domingo, 29 de marzo de 2009

De la contingencia de Dios


Nada más llegar a casa, Dios quiso comprobar una cosa. Eso que le había pasado le dejó el corazón húmedo. Te deslomas por la gente, vives sólo para esta humanidad mediocre, diseñas un universo para ellos y así te lo agradecen: no reconociéndote por la calle. Pensó, cuando ya estaba de regreso, buscar la ira divina y desatarla contra el género humano, pero quién sabe dónde la había puesto. Recordaba que estaba en el desván, entre la caja de las siete plagas y el disfraz de zarza que arde pero no se consume, o quizás debajo del depósito de diluvio universal. Le dio pereza, que también es un pecado capital, pero mucho menos perjudicial que la ira. Dónde va a parar.

Tengo que comprarme una de esas carretillas elevadoras y ordenarlo todo un poco: no puedo tener el desván de esta manera. Cualquier día me encargarán una venida del Espíritu Santo rutinaria y no encontraré ni las lenguas de fuego ni las palomas ni la luz cegadora y deberé hacerla con una baraja española o con el truco del sombrero y el conejo. Qué desastre, verbalizó.

Esa reflexión le sirvió para calmarse y para concluir que a él también se le olvidaban cosas y que, en realidad, nadie es perfecto. Ni siquiera un ser omnipotente y ubicuo. Qué cansancio la omnipotencia, por cierto. Así que, al llegar a casa, después de prepararse un whisky con hielo –un Talisker de 18 años, por algo era Dios–, encendió el portátil.

“Dios”, escribió en Google.

El resultado, por supuesto, fue el siguiente:

“Quizás quiso decir dos” “Su búsqueda - Dios - no produjo ningún documento”.

“Sugerencias:

* Asegúrese de que todas las palabras estén escritas correctamente.

* Intente usar otras palabras.

* Intente usar palabras más generales.

* Intente usar menos palabras”

Oh, Dios mío, pronunció redundantemente. Sabía que este día llegaría.


jueves, 26 de marzo de 2009

La explicación de la ortografía del nombre de Dios


Aunque era agnóstico, iba por Gran vía y se encontró con Dios. Así, la primera con mayúscula, que antes para él era dios a secas, de forma irreverente y suburbial y sin ningún tipo de pudor. Las experiencias cambian a los hombres y les hacen corregir actitudes, y en este caso la actitud que cambió fue ortográfica.

En un primer momento no le pareció Dios, ni dios tampoco, y pasó de largo. No le dedicó ni una sonrisa, ni una mirada despectiva, ni aquella mirada inquisitorial que soltaba cada vez que le presentaban a alguien. Sólo pasó de largo.

Dios tuvo que gritarle. Eh, tú, porque, aunque se haya dicho lo contrario, Dios no se sabe los nombres de todos, que demasiadas cosas tiene en la cabeza como para preocuparse de algo tan banal; dónde se ha visto un consejero delegado que sepa llamar a todos los empleados por su nombre. Sí, tú, repitió. Y él se sorprendió, porque ya se había percatado de un cierto halo divino en el demandante.

- Si no quieres que me convierta en una llameante furia, dígnate a admitir mi existencia.

Mire, contestó, que le salió el usted, qué menos ante una supuesta deidad. Entiendo que se sienta ofendido, pero no hay nada que me incline a pensar que usted no sea más que una entelequia producto de la debilidad humana. Y no niego que no exista: sólo digo que mi pobre razón mortal no alcanza a entender un concepto tan etéreo.

Al fin y al cabo, dijo Dios, la culpa es mía, por haceros tan absurdamente imperfectos. Esto ya me ha pasado en más ocasiones, pero dejemos lo de las manos y el costado para otro lugar y otro tiempo. De momento, sólo una cosa te pido.

Usted dirá.

Cuando escribas mi nombre, pon la primera letra con mayúscula, alma de cántaro.

A partir de entonces, tanto Dios como la RAE durmieron tranquilos.

domingo, 22 de marzo de 2009

Incomprensión


Las angustias son de digestión pesada, igual que las cartas de despido o el amor etílico. Pero no pensaba que tanto.

Comencé a comerme las uñas al poco de nacer: el médico que ayudó a que apareciera en este mundo me dio una palmada - como es habitual-, pero no en las nalgas, sino en la mano derecha, ya que en ese momento yo estaba sumido en el trance de tragar queratina. Mi organismo no había desarrollado siquiera esta proteína y ya estaba sufriendo el primer síndrome de abstinencia.

