domingo, 30 de septiembre de 2007

Mimetismo


A pesar de llevar puesto su vestido de seda azul entallado en las caderas, la cantante de ópera se agazapó tras el escritorio con sigilo gatuno. Allí detrás olía a ceniza y a jazmín y a amor sin amor; ¿cuánto tiempo hacía que no limpiaba ese rincón de la casa? Dirigió la vista hacia donde estaba su protegido. Nada estaba exento de ironía: ella, condenada al olvido; él, enfermo de éxito.

La cantante de ópera, que había visitado todos los teatros del mundo y había seducido a todos los directores -a los verdaderamente importantes-, y a todos los cantantes -sólo a los que la adulaban-, se veía ensombrecida y ninguneada por la voz de su protegido, su amante. Habían pasado muchos años ya de cuando lo presentó en sociedad. Al principio, recordaba, la habían tachado de excéntrica. Pero esas críticas enmudecieron cuando lo escucharon. Poseía, en su diminuto físico, unas cualidades vocales excepcionales, una voz caudalosa, un timbre rico e insinuante, un registro agudo insultante en su potencia y brillantez y un registro grave cálido, redondo y sonoro. Sólo ella se le podía comparar. Pero la crueldad infinita del tiempo la había tratado peor. De ella sólo quedaban ruinas. A él le esperaban muchas Medeas, Normas, Violettas y Leonoras.

La cantante de ópera lo observó. Permanecía ajeno a toda maquinación femenina y entregado a la contemplación del paisaje invernal de la ventana. Iba cubierto, cómo no, por ese traje verde y rojo, y miraba con su ojo sin párpado, torcido por el alcohol en las noches de estreno.


La cantante de ópera, cazuela en mano, se abalanzó sobre él. De poco sirvieron los aletazos del loro, que, con dramatismo mortal, sólo pudo llegar a pronunciar "Con onor muore chi non può serbar vita con onore".

jueves, 27 de septiembre de 2007

Suicidio número 5


Al escritor de best-sellers le encantaba mirar su biblioteca. En realidad sólo había leído el diez por ciento de los volúmenes que allí había, siendo generosos, pero estaba orgulloso de la variedad y el orden de sus libros. Las estanterías estaban repletas de Proust, de Racine, de Céline, de Borges, de Scott Fitzgerald y de Bolaño, de obras maestras en las que no había podido pasar de la página cuarenta sin que la mente comenzara a viajar por las citas de ayer y de mañana, por las firmas de ejemplares en la FNAC, por las entrevistas en los magazines de tarde y por las cenas con su agente. Su agente. No se lo podía quitar de la cabeza. Le había llamado hacía unos minutos para recordarle (claro que se acordaba, cómo se iba a olvidar) que le quedaban tres días para entregarle el primer capítulo de "Potro de Atenas volumen VIII", su esperada nueva novela de la que se agotarían 33 ediciones con relativa facilidad. Pero el escritor de best-sellers no iba a componer ni una línea, ni un párrafo más que comenzara por "El tiempo iba transcurriendo" o "De repente, la luz se apagó" o "El sol anunciaba un día espléndido y radiante, con un nítido cielo azul" o "Tenía que parecer un accidente". Se lo había dicho a su agente y al otro lado de la línea había oído un ruido sordo, seco. De nada sirvieron las súplicas, las promesas de Premio Nadal, Premio Planeta y Premio Nacional de Literatura. El escritor de best-sellers había decidido convertirse en poeta.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Matrimonio

Se despertó a las seis de la madrugada y miró de reojo a su esposa, que seguía durmiendo. Estaba tumbada boca arriba y, la garganta taponada por las flemas, roncaba a un volumen de tendera de ultramarinos. Anoche, borracha, había olvidado desmaquillarse y alrededor de sus ojos se había acumulado una pasta viscosa de color negro que reflejaba los despojos de la fiesta, perceptibles también en los remolinos del cabello que le tapaban la frente. Los orificios de la nariz se abrían y cerraban de forma obscena, dejando ver un bosque espeso de pelos negros y gruesos que, en contraste con el blanco níveo de la piel, construían un paisaje grotesco. De la boca roja, abierta, amarilla, palpipante, caía un hilo de baba sólida que abría un surco por entre el maquillaje y ponía al descubierto una nube de pelusa que se acumulaba en la barbilla. No estaba tapada del todo, por lo que su sudada desnudez se asomaba entre las sábanas. Desde el otro lado de la cama, alcanzaba a ver, casi los tocaba, el relieve de las arrugas de su cuello y un pecho fofo, macilento, repleto de estrías. Un escalofrío la recorrió y la piel se le convirtió en un tapiz de círculos de carne. Antes de que él se decidiera a arroparla, con un acto reflejo tiró de la manta que yacía a sus pies. El vestido blanco de tafetán con pasamanería y flores se cayó al suelo.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Ícaro (II)


