domingo, 31 de enero de 2010

Artificialidad (Clásico revisitado número 24)


Resulta que da igual que Deckard sea o no un replicante, que haya soñado con unicornios o que Orión sea simplemente un restaurante taiwanés en la esquina Balmes con Provença. Me es indiferente. Lo que no entiendo es que queden sólo nueve años para 2019 y que en Los Ángeles los coches sigan rodando por el asfalto y no levanten ni unos pocos centímetros del suelo. Mucho tendrá que espabilar la ciencia en la próxima década, y no están los tiempos para experimentos. Tampoco he visto aquel anuncio de la japonesa –aunque para eso todavía hay tiempo– ni sé qué coño es eso de las colonias exteriores. Sólo sé que existo. Soy un Nexus 6.

Me lo ha dicho el médico.

Llegó a esa conclusión cuando, tras ver los análisis de sangre y tomarme la tensión, se dio cuenta de que algo fallaba. No le hizo falta ni el test Voight-Kampff, claro que eso todavía no existe. Mi médico es bastante listo.

Tampoco es que me haya dicho que soy un Nexus 6 así, por las buenas. Dio muchos rodeos. Se ve tuvo pacientes que no se lo tomaron bien, y tenía miedo de que a mí me pasara lo mismo, y empezó a hablar de fechas de caducidad, de empatía, de animales y de no sé qué gaitas.

Le dije gracias, doctor, y salí entusiasmado de la consulta, con los ojos sorprendidos del médico en la nuca. No entendió que eso de los cuatro años de vida son más que suficientes y que a la mierda el gimnasio, las l-casey inmunitas y lo de dejar de fumar. Lo mejor de todo es que estoy escribiendo un discurso que dejará corto eso de las lágrimas en la lluvia. Nunca pensé que la artificialidad sentara tan bien.


miércoles, 27 de enero de 2010

Luz (IV)


Por mí caminan los señores de la luz, en busca de sus cronopios con los que cantar. Eso es lo que dicen, pero yo sé que lo que quieren es ir sin rumbo, hasta la vejez y la enfermedad y todo eso. Yo los pinto y los adorno como a mis mejores inquilinos, dejándoles toda mi fortuna durante ese ratito en el que recorren mi cuerpo, dotándoles de un aspecto barroco. Eso hasta que llega la sombra y todo queda en calma. Antes me da tiempo a mezclar los colores, a dotar de brillo hasta las cosas más pequeñas, como los diminutos señores de la luz. Los niños los miran fascinados, pasan su mano por mi cuerpo, intentando obstaculizar su tránsito hacia la nada. Pero se escabullen; son hábiles. Adoptan una postura camaleónica, interrumpen su centelleo y así se convierten en acróbatas momentáneos. Es bonito ver cómo se ondulan, se empequeñecen o, incluso, se rompen para huir de las manos de los niños que los persiguen. A primera vista parecen frágiles, un poco fuera de lugar, como turistas accidentales o buscadores de simulacros. Pero yo por mi cuerpo los siento corretear hábilmente, de safari por el aire, organizados, coherentes, uniformes. Aunque sin rumbo, alejados siempre de un destino que no existe. A la deriva, alejándose de las apariencias, a punto de caer en trampas. Y, cuando todo se calma, continúan su camino por mi cuerpo, y así seguirá siendo, hasta la vejez y la enfermedad y todo eso.


domingo, 24 de enero de 2010

Luz (III)


No me convencieron las explicaciones de papá. Papá es raro. No entendí eso de cantar con los cronopios. Tampoco me pareció muy divertido eso de vomitar conejitos. Al contrario. Me dieron mucha pena. Pobres. ¿Tendría que descubrir yo sola a dónde van los señores de la luz?

Me quedé mirando el rayo de sol. Buscaba pistas. Los señores de la luz iban de un lado a otro. ¿Sin rumbo? Pasé de nuevo la mano por su camino. Se pusieron nerviosos otra vez. Eso quería decir que no les gustaban las interrupciones, que tenían muy claro a dónde ir, aunque no lo pareciera.

Pero no le iba a preguntar a nadie. Lo iba a adivinar yo sola.

Se me ocurrió una cosa. Me puse en medio de la luz, a ver qué se sentía entre los señores de la luz, siendo uno de ellos. Quizás así conseguiría entenderlos.