Más adelante, en lo que se conoce como “más tierna” infancia, seguí comiéndome las uñas. De hecho, me convertí en una especie de gourmet cuticular a muy corta edad, y aderezaba con pedazos ungueales los festines de barro, yeso y plastilina que formaban parte de mi dieta extraoficial. De verdad entiendo que esto pueda resultar desagradable. Imagino el gesto de repugnancia en sus caras. Aun así, les aseguro que había niños mucho peores que yo. De esto mis progenitores no parecían haberse dado cuenta, dadas las regañinas, y algo más, con las que premiaban mis excesos culinarios.

Cuando estaba sumido en la adolescencia, morderse las uñas se convirtió en una afición sustitutiva del alcohol, las drogas, los móviles y las videoconsolas, por lo que fueron unos años tremendamente aburridos. Después llegaron la universidad y, sin apenas darme cuenta, las responsabilidades, es decir, la búsqueda de dinero.

Pero el mercado –entendido éste en su más amplia acepción- se reveló hostil para alguien adicto a destrozar lúnulas y paronniquios. Las mujeres me abandonaban siempre al descubrir que mi actitud no se debía a un ansia incontrolada por demostrarles mi amor, y en las entrevistas de trabajo, por supuesto, no se tragaban que yo mantuviera el control en situaciones de estrés, ya que tampoco parecía que lo hiciera en condiciones normales.

Decidí alejarme de la sociedad y dedicarme a la escritura en el cubículo de ermitaño en el que me encuentro ahora. Y el lamento siempre es el mismo: un centímetro cada cien días no es suficiente. Las angustias las digiero, igual que las uñas, pero más despacio.


jueves, 19 de marzo de 2009

Sublimación


Pandora se fue de compras a Zara. Se había quedado bastante deprimida después de abrir su famosa caja, así que pensó que una manera sencilla y rápida de purificar sus penas era gastarse todo su dinero en ropa, zapatos y sonreír.

Y es que a los hombres eso de que la esperanza quedara encerrada tampoco les había consolado especialmente. Ella los había intentado convencer hablándoles de la vertiente positiva de los vicios, de que la vida puede ser un valle de lágrimas y pamplinas semejantes, pero que si uno tiene un vicio, todo puede pasar mucho más rápido y feliz. Incluso se habían escrito tangos sobre el tema. Pero los hombres no se mostraron receptivos. De hecho, utilizaron uno de los males liberados por Pandora, el rencor, para aplicárselo durante su existencia futura.

Es decir, que lo de irse a Zara de compras Pandora lo veía más que justificado.

Se compró unos zapatos de tacón, una falda de flores y, cuando se estaba probando aquella camisa beige y el cinturón de cuero, se le ocurrieron unas medias grises y unas gafas de sol a juego, por qué no.

A las dos horas, Pandora se había probado la mitad de la producción semanal de Inditex y ya no pensaba en su caja. Transcurrió un rato más y también los males desaparecieron de su cabeza. Y los hombres. Al final para ella no existía ni la esperanza.

Salió de la tienda con siete bolsas negras. No veía el momento de llegar a casa, abrirlas y descubrir los maravillosos secretos que guardaban.

Eso le recordó a algo. Pamplinas, seguro, pensó.

domingo, 15 de marzo de 2009

Las necesidades creadas


Hoy al bar ha llegado un comercial que vendía íngulas verdosas. Estoy acostumbrado a tratar con los comerciales, ya que cada semana vienen decenas, casi siempre ofreciendo cosas –porque no son más que eso: cosas– que no necesito o no necesitaré en un tiempo, o he necesitado pero he dejado de necesitar, o necesito pero dejo de necesitar cuando me hablan de lo necesarias que son. A mí me parecen cientos. Con esa sonrisa falsa y vulgar, como de genitalidad estimulada, enseñando todos los dientes.

Recuerdo perfectamente el día que vino el de los huevos líquidos, muy simpático, o el de la cerveza ionizada, un producto revolucionario, o el del tinto de verano sin vino ni gaseosa, un hallazgo. Siempre experiencias distintas, pero de resultados muy poco satisfactorios a corto plazo. Compraba, o no, y a la semana lo devolvía, extirpando el mal con cáscara y todo. A veces no llegaba ni a abrir las cajas, amontonadas en el almacén, en una reunión nihilista de inutilidades varias. Sin embargo, con el de las íngulas verdosas ha sido muy distinto. Presiento que va a ser diferente esta vez.

