viernes, 31 de julio de 2009

Terrazas (II)


En una de las terrazas de Rius i Taulet nunca da el sol. Por eso siempre me siento allí cada mañana. Con el sol no pienso bien y la sangre se me pone dulce y los mosquitos no me dejan razonar y entonces comienzo a jugar con tu lengua como un pintor mezcla sus colores y luego recuerdo encontrar un tono pastel que más tarde usé para pintar mi habitación, porque sólo pinté una pared -las demás son blancas. Más tarde me pierdo mirando ese color y luego entre tus muslos, entre hogueras y candelas, y voy siguiendo tu estela hasta que llego a mañana y a desayunar contigo y a tus periódicos y suplementos dominicales, y me cuesta volver, porque me cantas al oído canciones que no había oído antes, en francés o en inglés o en un idioma parecido. Dibujo mi cama y tu cama y mi cama otra vez. Te imagino llorando, y cuando reías y se producía una explosión cósmica y me mirabas, y cuando compartíamos el sudor y nos sumergíamos en nuestras algas, y me contabas aquello que te pasó una vez en el desierto. Y pienso en la tierra prometida del espejo y en la nube que cazaste ayer y metiste en una jaula para mí; me dijiste que era para que siempre me acordara del cielo de esa tarde, cuando dejamos de conocernos y me gritaste aquello de que sólo pensaba en películas tontas, que pasaba por las verbenas sin pegar un baile y que me tenía que fijar más en la luna llena, vete a saber por qué. También me dijiste que me olvidara de ti y de tu lengua, de tus muslos y de tus periódicos y suplementos dominicales, que en Rius i Taulet en todas las terrazas da el sol y que la miel siempre será dulce, pero no tanto como mi sangre.

viernes, 24 de julio de 2009

Terrazas (I)


En la plaza de la Virreina hay un hombre que vende lágrimas. Dice que ahora se llora poco, muy poco. Antes, en sus tiempos, me decía, se lloraba más, y no era porque la gente fuera más desgraciada, sino porque no tenía tantas cosas que hacer. Ahora todo el mundo va de un sitio para otro, pensando en sus asuntos y en lo último que se compró y en lo siguiente que se va a comprar, y ya nadie llora. Tendría que salir llorando por la tele una modelo de ésas tan guapas, para que la gente la imitara, me decía; pero no llorando con las lágrimas que caen haciendo surco por el maquillaje, ni con aquéllas que esconden los defectos o con las que parecen trazadas con tiralíneas. Deberían mostrarse con lágrimas nuevas, sin velo, entre un llanto lleno de hipo y mocos y ojos rojos y con la tristeza que se desayuna algunos domingos. Así son las lágrimas que yo vendo, me decía.

Las lleva en un carrito de helados que pone Menorquina. Se ve que tienen que estar bien frías, porque aquí con el calor ya se sabe, si vas vendiendo algo a temperatura ambiente nadie te lo compra. Pero que es igual, que luego, al tomar contacto con la piel, se calientan rápidamente, con devoción, en cuestión de segundos. Después, la reacción suele ser de sorpresa o de pasión. Digo esto último, comentaba, porque una vez hubo una pareja que se tuvo que ir corriendo a su casa de tal arrebato que les dio, a punto de comerse a besos delante de todo el mundo, aquí en la Virreina. Parece ser que el llanto les acaba desnudando y se acuerdan de que son seres frágiles y eso les llega al bajo vientre.

También pueden provocar nostalgia, me decía. Entonces es peligroso, porque se corre el riesgo de dejar sin pagar la consumición y armar aquí un follón. Pero eso no pasa casi nunca, sólo entre los desarraigados crónicos, que no son tantos, que ahora todo el mundo tiene una patria y, si no, se la fabrica.

La cuestión, explicaba, es que se acaba llorando, y eso ahora ya es algo. Que se llora poco, muy poco.

Le dejé acabar. Y no, gracias, le dije con el mismo tono con el que rechazo las rosas rojas que pasean por entre las terrazas de la plaza de la Virreina. Después le di un trago más a la cerveza y encendí un cigarrillo mirando para otro lado. Ya no saben qué inventar, pensé.


martes, 21 de julio de 2009

Fragilidad



La hicieron de cristal para que la fragilidad no estuviera sólo en sus ojos. Una escoba la gobierna ahora, rota en cientos de pedazos secos, en mitades partidas por la mitad, cuando ya no le quedan mudanzas ni humildades.


