domingo, 24 de octubre de 2010

Pasmarotes

Mi adolescencia fue bastante dura. Sí, fui uno de esos niños adultos que se pasan el día explotándose granos y pensando en sexo, de ésos que lo mismo les da un so que un arre. Mi madre me llamaba una y otra vez “pasmarote” para ver si reaccionaba. Quizás lo habría hecho de saber qué significaba esa palabra. Pero no era así y estaba demasiado atontado como para levantarme y buscarla en el diccionario. En aquella época no teníamos Google.

Descubrí el significado veinte años más tarde, caminando por el bosque mientras disfrutaba de mi nueva afición: buscar setas. Pues bien, acababa de encontrar lo que parecían cuatro níscalos y me disponía a recogerlos (sin tocar las láminas, porque si no, se oxidan) cuando debajo de uno de ellos apareció un señor. Le pregunté qué hacía ahí a la sombra de los níscalos y me respondió que arte. No me pareció raro, porque últimamente se llama arte a cualquier cosa.

Lo que me extrañó fue su aspecto, más bien de barrio de Salamanca que de bohemia, y no lo asocié al término artista.

- ¿Sabe usted que no parece un artista?

- Evidentemente, señor, es que no lo soy. Soy un pasmarote.

Y lo agarré del pescuezo y lo metí en la cesta.

La idea era cocinar níscalos. Y tenía que haberla mantenido, porque el pasmarote resultó ser bastante soso. Ni con sal gorda mejoró. A eso quizás se refería mi madre.


domingo, 17 de octubre de 2010

Sola



Ellos se fueron y la casa, finalmente, se quedó sola.

Se sintió bien, liberada, y quiso hacer todo lo que antes ni se le hubiese pasado por el tejado.

Abrió las ventanas, y entraron un montón de hojas secas de los plátanos, y viento, y un poco de lluvia. No era la búsqueda de una autodestrucción terrible, sino la querencia de mejorar su aspecto físico, que siempre había notado demasiado minimalista. Le faltaba contacto con sus orígenes, una vuelta a la madera y al mineral.

Y animal seguramente, porque al poco ya tenía unas cuantas palomas amándose en sus alféizares, sin muchos escrúpulos.

Era una cierta avidez por los seres que no fueran sus antiguos habitantes.

Rompió los cristales que la protegían, le creció hiedra en las rendijas, y más tarde le salieron flores entre las baldosas. Quiso plantear alguna objeción al color de los pétalos, pero finalmente se quedó callada, dejando que la luz y el perfume del tiempo se impusieran a todo lo demás. Abandonándose a la soledad.

A los pocos meses, sin reflexionar siquiera sobre su locura, unas máquinas la tiraron abajo. Se ve que iban a construir un centro comercial o algo parecido.

Y sus ruinas, que se habían quedado sin la soledad, lloraban.


martes, 12 de octubre de 2010

Novela romántica

La escritora de novelas románticas se pasó al porno. Le resultó fácil. Aquello tan sólo consistía en sustituir las sábanas por genitales y en prescindir de argumentos superfluos – que en realidad, dedujo sabiamente, tampoco aportaban demasiado a la historia.

Se acordó de aquello del McGuffin, de lo que decía Hitchcock acerca de un león de las Montañas Rocosas en una maleta o algo así, y de que se había estado engañando en las 437 novelas sobre caballeros melenudos enamorados de damiselas desamparadas, intrigas palaciegas de rancio abolengo, romances en las abruptas Highlands escocesas, excesos vampíricos de Centroeuropa y malvados bribones de postín más bien elevado.

En el fondo lo que le interesaba era el sexo. Crudo y sin botones.

Y poco a poco, en un proceso de eliminación progresiva de todo elemento prolijo, el intercambio de fluidos corporales comenzó a colonizar las páginas que salían despedidas de su máquina de escribir. Fue una conquista discreta, de la que ningún editor se percató. De hecho, tuvo que ser una lectora agraviada la que alarmase de la existencia de “folladas”, “vergas”, “vías anales”, “eyaculaciones” y demás lubricidades impresas en negro sobre blanco. “Añoro los tiempos de tactos torpes y rozamientos”, concluía en su sangrante epístola.

Así que la escritora de novelas porno tuvo que volver a incluir los caballeros, las damiselas, los rancios abolengos y los vampiros de Centroeuropa, muy a su pesar. “Entre polvo y polvo”, puntualizó sabiamente.

“Hasta la pastilla más dulce necesita un poco de agua para ser tragada, señora mía”, le contestó su editor.


 
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