Tuve que achinar los ojos un poco por el sol. Luego los cerré y escuché. Pero disimuladamente, para que los señores de la luz no se dieran cuenta. Y me puse a imaginar dónde querría ir si fuese un señor de la luz.

¿Dónde?


viernes, 22 de enero de 2010

Luz (II)

El señor de la luz número 23.457 se quedó muy extrañado de que alguien tuviera interés en él. Son curiosos los humanos, pensó, tan motivados para complejidades como la bibliografía numismática o los equilibrios improbables, y tan ciegos para lo mundano que, al fin y al cabo, es lo excepcionalmente importante. Así que cuando le preguntaron

- ¿A dónde vas?

se quedó parado, le sonó a música. Y le entraron ganas de dar muchas explicaciones, porque había visto muchas cosas, y allá iba, a familiarizarse con algunas más. Por ejemplo, con las bellas durmientes, con los juegos florales y con la liberación de París. Había quedado con el dueño de un restaurante en Roma para saludarlo inclinando la cabeza y disparar con arco en la boca abierta de una rana y luego tomar algo subido en un colchón inflable o en lo más alto de la escalera. En realidad todo esto era un secreto, como lo de que dio cuerda a un reloj y después había conocido a un búho que tenía miedo de la oscuridad y que le gustaba jugar a los bucles, que había conocido a un búho que tenía miedo de la oscuridad y que le gustaba jugar a los bucles. Así que para qué explicárselo a esos humanos que ahora de repente habían mostrado interés en él, pero que después seguirían haciendo sus rutinas. Sólo dijo

- A cantar con los cronopios y a vomitar conejitos.

Porque daba igual, no le entenderían, y mejor citar a los clásicos, que así quedaría bien.


domingo, 17 de enero de 2010

Luz (I)

En la ventana había quedado una ranura abierta. Entraba una brizna de sol y ella, dejando de prestar atención a los juguetes por un momento, se quedó mirando, ensimismada. En el rayo de luz flotaban sin rumbo cientos de motas de polvo

- ¿Qué son esas cosas, papá?

Qué cosas, le pregunté curioso.

- Esas cosas que hay en la luz.

Me costaba entender, así que me levanté y me puse a su lado, desde donde, ahora sí, podía ver mucho mejor el rayo de sol y las motas de polvo que flotaban. Entonces comprendí.

Son los señores de la luz, le dije. Ella abrió aún más sus ojos verdes e inmediatamente quiso atrapar alguna de esas partículas que se movían inquietas en el aire.

Espera, no los molestes, le avisé. A los señores de la luz no les gusta que les interrumpan cuando están viajando. ¿No ves que cuando acercas la mano se mueven mucho más rápido?

- ¡Es verdad!

Y se alejó un poco. Entonces las motas de polvo recuperaron la calma y continuaron su tranquilo deambular por la habitación.

- ¿Y a dónde van los señores de la luz, papá?

Si quieres les preguntamos, propuse.


jueves, 14 de enero de 2010

Tres años después

Tres años después, sigue amaneciendo, la niebla se disuelve y la luz sigue desvaneciendo el alba. Entonces despega los párpados y la mira y continúa durmiendo, muy lejos, tocándola sólo con la punta del pie, porque es su dormir abrazados, que nadie más lo hace así. Ojalá finja que le quiere sólo por dos días, recogiéndole con las manos esas gotas de la ducha que la toalla no alcanza a secar bien y desayunando tostadas después, quizás.

Después de todo este tiempo, sigue amaneciendo y aún le gustaría que fingiera quererle sólo por dos días y todo lo demás. Pero continúa sin saber silbar bien y tampoco domina eso de pasear por la infancia, respirando simplemente. Y mira que le gustaría recopilar esos olores y enseñárselos, y dibujar despacio logaritmos o cálculos de probabilidades sobre cualquier recuerdo. Le hablaría de los maestros antiguos, aquellos que le enseñaron a lavarse los dientes y a atarse los cordones de los zapatos. Recordaría las murallas, los fosos y las esquinas del siglo XVI en las que esperaba con la mochila cargada de libros de texto. Pero todavía se le da mal eso de la Historia, no la tiene presente.