Mi experiencia viajera de agosto, teñida de pérdida de maletas, retrasos interminables y registros vejatorios, me obliga a ser insistente en el asunto aeroportuario (remember: Ícaro): con respeto hacia los presos de Guantánamo, en el aeropuerto -y, por extensión, en el avión- los derechos humanos no existen. Os dejo con las palabras de Michel Houellebecq:

“Coger un avión actualmente, sea cual sea la compañía o el destino, equivale a que a uno lo traten como a una mierda durante toda la duración del vuelo. Encogido en un espacio insuficiente, cuando no ridículo, del que es imposible levantarse sin molestar a los vecinos de asiento, a uno le reciben de entrada con una serie de prohibiciones que las azafatas se encargan de anunciar enarbolando una falsa sonrisa. En cuanto subimos a bordo, lo primero que hacen es apoderarse de las cosas de todo el mundo para encerrarlas en los portaequipajes, y nadie vuelve a tener acceso a ellas, bajo ningún pretexto, hasta el aterrizaje. Durante todo el vuelo, se las arreglan para multiplicar las medidas vejatorias e inútiles, haciendo que cualquier desplazamiento, por no decir cualquier acción, resulte imposible, salvo las que entran en un catálogo restringido: degustación de refrescos, vídeos norteamericanos, compra de productos libres de impuestos. La sensación constante de peligro y la inmovilidad forzada en un espacio limitado provocan un estrés tan intenso que algunos pasajeros han muerto por culpa de una crisis cardiaca durante vuelos de larga duración. La tripulación se las apaña para aumentar al máximo el estrés al prohibirnos combatirlo con los medios familiares. Nos vemos privados de cigarrillos y de lectura y, cada vez con más frecuencia, de alcohol”.

Plataforma, Michel Houellebecq

domingo, 16 de septiembre de 2007

Showgirls


Creo que cuando la vi, con su vientre imponente y su lentitud congénita, me vino una arcada y quise correr sin mirar atrás más que para no olvidar de quién estaba huyendo.

- Hola, mi amor. ¿Te vienes arriba?

- No contigo, querida– lo dije sin intensidad, pero con una expresión de asco en la cara. Ella respondió sin la ternura anterior y se fue de mi lado, tambaleándose, arrastrando su barriga amorfa. En la distancia me propinó un cabezazo de realismo con el dedo corazón. Vacié el refresco en la copa y la removí; de forma idiota, ya que parte del líquido se derramó sobre mi mano derecha.

- Cuidado, que se te va a caer. Déjame.

Era ella. La había visto alguna vez más, en mi cabeza, durante las masturbaciones, cuando la obligaba a ponerse de lado para concentrarme en sus caderas, gruesas, redondas, con el tacto de una catarata de terciopelo. Hoy llevaba los ojos envueltos en sombra verde, los pómulos en rugosidad morada y tenía la sonrisa arañada por el gris y el amarillo. Su belleza era más burda ahora que se había materializado desde el recuerdo, como el eco de un tren. En su mirada, sin embargo, sólo parecía haber acumulado olvido. Se acercó un poco más, cogió mi mano, empapada por la ginebra y la tónica, y la chupó, recreándose en el espacio entre los dedos.

- Deberías tener más cuidado, guapo. Aquí las copas son muy caras– me dijo.

Me había dejado su olor a saliva agria en la mano. El mismo olor. Siempre el mismo olor a acero frío. Aprendí a amar ese olor.

- ¿Cómo te llamas, guapo?

Tenía algo dulce e irresistible en la voz. Miré su cuello. Lejos de apiadarme, se me apareció como un animalito desvalido y me excité aún más.

- Para ti, Jack.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Chapter one



"Chapter One. He adored New York City. He idolized it all out of proportion. Uh, no, make that: "He-he...romanticized it all out of proportion. Now...to him...no matter what the season was, this was still a town that existed in black and white and pulsated to the great tunes of George Gershwin." Ahhh, now let me start this over. "Chapter One. He was too romantic about Manhattan as he was about everything else. He thrived on the hustle...bustle of the crowds and the traffic. To him, New York meant beautiful women and street-smart guys who seemed to know all the angles." Nah, no...corny, too corny...for...my taste. I mean, let me try and make it more profound. "Chapter One. He adored New York City. To him, it was a metaphor for the decay of the contemporary culture. The same lack of individual integrity to cause so many people to take the easy way out...was rapid ly turning the town of his dreams in--" No, it's gonna be too preachy. I me and, you know...let's face it, I wanna sell some books here. "Chapter One. He adored New York City, although to him, it was a metaphor for the decay of contemporary culture. How hard it was to exist in a society desensitized by drugs, loud music, television, crime, garbage." Too angry. I don't wanna be angry. "Chapter One. He was as...tough and romantic as the city he loved. Behind his black-rimmed glasses was the coiled sexual power of a jungle cat." I love this. "New York was his town. And it always would be."


