jueves, 31 de enero de 2008

Frustración

Llegó el momento del Si natural y la cantante tomó más aire aún. El diafragma se tensó, los pulmones se inundaron, la tripa se le hinchó como un sapo orgulloso. Abrió la boca y mostró la lengua de forma obscena. Desde la primera fila incluso pude distinguirle las amígdalas. Encogidos en el asiento con los ojos entornados, estábamos preparados para el gran alarido pero, cuando quiso expulsar el sonido, de su garganta no salió una nota, sino un filósofo estructuralista. Como pueden imaginar, el director no tuvo más remedio que detener a los músicos. El respetable se quedó estupefacto, aunque no más que la cantante: por la expresión de su cara, no tenía pinta de que aquello le hubiese pasado antes.

Por supuesto, el estructuralista se puso a citar a Lévi-Strauss y a Foucault. Era una situación realmente incómoda. La cantante hizo un gesto al director y volvió a tomar aire, permaneciendo ajena a los argumentos del recién nacido. Probó de nuevo con el Si natural, pero esta vez el que salió de su boca fue un existencialista. Éste se sacudió la levita y se puso a recitar en voz alta fragmentos de El ser y el tiempo, que se mezclaron con las enseñanzas del estructuralista, quien ya estaba por Althusser.

Entre el público comenzaron los bostezos. Yo no fui menos. La cantante lo volvió a intentar. Varias veces. Pero lo que consiguió fue crear una legión de historicistas, esencialistas y funcionalistas que se enzarzó en una feroz batalla dialéctica.

El primero en irse fue un señor con bigote de la última fila. A los diez minutos, pocos aguantábamos. Dos de los celistas iniciaron el éxodo de la orquesta. El director fue el último y yo le seguí. En el escenario, sola entre intencionalidades cognoscitivas, significados ontológicos y métodos fenomenológicos, quedó la cantante. Lloraba, pobre.

domingo, 27 de enero de 2008

Lágrimas


El verdugo que coleccionaba lágrimas de condenados abrió la puerta del armario y observó orgulloso todos los frascos que allí guardaba. Los tenía clasificados por orden cronológico. Hace unos meses los tenía dispuestos alfabéticamente, pero según la colección se iba ampliando, cada vez le resultaba más difícil acordarse del nombre de los ajusticiados. Sin embargo, recordaba de forma nítida sus caras de terror, de resignación o de tristeza, y podía ordenar perfectamente en el tiempo esos rostros. Miró el primero y soltó un suspiro de añoranza. Qué tiempos, cuando todavía no tenía fuerza suficiente para dar la última vuelta al garrote y tenía que pedir ayuda a alguno de los presentes. Sí, aquel chico lo pasó mal, sufrió más de la cuenta, pero es lo que hay; nadie ha nacido enseñado. Observó la segunda hilera y le saltó a la vista el líquido rojo de uno de los frascos. Tenía ese color porque la sangre se había mezclado con las lágrimas, qué carnicería aquella vez: una mancha en un expediente casi inmaculado, y es que, no en vano, se había hecho famoso por su austeridad y limpieza. Con él los condenados podían estar tranquilos. La angustia, por lo general, duraba muy poco.

102 frascos. No está mal, se dijo tras finalizar el recuento. Toda una carrera de éxitos. Dio un paso atrás para contemplar su obra y, cuando su vista paseó por la tercera fila de frascos, se percató de que uno de ellos no estaba del todo bien alineado con el resto, sino que sobresalía unos milímetros. Así que se acercó y, con un leve papirotazo, quiso recuperar la armonía. Pero se pasó de fuerza. Los frascos de la hilera se fueron desplazando unos a otros y la mayoría cayó al suelo, reventando de forma violenta y esparciendo su contenido a los pies del armario. El verdugo que coleccionaba lágrimas de condenados sólo pudo salvar tres, entre ellos el de la pobre mujer que fue declarada inocente a posteriori y el del joven anarquista catalán. Pero los dejó caer también, presa de una tristeza insoportable. El vapor de las lágrimas se le estaba subiendo a la cabeza. Y murió de pena a los pocos segundos.

jueves, 24 de enero de 2008

Cambio de registro...



... provisional. Para dar un respiro a las glándulas lacrimales de A.M., que luego se me queja.


"Dímelo ya, necesitas descansar. Ahora

Dímelo ya, esperar está de más. Porque

Va a suceder, el verano del amor. Sé que
Va a suceder, la revolución sexual

Y hace días que sabes que no
Que a veces no hay que tener la razón

Well, are you ready to go?
Tú, que decidiste que tu vida no valía
Que te inclinaste por sentirte siempre mal
Que anticipabas un futuro catastrófico
Hoy pronosticas la revolución sexual

Tú que decidiste que tu amor ya no servía
Que preferiste maquillar tu identidad
Hoy te preparas para el golpe más fantástico
Porque hoy empieza la revolución sexual

Déjalo ya, no pretendas despistar. Ahora
Déjalo ya, ¿a quién quieres engañar? Porque