La llevaban para el museo de almas libres de cinismo, que ya quedan pocas. El camión aceleró en plaza de España, frenó en Gran Vía y las almas se convirtieron en cromos de la Liga 87-88, todas esparcidas por el suelo, sin entierro generacional. Ella, que era la única hecha de cristal, se rompió. La sombra también se le rompió, y eso que era joven, mucho más joven que ella. Les dio tiempo a mirarse. Un segundo nada más. 


Ruido de cristales rotos. El camión se paró y allí quedó el estropicio, con el alma y su sombra reducidas a cientos de pedazos solos. Un mentiroso explicó que a nadie le importó, que allí había demasiada oscuridad y tantas cosas, que sólo se preocupaban en esquivar el corte y la confección y en conservar el lustre de los zapatos. Que no está el tiempo para heridas en los pies. Pero era un mentiroso, así que aquí nadie le cree, porque el alma y su sombra no tenían pinta de arañazos, y mucho menos de cortes. Lo que sí es cierto es que a nadie se le ocurrió repararla, cuesta encontrar un pegamento que niegue el pasado, así que quedó como pasto de la escoba, como sangre de asfalto.


Se veía venir, dijeron otros, que un alma de cristal es una cosa rara, no hace falta cáncer en sus pasillos para la ausencia y no es necesaria epidemia para que se haga de noche. La última duró lo que dura el hielo en las manos.


Y todos, sin excepción, lloraron, porque ya no quedaron más almas libres de cinismo. Al menos, de ésas sin civilizar, de las que se rompen en un frenazo.

jueves, 16 de julio de 2009

Redundancia



Mi imagen se desvanece si no la miras. Acabo reducido a la transparencia de la que vengo y de la que me rescatas cuando te acuerdas, cuando descubres alguna excusa en tu piano de necesidades. Aquí te suelo esperar, invisible después del amor y luego del frío, al que no me adapto, donde llueve sobre mojado y los relámpagos iluminan más bien poco. Es éste un terreno de redundancia, de sumar uno más uno y al final acaban siendo tres, o de elevar al cuadrado y los números se van cada uno por su lado.


Mi imagen se filtra por los desagües si no la miras. Invisible, me refugio en cuentos que siempre terminan mal, sin colorín colorado ni perdices, ni lobos que vomitan lo digerido, pero da igual, porque mi imagen se esfuma entre canciones sin besos y sin lenguas. Los focos no me iluminan, sino que pasan a través de la carne y de los huesos sin dejar cicatriz, como si la luz fuera aire y mi cuerpo fuera mera palabra. Pero la imaginación no me toca en esta fábrica de fantasías, que no se avivan sin que tú soples desde las llamas de tu mundo. Pero eso es cuando te acuerdas y me miras, cuando descubres que hay algo que no sabes. 


Mi imagen se pierde entre libros viejos si no la miras. Me condenas a este lugar cómodo, entre las letras, con tanto papel y tanto que hacer. Aunque, mientras llegas o no llegas, este papel me distrae de los cuchillos y de la amenaza del vacío. Cuando no sé qué tecla pulsar, siempre asdfg hjklñ, asdfg hjklñ y luego puntos suspensivos, porque así, con puntos suspensivos, parece que vaya a viajar hasta ti y decirte cosas que nunca te he dicho. Mientras llegas o no llegas, tiño la realidad de películas tristes, con gente que canta en francés y lluvia sin relámpagos pero con piezas de Satie. 


Mi imagen se pierde en el invierno si no la miras. También ahora, en pleno julio, en el hemisferio norte, donde mi imagen se filtra por el desagüe en el sentido incorrecto y los cuentos nunca terminan mal y no hacen falta focos y escasean los libros viejos, donde nunca llueve y el aire sopla desde ti. Cuando te acuerdas. 

domingo, 12 de julio de 2009

Realidad (Clásico revisitado número 19)

Es por eso que los cuentos se acaban, porque si continuaran las perdices dejarían de ser perdices. Se tendría que publicar un anexo de consecuencias que desmontara toda la alegría del colofón, sin besos, inverosímiles felicidades y amor incondicional, y con todo el portazo de la realidad en los morros. La puta realidad, ésa que le había tocado.

Mientras trabajaba sólo se acordaba de los instintos. Hambre, sed y, sobre todo, cansancio. Ahora echaba de menos el tiempo de la rueca y del lecho bordado en oro y plata. Y del sueño. Hacía mucho que no dormía bien. En la cama hablaba y bailaba, se movía de forma epiléptica al ritmo de una música que ya tenía dentro, y se despertaba inquieta, con sudor entre los pechos y sin beso en los labios. En su cabeza, la misma pesadilla: estaba en ese cuarto con la anciana y se pinchaba el dedo una y otra vez. Al principio, como una caricia. Luego, con saña. Las manos acababan negras de aguijones y el hechizo no funcionaba.