¿Cómo resistirse al magnetismo de las íngulas verdosas? El vendedor no dijo nada: sólo las puso encima de la barra y yo las observé desde la máquina de café, con mis anteojos, y se me apagaron las luces. Compro. Dije. Lo quiero. Con todo. Dos cajas. Y luego se fue. Y yo me quedé con las que ya eran mis íngulas verdosas.

Ahora tengo aquí, en la cámara frigorífica, dos cajas de íngulas verdosas. Las guardo en la cámara frigorífica porque, en realidad, no sé dónde meterlas; ¿necesitan frío? ¿Dormirán la siesta? ¿Tienen derecho a expresarse? ¿Van bien para el trifásico de Bayley’s? Como la duda me corroía hasta el óxido, he llamado al comercial explicando mis cuitas. Me ha prometido que viene mañana. Y vendrá con lo que necesitan las íngulas verdosas: unos trilemas de color amarillo.

Soy feliz. Siempre he deseado tener unos trilemas de color amarillo, poder regarlos, prolongar su estirpe y enseñarles direcciones extrañas. Además, el comercial me ha dicho que, con la compra, me regalará unas verberacionas rojizas.

En efecto, llegué a la misma conclusión a la que habrá llegado el lector. Y, claro, ahora la duda me corroe de nuevo: si tengo unas verberacionas rojizas, ¿para qué quiero unas íngulas verdosas?

miércoles, 11 de marzo de 2009

Del potencial artístico de los supermercados


El reponedor -curiosa palabra- del supermercado aprovechaba las mañanas de los miércoles para componer esculturas con los yogures. Era un día en el que había muy pocos clientes. Tan sólo circulaban por los pasillos dos o tres parados comprando pasta y pan de molde y unas cuantas señoras muy madrugadoras que ambicionaban el primer pan de la mañana. Nada comparado a los mediodías de los sábados o las tardes de los viernes, una locura: daban ganas de dedicarse a la composición de poemas monosílabos o al tráfico de órganos. Los miércoles por la mañana, sin embargo, el paisaje era más bien discreto, como decíamos, así que el reponedor se dedicaba a expresar su creatividad con los lácteos.

Había descubierto las posibilidades de los yogures mucho antes, al poco de trabajar en el supermercado. Observó que la forma regular y el variado colorido de los envases poseía un gran potencial expresivo y él, un ser inquieto y de ánima blanca, nada decepcionante en una segunda cita, rápidamente pensó en presentar su proyecto al encargado de la tienda. Éste, un ser ruidoso, prosaico y de uñas astilladas, enseñó una sonrisa, pero no escuchó.

El reponedor tuvo que desarrollar su proyecto como se hacen las grandes obras: mintiendo. Y se las apañó para buscar cómplices en el pescadero y la chica de la fruta, seres nada ciegos y limpios de mugre. Cada miércoles por la mañana, distraían al encargado con preguntas sobre desodorantes, tarjetas cliente y ambientadores, y el reponedor se dedicaba a colocar desnatados sobre muesly, soja sobre trocitos de fruta, sabor a coco sobre mouse de limón. Los resultados no aumentaban las ventas, porque el miércoles por la mañana había muy pocos clientes, pero eran preciosos y tenían una gran acogida. La reacción habitual era el aplauso o el cumplido sincero, pero no pocos le escribieron panegíricos, publicados más tarde en Internet e ilustrados con fotos en formato jpg. Un día incluso una clienta le pidió matrimonio, cosa que él rechazo a sabiendas de que la mujer se estaba dejando llevar por la euforia al contemplar una obra de tal dimensión artística y espiritual.

Hasta que un miércoles por la mañana apareció por el supermercado un crítico. En paro, pero crítico al fin y al cabo. Tachó a las obras del reponedor de pretenciosas, sin ritmo y, lo que es peor, de colección de trilemas, cosa que debía de ser horrible, aunque nadie sabía muy bien qué significaba. Además, fue a hablar con el encargado, por lo que el reponedor fue despedido de forma inmediata.

Ahora es el crítico quien está trabajando de reponedor (curiosa palabra). Pero sus esculturas de cajas de cereales no merecen la visita, así que no pierdan el tiempo.


sábado, 7 de marzo de 2009

Falsos mitos


“Las mujeres, como los dioses, nunca se cansan del amor” (Gonçalo M. Tavares)



Cuentan que el barquero se quedó sentado en la orilla. Hoy su paciencia había llegado a un límite indeseable cuando aquel joven de por la mañana argumentó que se había tragado la moneda y que no tenía con qué pagarle. A quién se le ocurre más que a los griegos poneros las monedas en la boca, no es al primero al que le pasa, le recriminó. Más que a él, pobre, condenado a esperar eternamente un descuido de Hermes -bastante improbable-, se lo reprochaba a su cultura, con tanto filósofo, tanta faldita, tanta melitzanosalata, tanta palas atenea y tanta acrópolis. Habéis inventado la metafísica y no podéis llevar encima ni un simple monedero, le gritó.

