domingo, 27 de marzo de 2011

El misterioso caso de las mujeres koala


Hace semanas, cuando estaba tendiendo la ropa, entre pinza y pinza sentí que mi novia se me agarraba a la espalda. Qué cariñosa estás hoy, comenté dándome la vuelta. Luego la besé y acabamos en la cama y hasta aquí, porque soy celoso de mi intimidad y mucho más en un blog que lee mi madre.

Al día siguiente volvió a repetir la maniobra, aunque esta vez yo estaba abriendo un vino del Priorat (65% cariñena, 35% garnacha, criado 14 meses en barricas de roble francés). No llegó el sonido del descorchado a mis oídos y ya tenía sus brazos rodeándome el –musculado– torso. Vaya, me limité a puntualizar, y el resto, y la verdad es que contento.

Sin embargo, cuando esa misma tarde volvía a casa de la frutería –buenas fresas las de este año, sí señor– me encontré con la realidad en el descansillo: mi novia, claramente asustada, se agarraba con fuerza instintiva a la espalda del vecino del cuarto. Primero me enfadé un poco, porque creía tener el monopolio de esa nueva costumbre suya. Después me dijo aquello que se dice en estos casos.

- Esto no es lo que parece.

Y yo la creí, porque estaba más pálida que de costumbre y el vecino no tenía incorporado el rictus de placer, sino que más bien parecía querer espantarla como si de un insecto se tratase. Los conseguimos separar horas después, tras la intervención del Presidente de la comunidad, que siempre sabe qué hacer en ocasiones como ésta. Por algo es el Presidente de la comunidad, así, con la P mayúscula.

Pero claro, esto sólo acababa de comenzar. Ni se imaginan lo que ha sido vivir con ella saltándome a la pantorrilla en cuanto me descuido, ni lo difícil que es salir de la cama con cincuenta kilos extra pegados a la tripa.

El martes me rendí y la llevo incorporada a la chepa desde entonces. El médico nos dice que es normal, que eso es que está ovulando.

Pero a mí me da que es otra cosa, sobre todo tras descubrir que ha dejado de comer otra cosa que no sea eucalipto. Llámenme observador.


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domingo, 20 de marzo de 2011

Yo quiero una Guardia Amazónica (Historias de Twitter 4)

“Gadafi no se rinde y jura convertir Libia en otro Irak”


Hoy me he levantado y hacía muy bueno, pero a mí me han entrado las ganas de ser dictador. Que tipo más raro, pensarán, con lo bien que sienta una cañita al sol y unas aceitunas. Pues sí, soy raro.

Me he documentado y lo normal en esto de ser dictador es buscar un referente anterior, un ídolo de masas al que imitar en todas las decisiones dictatoriales que tengo que tomar de aquí en adelante. Más que nada por no innovar en todo, que es muy cansado y, precisamente, me parece que lo bueno de ser dictador es que todo lo hagan por ti.

Después de diez minutos de disertación, he optado por Gaddafi como modelo, que está de actualidad y será más fácil de explicar, porque describir a las masas incondicionales que soy discípulo lejano de Gurbanguly Berdymuhammedov, de Than Shwe o de Isayas Afewerki va a ser tiempo perdido, además de complicado de deletrear. Y, qué diablos, yo también quiero una Guardia Amazónica.

Inmediatamente me he imaginado la mejora en calidad de vida que supondría tener a 200 vírgenes expertas en artes marciales a mi servicio. No le veo más que ventajas, como a lo de ser intelectual. Por no hablar de la envidia que tendrán en la urbanización, que mucho Porsche Cayenne y mucho Ipad, pero a nadie he visto todavía con un ejército de amazonas.

Mi mujer no me inquieta, porque estoy seguro de que pronto le verá la gracia a eso de llegar al Carrefour y no tener que cargar bolsas nunca más, y se le acabará lo de hacer cola en la pelu, porque entre 200 tías alguna habrá que sea esteticién, digo yo. Ya le he dicho que no se preocupe en hacer comida, que ellas ya se espabilan –es lo que tiene ser fuerza de élite– y que, además, buena gana, si tienen pinta de comer más bien poco.

Así que nada, lo dicho: hoy paso de vermut y comienzo lo de ser dictador. Y ya le explicaré al crío qué es una virgen, porque si no lo aprenderá en el colegio.


domingo, 13 de marzo de 2011

Marca blanca (Historias de Twitter 3)

“El propietari de Mercadona, el valencià Juan Roig, debuta a la llista Forbes entre els més rics del món” (Diari Ara)


Esta mañana, en el Mercadona que hay al lado de casa, he descubierto que tenían libros Hacendado.

“La marca blanca ha llegado también a la literatura, la virgen santísima”, me indigné, por supuesto. Son muchos años dedicados al sector editorial y es duro lo de descubrir que, además del libro digital, nos sale otro competidor entre las magdalenas y las conservas de anchoa, se darán cuenta. Aun así, superado el calentón inicial, me dispuse a hojear los libros que tenían en la mesa de novedades. Los más populares parecían ser “El código de Murillo” de Daniel Marrón, “La sombra de la ventolera”, de Charles Zaphon, y –sin duda, el best-seller– “Las columnas del mundo”, escrito por Kiko Folet. En cuanto a la no ficción, “El método Du ¿qué?”, del Doctor Du Qué, por supuesto. Y todos, todos, con el sello Hacendado en la cubierta.