Ahora querría maldiciones, zarzas, espinas y sueños de cien años que la alejaran del escenario, de la barra y de las miradas de aquellos hombres que la manchaban con sus amores de cartón piedra, con sus babas frías y ese tacto. El tacto era lo peor. Desde allí arriba se fijaba en los ojos, más rojos de cocaína que de lujuria, y les veía sacar la lengua de forma obscena, como si chuparan el filo de un cuchillo.

Y él, entre ellos. Su príncipe, que observaba el espectáculo desde uno de los sillones de la parte más oscura. La miraba con inquietud, señalándole los billetes de dólar que se habían caído al suelo. “Te quiero”, creyó verle vocalizar con esos mismos labios que la habían despertado a esta puta realidad en la que los cuentos se acaban y ella ya no duerme y sólo suda y sólo recoge desnuda billetes de dólar del suelo.


miércoles, 8 de julio de 2009

Calor



A mí es que el verano me sienta fatal. No es nuevo. Quien me conoce sabe que el calor me provoca una tristeza de huérfano, me hincha las venas hasta el límite de la obesidad y me vuelve más incomprensible. De hecho, me convierto en un ser absurdo y hago cosas que no llevaría a la práctica en un clima más templado. El año pasado me convertí al catolicismo durante una tarde y bloqueé la calle Azafranal con dos contenedores de basura. Luego me fui de cañas por Van Dyck como si nada, pero me acurruqué en la esquina de un bar y me quedé dormido.

También se me seca el cerebro y aquello que en invierno haría en unos pocos minutos ahora me lleva días, o incluso semanas. Las historias se me evaporan y sólo me sale escribir acerca de cuartos de baño y de apariciones marianas, junto o por separado, lo cual no le interesa a nadie. Creo que es porque con el calor no salgo mucho de casa. Me dan miedo las playas y los incendios provocados, y acabo yendo a por tabaco y poco más.

Esta mañana, sin embargo, harto de los cuartos de baño y de las apariciones marianas, salí a por una historia. Expresamente. Y cuando uno tiene el objetivo claro, es fácil conseguirlo, así que a los diez minutos ya tenía mi historia. No me costó nada hablar con ella, porque se ve que estaba deseosa de letras. Charlamos un rato en un soportal hasta que nos entró hambre y la invité a comer. Luego nos tomamos un café y fumamos, intercambiamos opiniones sobre los zapatos de tacón, el arte de los objetos mundanos y las versiones de las canciones de Peret.

El problema es que me acabé acostando con ella. Y encima me corrí enseguida. Como no me conocía, se enfadó y se fue, porque no sabe que el calor me sienta fatal. Aunque en el fondo me da igual: era una mierda de historia al lado de mis cuartos de baño y mis apariciones marianas.


sábado, 4 de julio de 2009

Despedida


No sé si te acordarás, pero el último beso que nos dimos fue en la Gran Vía. El otro día pasé por allí y me quedé mirando la parada de metro. Me quedé esperando un par de minutos, a ver si salías, qué tonto, si tú nunca has salido de esa parada de metro.

Iba a ser una despedida fugaz, no sé si lo recuerdas, porque a mí nunca me han gustado las despedidas, pero acabamos construyendo como un microestado independiente durante dos, tres segundos. Podrían haber desaparecido las esquinas y las embajadas, que ahí nos habríamos quedado, en nuestra república, en nuestro desierto. Luego creo que te dije hasta la vuelta, o algo así, ya nos veremos, porque convenía hacerlo así, porque siempre he hecho las cosas que convenían. Y nos fuimos y ya está. Y luego mis asuntos y tus asuntos y unos cuantos anuncios de cigarrillos rubios.

Sí, he vuelto a fumar. Fumar me distrae de ti y de esta ola de calor, y así no paso por la Gran Vía.

No siempre, va por rachas. No soy de noches en vela ni de conservar olores en cajas de zapatos, pero lo de pasar por la Gran Vía va por rachas. Miro la parada de metro como si la reconociera. Incluso me siento en un banco, me sacó de la mochila un libro y hago que leo, y hago que escribo en los márgenes y me muerdo el labio superior. Gesticulo de forma interesante. Y miro a la parada de metro, como si fueras a aparecer en algún momento. A ver si sales.

Dirás que por qué te imagino allí y no en mi cama, en el baño o en la puerta de mi casa. Seguro que te encoges de hombros mientras lo dices. Creo que es porque conviene hacerlo así. No sé si te acordarás.


 
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