Son estos episodios los que acaban moldeando la mala fama, miraba su reflejo en el río y pensaba. En esto llegó ella; no un alma descarriada más, no una sombra errante ordinaria, sino ella, de puntillas, como para no molestar. Tú debes de ser Caronte, saludó.

Él, que se contemplaba obnubilado, deseando ser Narciso, levantó la vista con fastidio.

Fue entonces cuando comenzó su nueva vida, de la que poco se sabe y nada se ha escrito. Comenzó con un “a este paso del río invito yo” y siguió por los portales del Hades, revolcándose con exceso, multiplicándose.

Él, por supuesto, descuidó la barca. Ella estaba de acuerdo. Las almas se amontonaban en la orilla, esperando, con las monedas debajo de la lengua y sin poder hablar, aburridas. ¿Qué importa?, le decía ella, tienen tiempo, quédate conmigo.

Así que tiró el remo al río y se olvidó de la barca.

Cuando, pocas horas más tarde, ella lo abandonó, ya era demasiado tarde: el remo había desaparecido, su barca se había perdido por el inframundo y las almas habían construido un puente. Él se quedó sentado en la orilla, cuentan. Alguien me explicó que se le vio poniéndose una moneda debajo de la lengua. Pero yo creo que son falsos mitos.


miércoles, 4 de marzo de 2009

Amenazas (Clásico revisitado número 17)


Caperucita me ha escrito una carta. No sé cómo se ha enterado. Cuando me puse a escribir una versión de su aleccionadora historia, hice todo lo posible para pasar desapercibido. Soy una persona más bien discreta. Al menos intento pasar inadvertido ante mis personajes o, como este caso, las invenciones de otros. Considero que es mucho mejor no conocer jamás a las entelequias, porque debe de ser muy desagradable. Puede ser que te echen en cara algo, o que te obliguen a escribirles un final digno, como pasó en aquella ocasión hace unos meses.

Imagínense la sorpresa que provoca recibir una misiva de la mismísima Caperucita. Casi tanta como si apareciera en el buzón una comunicación de Berthold von Graaf, de la International Foundation for Abundance, diciéndote que has sido seleccionado para descubrir el secreto de la felicidad. Caperucita no me desvelaba el secreto de la felicidad, sino que, repleta de divismo, se encaraba contra mi creatividad, ya de por sí ajada sin que opiniones externas la ataquen. ¿Qué es lo que hace una persona razonable en esta coyuntura? Pensar que es una broma y tirar la carta a la basura, por supuesto. No se lo recomiendo, porque, ante este desplante por mi parte, a los pocos días recibí un burofax mediante el que su abogado me exigía eliminar de la cabeza "el pensamiento, intención y/o determinación de realizar cualquier interpretación, exégesis, traducción o versión literaria del cuento de mi representada".

Así que, desde la prudencia (y el miedo, por qué negarlo) no tuve más remedio que desistir de mi propósito y abandonar la idea de escribir una versión del cuento de Caperucita Roja. Aún desconozco a qué se debe tal despliegue de medios para evitar que yo, desde la modestia (y el anonimato, por qué negarlo), detenga mi proceso fabulador. No iba a dejar a la pobre niña en el vientre del lobo, ni le iba a dar un toque pornográfico al asunto. Tampoco tenía intención de obligarla a pasear por Manhattan. No la utilizaba para anunciar perfumes, lo juro. Ni siquiera la iba a cambiar de cuento, relacionándola con el príncipe Valiente, el Capitán Garfio y una cajita de yesca. Admito que la había imaginado paseando por la sección de electrónica de El Corte Inglés, tomando el sol en una playa de Ibiza y ligando en la cola del INEM, y tomé un par de notas sobre el lobo vendiendo hedge funds en la Rambla de Canaletes, pero deseché los borradores a las pocas horas cuando di con la idea definitiva, mucho más respetuosa.

Supongo que se vio venir algo terrible. Y también supongo que está harta de tanto cambio de registro y de tanta instrumentalización comercial y esto fue la gota que colmó el vaso. En el fondo la entiendo y la apoyo, a pesar de su arrogancia y de que haya dejado a mi Caperucita huérfana de historia, paseando por un bosque sin árboles, sin lobo y sin capa roja. Qué lástima.

 
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