Manhattan
, Woody Allen

domingo, 9 de septiembre de 2007

L'amour fou

Le agarró la mano, se la acarició como cuando todo era voluptuoso, con el esmero de un amante real, con la locura y la rabia de los primeros tactos, como cuando te duele todo si no tocas. ¿Recuerdas? Siempre en un constante arrebato físico y trapisonda interna, sometido a una embriaguez pasional, como un animal desplumado y náufrago en una concha flotante. Bebíamos infusiones juntos, sentados en la cama, curándonos las borracheras. Comía rosas de tu boca, con las entrañas desordenadas y la piel dorada. Nos olvidábamos de la suciedad y el mal olor y todos los humores eran amables. Todavía tenías las manos pequeñas y yo bruma en la cabeza. Tú me abanicabas con una revista cuando tenía calor y yo te recorría la desnudez pálida con los ojos; todas eran más feas que tú, y engordaban y se morían. Incluso dábamos de comer a las palomas y perseguíamos a los gatos callejeros, rotos como estábamos de la fiebre amarilla o roja o rosa. No había horas de cenar, ni de comer ni desayunar. Escribíamos manifiestos de locura, y celebrábamos ceremonias diarias para alborotarnos las querencias.

- Perdone que le interrumpa –dijo el abogado–. Intentemos no desviarnos, que tengo prisa. Estábamos hablando del régimen de visitas.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Finales felices

Se despidió a medianoche sin mediar palabra. Había aparcado cerca, al girar la esquina, y fue jugando divertida con el control remoto a encender y apagar los intermitentes. Parecía como si el coche la echara de menos después de unas horas de ausencia. Subió y, antes de acomodarse en el asiento, cerró el seguro desde dentro; era de natural desconfiada, a pesar de que el barrio no invitaba a serlo. Quizás le inquietara el silencio –sólo alcanzaba a oírse alguna sirena a varios kilómetros–, la improbable presencia de delincuentes agazapados en las sombras, armados con cadenas y bates de béisbol –es curioso que un deporte tan tremendamente aburrido sea más violento fuera que dentro del campo de juego– o la imposible aparición de bestias mitológicas, al acecho en la copa de árboles cercanos –antes invadidos por el estrépito de los gorriones. Decidió salir por la autovía, más allá de donde la calle se alargaba. Estaba cansada, demasiadas horas despierta, demasiado trabajo en las manos, demasiado mirar atrás con ira, pero feliz; de hecho, la carretera se le aparecía en las pupilas como fotogramas de actos de amor. El medicamento que tomó puede producir somnolencia, pero los ojos como ovnis. Al girar por el antiguo camino de la estación, muy cerca del cementerio, miró hacia los lados, buscando una tumba digna para él, cuyos pedazos reposaban en el maletero. Era un cabrón, pero hasta los cabrones, cuando mueren, merecen descansar al cobijo de las miradas de los vivos.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Primer día

Se cargó la mochila a la espalda, resentida de forma inmediata por el muy pesado libro de Conocimiento del Medio, dio un beso –de los sonoros– a su madre y salió de casa cabizbajo. Tenía recursos para no parecer triste y penetrar como si(n) nada en la caótica vida de un artista delirante; no le hacía falta mirar en las páginas amarillas para salir de las tinieblas, toda una forma de especialización tapizada de optimismo. Pero ahora se le habían desatado los cordones de las botas. Mientras se agachaba, recordando cómo era el secreto de las lazadas que le había enseñado su padre, se imaginó la puerta del colegio tapiada, con chicle en la cerradura, convertida en un negocio de chuches y palomitas o en un iglú con esquimal, agujero en el hielo, oso polar y todo lo demás que tienen los iglúes. No hacía frío, no paraba de llover, no había hecho caso a su madre, no había paraguas. Buscó complices en la acera, mochilas cargadas con piedras del río, con conchas de nácar y cubos de plástico, con barajas de Heraclio Fournier, con parches de bicicleta, con ranas y tirachinas, con dinosaurios, con balones de baloncesto, con carreras de sacos. Buscó una bienvenida a la realidad menos agria, pero se dejó contagiar por el humor sombrío de la calle. Parecía de noche.

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.