El precio, buenísimo. Que ni edición de bolsillo, ni quiosco, ni saldos, ni nada. Eso sí que era una buena oferta. Además, con la compra de tres, te regalaban un cuarto y, además, un pack de yogures desnatados de esos de tarta de limón y un descuento de dos euros para la próxima compra. ¿Cómo iba a poder resistirme?

Y visto lo visto, y leído lo leído, no parecían mucho peores que los originales, así que servidor se compró varios ejemplares de los libros nombrados y una copia facsímil de El Quijote, prologado por un tal J.J. Vázquez, que lo mismo da.

Llegué a casa con el carro repleto de cultura y con un convencimiento: la marca blanca me ha conquistado. A partir de ahora, sólo leeré Hacendado. Y perdonen por la rima interna del texto, pero es lo que tiene el marketing, que la literatura se la pasa por el DAFO.


lunes, 7 de marzo de 2011

El poder de las redes sociales (Historias de Twitter 2)


“Creo que las ciudades pueden no existir para el año 2000. Y no lo digo por las bombas atómicas sino por los increíbles avances en las telecomunicaciones que son posibles gracias a los transistores y los satélites de comunicaciones. Esto hará posible un mundo en el que estaremos comunicados constantemente, sin importar dónde nos encontremos, aún desconociendo la ubicación física de nuestros amigos. Será posible, dentro de 50 años, que una persona haga su trabajo en Tahití o Bali del mismo modo que podría hacerlo en Londres” (Arthur C. Clarke en 1964)


Hoy, cuando volvía del súper, me encontré en el rellano de la escalera con el señor Twitter. Resulta que desde la semana pasada vive en el 3º D.

Esto de tener a una celebridad en el barrio nunca se ha visto. Vivimos en un bloque de pisos más bien modesto junto a la plaza de les Glòries, y la verdad es que no hay mucho multimillonario por aquí, ni siquiera de esos bohemian chic que están tan de moda y se hacen pasar por intelectuales sin un duro; en nuestra calle sólo abundan las palomas, las cacas de perro, los plataneros y los carteles de “volem un barri digne”.

Pero era el señor Twitter, segurísimo. A primera vista, no lo reconocí, y eso que no hay mucha gente con esa pinta de pájaro gigante (como el Albatros, pero en grande) y de color azul. Salí de dudas cuando le dije buenos días y él me contestó con un “tweet” sonoro y pronunció mi nombre con una @ delante –algo que me sonó más bien a caucásico. Aunque a mí los famosos siempre me han intimidado, le seguí la conversación y comencé a hablar del tiempo: que si qué gusto que los días sean más largos, que en las mañanas todavía refresca y que a ver si llueve en el campo, que es donde se necesita. Rápidamente lo hizo Trending Topic – no precisamente por mi agilidad verbal– y no sé si me dedicó un sarcasmo cuando decidió retwittear mis comentarios sobre la humedad del ambiente. En definitiva, que no me cayó nada bien, que un recién llegado debe tener más cuidado con lo hace y con lo que dice y retwittea.

Lo peor no fue eso, sino que además se ha convertido en mi follower y no hay manera de quitárselo de encima. Ahora, por ejemplo, está aquí detrás, viendo cómo escribo sobre él. Sinceramente, es un poco incómodo tener un pájaro añil de 350 kilos siguiéndote en todas las tareas que realizas. Ya a mi mujer le pareció raro que le invitara a comer, pero aún más que se quedara a ver la peli de Antena 3 y empalmara con el Arguiñano. No me quiero imaginar lo que pasará esta noche, que es sábado y ya me entienden: hoy toca. Y en mi cama no hay followers que valgan.


domingo, 6 de marzo de 2011

Porno (Historias de Twitter 1)


“Llénate la cara y la cabeza con etiquetas que dicen “onanista”. Ve a una fiesta y pide a las mujeres que te las despeguen” (Twitter de Alejandro Jodorowski)


El otro día me bajé una peli porno. Ya sé que no debo hacer ese tipo de marranadas, que la ministra me regañará, que hay gente que tiene que vivir de los derechos de autor y tal. Pero es que me apetecía. La vida en pareja ha hecho olvidar la faceta más individual de mi sexualidad y me sentía en el deber de recuperarla.

Para ello esperé a que mi mujer me dejara solo en casa, evidentemente. Si hay algo que puede teñir de emoción al rutinario acto de masturbarse es la sensación de infidelidad, porque así por sí solo, qué quieren que les diga: son muchos años y ya poca cosa queda por explorar. Sería como una vuelta a la adolescencia, a los paquetes de kleenex, a las duchas eternas y las mañanas demasiado húmedas. La emoción de lo furtivo.

Así que esperé a la tarde del viernes, cuando a mi mujer le toca peluquería. Dijo “hasta ahora”, cerró la puerta y yo, dos segundos después, ya estaba sentado en el sofá, mando de la televisión en mano, dispuesto a pulsar el “Play”.

El porno ya no es lo que era.

Eso es lo primero que me vino a la cabeza cuando mi mujer me despertó y tuve que explicarle por qué coño estaba durmiendo semidesnudo con el pene flácido en la mano y, en la tele, una escena de festivo lesbianismo.

Que no es lo que era, oiga.

 
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