Han pasado ya tres años y sigue teniendo zonas de tristeza, aunque eso tampoco es malo, piensa, porque quiere decir que queda un poco todavía para el colorín colorado se volvió verde de envidia y lo de comer perdices de postre, que nunca ha entendido. Además, a pesar de tanto día de por medio, el oxígeno le sigue ahogando un poco, por lo que es bueno que no haya habido desastres inesperados y siga, tres años después, amaneciendo. Para el próximo, aprenderá a silbar. Prometido.


domingo, 10 de enero de 2010

Polo Sur


Hoy me han entrado ganas de emigrar al Polo Sur. Siempre me has dicho que el frío lo llevo dentro, así que eso no será un inconveniente. Será como estar en mi ecosistema. Seré el rey.

Y así salgo de casa.

Construiré un iglú. Tendré un pingüino amaestrado. Comeré pesado azul, que es bueno para el colesterol. Aprenderé a esquiar. Patinaré sobre hielo. Coleccionaré icebergs y variaciones del blanco. Enseñaré a aplaudir a las focas. Lloraré lágrimas sólidas. No veré la televisión. Disfrutaré del sol como nunca. Comprobaré qué pasa con las brújulas. Tomaré polos de gin-tonic. Me haré amigo de varias ballenas azules. Viviré de cerca el calentamiento global. Existiré en negativo. Me compraré un trineo y lo llamaré Rosebud. Haré ángeles en la nieve. Dormiré seis meses seguidos. Soñaré de día. Leeré sólo literatura barata y nadie podrá juzgarme.

Y tú estarás lejos.

No le veo más que ventajas.


jueves, 7 de enero de 2010

La mirra

La mirra corrió espantada hacia la salida. Fueron tras ella, aunque todo el mundo sabe que cuando una mirra comienza a correr las posibilidades de agarrarla con vida son escasas, ya que le resulta fácil alcanzar velocidades de estornudo. La última esperanza que les quedaba era cerrar la puerta antes de que consiguiera salir a la calle. Fuera, en la oscuridad del pueblo, podían despedirse de ella. Encontrar a una mirra por la noche es más que improbable: si la rapidez de sus patas es legendaria, lo es más su increíble habilidad para confundirse entre matices de negro.

El más ágil de los tres reyes, no diremos cuál, pegó un brinco y se colocó delante de la puerta, cerrándola con estrépito. La mirra todavía estaba dentro. Lo habían conseguido, celebraron con gritos. Pero entonces la bestia se vio acorralada y cuando una mirra se ve acorralada ustedes sabrán que saca sus garras y enseña los colmillos. Ahí estaban: los dientes más afilados del reino animal amenazando a sus regias majestades.

El rey con más recursos, tampoco diremos cuál, sacó del bolsillo de la chaqueta la red de cazar mirras y se preparó para el acoso final. Mientras, el segundo rey con más recursos, en efecto, utilizó una silla para cercarla en una de las esquinas de la estancia. Se sintió un poco domador de circo, pero eso no es necesario comentarlo.

La mirra quiso saltar, pero no fue más que una manifestación de impotencia. En su mirada había más tristeza que furia. Uno de los reyes, aquel que sentía más poderoso, esbozó una sonrisa de satisfacción. Sabía que con ese regalo iban a triunfar estas navidades.


domingo, 3 de enero de 2010

Invierno: notas a pie de página

1

El invierno no está hecho para el amor, ya lo dijo Ángel González, que buscando las esquinas se nos pierden los momentos, porque ya no quedan bancos ni orillas de los ríos. Tu piel se eriza y no hay besos que valgan. “Te noto fría la punta de la lengua”, me comentas a pie de página; que nadie se entere, aunque la gente se apresura más para llegar a los sitios y no está para historias apuntadas en los renglones. Corren encogidos y mirando para abajo, rodeados de helada, como si hubieran descubierto su conspiración y corrieran a refugiarse de la ley en algún soportal.

2

Quizás el invierno está hecho para el amor espiritual, para querer de forma cortés, sin buscar puntos erógenos; para escapar de la naturaleza y encontrarte con palabras, huyendo del tacto. Aunque qué raro resulta así, que hasta los suspiros tienen pinta de vapor de agua.

3

El invierno es una estación extracorporal, donde las células estorban, diría yo, si no están rodeadas de cuatro paredes. Lo pensé cuando te vi temblar mientras arrancabas el coche y repetías qué frío. Daba la sensación de que afuera, entre la niebla, se libraba una guerra a navajazos.

4

En invierno mi tacto se vuelve principiante. Quiero decir más principiante aún.

5

En invierno tus notas a pie de página se congelan y esperan durmiendo al deshielo en el que navegaré, acurrucado sobre una tabla.


 
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