sábado, 30 de julio de 2011

Cupones

Resulta que estaba yo el otro día navegando por estas webs de descuentos y me encontré con mi mujer de oferta. Fue toda una sorpresa, ya que ella es de espíritu más bien burgués. No va en transporte público, jamás ha comprado ni un yogur en el Mercadona y no la he visto nunca sudando. De hecho, se abonó al Liceo pero sólo va una de cada tres óperas, porque dice que la costumbre lo vulgariza todo y que en el fondo allí también abunda la chusma. Una vez se salió de un recital de la Gheorghiu porque después de un aria alguien osó gritar “bravo” en vez de “brava”. Lo juzgó inadmisible y de una falta de clase.

Por supuesto, mi mujer no comulga demasiado con estas prácticas que democratizan los masajes y los restaurantes de lujo. Cuando se enteró de que esto de los cupones y la compra colectiva existía, escribió una carta al director de La Vanguardia abominando de la costumbre de la gratuidad y de la falta de escrúpulos de las empresas en aras de un aumento de la facturación. Recuerdo sus frases finales: “como sigamos permitiendo descuentos de esta categoría en servicios tradicionalmente destinados a una minoría, la burguesía exigirá mayores privilegios y será el fin del sistema social tal y como lo conocemos. El proletariado será la nueva clase alta y la clase alta se convertirá en clase superalta. Un disparate”. Evidentemente, no se la publicaron, pero se quedó a gusto.

Esto no encaja con habérmela encontrado de oferta. Y al 60% nada menos.

Me inscribí en la promoción, porque tenía curiosidad, claro. Estoy pendiente de que me dé hora, pero ya me ha dicho que está la cosa chunga y que me tocará para marzo o así, y es probable que para entonces el cupón esté caducado.

Sí, creo que se trata de una nueva versión del dolor de cabeza. Y encima, con descuento.


domingo, 24 de julio de 2011

Silencios

Me gustan nuestros silencios de domingo por la tarde. No voy a decir eso de que son silencios que hablan o se convierten en música, porque no es así; son silencios sin lugares comunes y sin cursiladas de relato de cogerse de la mano o de mirarse a los ojos y demás. Son como el silencio de dejarte dormir, o de cerrar la puerta despacio, casi vocalizando, o como el silencio de marcharse muy temprano por la mañana, o como el que hay entre los susurros de quererse despacio. En estos silencios yo estoy escribiendo aquí, y tú estás cerca y lees y apuntas frases al margen, y te levantas algunas veces para beber agua o mirar por la ventana y estirarte y de paso besarme.

Me lo imagino como un silencio muy elegante, vestido con un traje años 60 y fumando en pipa, descansando del trabajo en la avenida Madison. Bueno, así más bien te lo debes de imaginar tú, que eres más de esto; a mí me lleva a las campanas de mi pueblo llamando a misa y a la gente paseando por la muralla y a dejar de leer y mirar con los prismáticos por la ventana, a ver si en el río hay mucha gente. En nuestros silencios de domingo por la tarde me siento en mitad de un verano muy largo, cuando hace demasiado calor para salir a la calle y tenemos todas las persianas bajadas. Desde aquí oigo cómo pasas las páginas, cómo te pones triste o sonríes o te sorprendes y achinas los ojos, y a veces me da la impresión de que te interrumpo pensando en mirarte y entonces dejo de pensarlo para que sigas pasando páginas y que todo siga sucediendo en nuestro silencio, que la temperatura no se altere, que la velocidad del tiempo sea la misma y que no haya más palabras que las escritas, y que yo siga escribiendo aquí. Y tú estés cerca.


domingo, 17 de julio de 2011

Abdominales

Esta semana me ha dado por la operación bikini –un poco tarde, lo sé, pero siempre he sido de reacciones lentas– y me he comprado una caja de esos parches que se comen la grasa. En concreto

Eliminan la grasa localizada y reducen volumen corporal. Se logra una reducción generalizada de 2-4 cm de volumen, equivalente a 1-3 kg de peso.

Además de ser de reacciones lentas, también tengo una extrema sensibilidad al marketing. No es broma: empecé a salir con mi primera novia porque llevaba una camiseta que llevaba escrito “New”, y el único trío que he hecho fue motivado por el simple hecho de que eran 2x1.

Pues bien, al llegar a casa con los parches lo primero que hice fue leer las instrucciones del invento y observé para mi desdicha que había que ponerse los pegotes uno a uno y que sólo se notarían efectos a las cuatro semanas. Hice los cálculos y descubrí que estábamos hablando de un mes entero, lo que quería decir que hasta mediados de agosto mi barriga iba a seguir fusionada con mi tórax y que un verano más sin comerme un rosco. No lo iba a permitir.

Así que me puse todos los parches. No juntos, por supuesto, sino en diferentes zonas de mi cuerpo, rebosante a los pocos minutos de cafeína, carnitina y fucus. Me notaba exultante de belleza, orgulloso de metabolismo, pecador confeso de soberbia y nunca arrepentido. Inmediatamente después me desmayé.

