiración casi transparente.
(Prescindiría, eso sí, de todo lo que me retumba dentro para sólo ser consciente de ti y de tu respiración)
En el insomnio se me ocurre pensar –ya sabes, yo siempre con mis ideas farsantes–  que eres una funambulista, que vas por el sueño con tu respiración transparente, guardando el equilibrio sobre un invisible hilo de nylon. Si soplo, te caes y te despiertas asustada; si en mis sueños aparece algo que no seas tú, te mueves y te precipitas al vacío; si miras hacia abajo, lo juzgas todo y pierdes el pie y apareces en la cama a mi lado y me abrazas para huir de las dudas.
En el insomnio me da por intentar imaginar qué es lo que piensas y te coloco en medio de pelis de aventuras o de series de policías. Tú siempre eres aquella que sabe dónde está el tesoro o en qué esquina venden la coca más pura. Y luego vas y los arrestas a todos y en la comisaría eres la rara y a mí me encanta que lo seas.
Y también –eso me ha pasado hoy mientras dormías a mi lado– pienso que eres la mejor esgrimista del mundo y que ahora te han contratado para ser asesina a sueldo y esperas a que me duerma para matar a los malos y luego volver a esta cama y sobre tu invisible hilo de nylon y tu respiración transparente.
Por todo esto me encanta la conciencia de mi insomnio.
Por todo esto y porque al final te despiertas y dejas de ser funambulista, policía, maestra de esgrima o asesina a sueldo y vuelves a ser tú y me abrazas para huir de las dudas.
¿Entiendes ya por qué me gusta el insomnio?

sábado, 8 de octubre de 2011

La verdad



De tanto decir la verdad, la verdad se le gastó y sólo le quedaron mentiras, y ya no hubo manera de fiarse de él. Cuando las mentiras se le gastaron y pasó a las medias verdades, era demasiado tarde y nadie le hacía ya caso por ahorrarse el esfuerzo de distinguir la parte que era verdad y la parte que era mentira.
Como nadie le hacía caso, comenzó a perder palabras; primero las conjunciones y sólo le quedó y; y luego los adjetivos dejaron de salir de sus cuerdas vocales, y se convirtieron en sólo cuerdas. Y casi al final perdió la puntuación y las comas y los puntos y coma y los puntos y lo que decía sólo lo entendía su madre y el dependiente del paqui de la esquina -por eso de la subsistencia- y pensó quedarse en casa y volver a decir la verdad con desgaste y recuperar todo lo perdido empezando por alguna coma, y las conjunciones, y también  los puntos, que tan necesarios son cuando se está leyendo y se pierde el aire (interno).
Diciendo verdades desgastadas, con todas las comas, todos los puntos y comas y todos los puntos y todos los adjetivos y todas las conjunciones, y también las locuciones adverbiales, como por ende o habida cuenta, creyó que lo mejor era callarse, porque la verdad, aunque sea desgastada, ya no le importaba ni a su madre ni al paqui de la esquina, y, claro, mucho menos a toda la gente por conocer.
Su silencio era de todo menos sincero, eso sí.

sábado, 1 de octubre de 2011

A medias



Cuando empecé a salir contigo me dijiste que tu peor defecto era que lo dejabas todo a medias. No será para tanto, pensé, y al poco te pedí que nos casáramos.
Luego resultó que sí que era para tanto, y no sólo hablamos del sexo, sino de todo lo demás. Contigo los días comenzaron a acabar temprano –a mediodía, por supuesto– las películas nunca llegaban al Theend y los libros se agotaban después del prólogo. Desde que nos casamos no recuerdo un postre, los besos suenan a medias y el insomnio nos despierta a las cuatro de la mañana, pero sólo de lunes a miércoles; de jueves a domingo, no conseguimos dormir hasta las cuatro.
Esto podría tolerarse, igual que tu pasión por la media jornada, el cuarto creciente, el cuarto menguante y las medias tintas. Incluso tiene algún incentivo, como tu gusto por las medias de encaje o tu afición al fútbol –por lo de los medios centros y los mediapuntas–, aunque habría estado mejor si te hubieras olvidado de los pantis y consiguiéramos pasar alguna vez del minuto 45.
Lo peor fue cuando tuvimos el primer hijo, que nació a medias. Nacer, nació, pero sólo de cintura para abajo. Yo habría preferido de cintura para arriba, pero es lo que hay. Es mi hijo y lo quiero como si fuera un hijo entero.
Gracias a dios que él no deja las cosas a medias. Es meticulosamente perfeccionista y sus pies no descansan hasta que acaba lo que está haciendo.
En esto ha salido a mí. Estarás conmigo, aunque sea a medias.

 
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