Desperté confuso a las ocho horas. Invadido por la emoción, me miré en el espejo y vi que continuaba igual de lipídico y que, además, ahora mi piel era más bien verde fluorescente. Me había convertido en la Masa, aunque sin el coñazo de la mala leche. Tampoco tengo tanto músculo, pero da igual. Mola. En cuanto se me pase la colitis, la migraña y pueda comer algo sólido iré a la playa y me pondré a ligar como un poseso.

domingo, 10 de julio de 2011

Flash-back

Ayer por la noche invité a unos amigos a casa. A cenar y tal.

Hasta aquí todo normal. Mucha gente invita a amigos a su casa, aunque al final quieras que se vayan y que te dejen dormir en paz y tengas ochocientos cincuenta y cuatro platos para lavar y luego al día siguiente tu casa huela a tabaco y tengas resaca. En el fondo lo pasas bien y los invitarías otra vez al día siguiente.

El problema es que ayer se me ocurrió un chiste en el que había que hacer un flash-back y allá que nos fuimos todos. Pasó como con los belgas, que son muy formales, y para allá que nos tuvimos que ir. Mis amigos no sé dónde fueron, pero yo acabé en el patio que había al lado de mi casa, donde pusimos una canasta para jugar al baloncesto y Emilio la rompió. Quería machacar. No le culpo: la verdad es que todos habríamos querido machacar esa canasta y hacer como hacían por las noches en el programa de Ramón Trecet. Pero Emilio pesaba más y cuando la rompió nos quedamos sin canasta y tuvimos que jugar con el alfeizar de una ventana. No era lo mismo, era más fácil, y por eso no ganábamos a la gente de fuera del patio.

Me estoy yendo un poco, aunque en eso consisten los flash-back, que sabes cuándo empiezan, pero se pueden convertir en el Padrino II y durar tres horas y media. O más, porque yo llevo en él desde ayer y no sé cómo volver. Aquí no hay móviles para llamar al ahora ni nada parecido. Llamábamos a casa y ya está y no había alternativa y la gente se sabía los números de teléfono de memoria.

No sé a qué número llamar para volver y creo que me quedo un rato jugando al baloncesto con el alfeizar de una ventana y metiendo más triples seguidos que Larry Bird y Clyde Drexler juntos. Total, cuando vuelva seguro que está todo igual y los ochocientos cincuenta y cuatro platos sigan ahí y la casa todavía huela a tabaco, y a lo mejor se me ha pasado la resaca, porque estoy en racha: voy por los 32 puntos y no ha terminado el primer cuarto.


sábado, 2 de julio de 2011

Aire acondicionado


Ayer pusimos en marcha el aire acondicionado. Ya tocaba. Soy poco amante del viento artificial, me reseca los pulmones, la nariz, la boca y los párpados, y tiene que hacer un calor de veinte pares de gónadas para que me digne a poner el aire acondicionado. Éste ha sido el caso. Sólo cuando mi novia estaba experimentando los primeros síntomas de deshidratación y asfixia y comenzábamos a utilizar el sudor para regar nuestra pobre planta –por eso del ahorro– ambas –mi novia y mi planta– me sugirieron entre sollozos

Cariño, creo que ahora es el momento.

Y a regañadientes pulsé el botón. Empezó a oírse un ruido extraño. Es decir, más extraño que el mero aire saliendo de un aparato blanco colgado en la pared. Algo así como un centrifugado.

Algo no funciona.

Concluí con gran perspicacia. Así que pulsé otra vez el botón (que es tanto de ON como de OFF). Dos veces. Y el ruido cesó y luego volvió con más virulencia, si cabe. Súbitamente, antes de que me diera tiempo a hacer cualquier cosa, el aparato se desprendió de la pared y, con una violencia inusitada, cayó sobre la televisión de plasma, el DVD y el Home Cinema.

Pulsé el botón de nuevo, pero ya no pasó nada. El aparato de aire acondicionado había dejado un gran boquete sobre la pared y reposaba inerte sobre mis posesiones más caras. Mi novia se había refugiado detrás del sofá y todo estaba cubierto de un polvo naranja.

De repente, del agujero del aire acondicionado salió un señor muy pequeñito con pinta de contable y bajó tranquilamente, poniendo los pies primero sobre los restos de la televisión de plasma, después sobre los restos del DVD y, al final, sobre los restos del Home Cinema, se sacudió el traje y dijo lo siguiente:

Soy el genio del aire acondicionado. Te concedo tres deseos.

Por supuesto, no me lo creí –lo de los genios es cosa de cuentos– , y entre el calor y el cabreo que llevaba por el estropicio, simplemente lo maté de un golpe en la nuca y después lo tiré a la basura.

No me juzguen: ustedes habrían hecho lo mismo.


 
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