Va a suceder, el verano del amor. Sé que
Va a suceder, la revolución sexual

Y hace días que sabes que no
Que a veces no hay que tener el control"

La Casa Azul, La revolución sexual

lunes, 21 de enero de 2008

Manos

La masajista se untó las manos con aceite de lavanda. Centrarse en el trabajo, eso es. Trabajo, sólo trabajo. Había sido un día de aquellos de puntas de flecha y rifles. Un día de profecía de Tiresias, de las que quitaban complejos de Edipo y arrancaban ojos. Apretó más fuerte y se le escapó una lágrima. Ignoraba si con él habría sido feliz, pero ahora sentía sus promesas -sí, iremos al Japón, veremos el atardecer de Finlandia, beberemos mate en la Recoleta, nadaremos en el mar Muerto- como cerillas en las uñas. Apretó más fuerte y las lágrimas se mezclaron con el aceite de lavanda. Él le había dicho que era la hermana guapa, que su vientre era una plaza soleada y sus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos. Ahora ese vulgar plagio de Octavio Paz le hacía un nudo con doble lazada en el intestino grueso. Apretó más fuerte y las lágrimas eran ríos. Y recordó su sexo húmedo y los brazos y las piernas y los brazos. Y apretó más fuerte y las lágrimas cayeron sobre el cuerpo de la camilla. Y el cuerpo no se movió. Y las manos con aceite de lavanda se quedaron frías, apretando más fuerte.

jueves, 17 de enero de 2008

Túneles

Ernesto Sábato: ¡dios!

"A veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad".

El túnel, Ernesto Sábato


P.S. Que digo yo que el ancho mundo no es tan ancho, sino que es más túnel de lo que parece...

domingo, 13 de enero de 2008

Sigue amaneciendo

El asunto va de aniversarios; de suicidios y de corazones acristalados; de aeropuertos internacionales a la búsqueda de maletas extraviadas; de anfetaminas, cadáveres exquisitos y olores abominables; de frambuesas con sabor a naranja y de naranjas con sabor a frambuesa; de conejos que llegan tarde y mujeres que llegan demasiado pronto; del pasillo hacia la nevera; de ataúdes hermosos y amores eternos; de odaliscas frígidas; de Vian, Queneau, Bernhard, Roth, Kerouac, Girondo, Houellebecq y Norwegian Wood. Y de muertes fingidas, de besos robados, polvos con premura y chicas que salen del pastel. Hay música por todas partes, literatura mediocre y estacas asesinas. Y funambulistas; y decantadores que me llevan a África y ojos azules que me transportan más allá del charco. Y una ondina que canta y su espalda desnuda. Sigue habiendo balsas de la medusa y Robinson Crusoe, pero al menos alguien encontró una brújula. Qué bueno que viniste y qué bien que nos sigamos viendo.

Un año después, sigue amaneciendo.


P.S. Por cierto, gracias públicas a Pi, que me mandó a la Maga por correo.

jueves, 10 de enero de 2008

(Rebajas)

El abrigo que nadie compraba se miró la manga derecha. La etiqueta seguía allí, pero alguien había tachado la cifra de ayer con bolígrafo azul y ahora aparecía visible otra, más (mucho más) baja. Era humillante. Si bien el precio anterior era demasiado elevado para el material del que estaba fabricado y el esfuerzo que habían invertido los trabajadores de la cadena de montaje, el actual atentaba contra su dignidad abriguil. Le habría gustado haberse ido con aquella señora enjoyada de hace un mes (demasiado justo de hombros), o con la chica atractiva del otro día (un poco clásico). Recordaba con añoranza el momento en el que aquella pareja lo escogió como regalo, pero, en el último momento, se decidió por el chaquetón negro (cómo odiaba a ese chaquetón), y cuando se pasó varias horas fuera de su percha, en un probador, después de que un joven jugara con él a hacer posturas ante el espejo. Ahora cualquiera (subrayó esa palabra en su mente: cualquiera) se lo podría llevar, pagando esa cantidad absurda. Se imaginó un futuro de trapos. Así que comenzó a deshilacharse. Iba a ser una agonía larga, pero la prefería a un porvenir de mediocridad.

sábado, 5 de enero de 2008

Insistencia

El mejor momento era por la mañana temprano, cuando el día anda todavía de puntillas. Me gustaba asomarme al balcón, desnuda, cubierta sólo con el abrigo de visón, y abrirlo al curioso que se atrevía a mirarme durante más tiempo. Sólo por un segundo. Después, lo cerraba y volvía a entrar; como Tristana, pero sin pierna ortopédica. ¿Por eso me iban a mandar detener? La policía es gente muy ocupada, seguro que tienen cosas mejores que hacer que ir a importunar a una mujer desvalida como yo. En el caso de que vinieran, les tendría preparados mis buñuelos de manzana. Ahora con el calor no duran mucho y hay que comerlos deprisa. Mi secreto es llorar lágrimas amargas sobre la masa, y algo más que no voy a decirte, porque si te desvelo el nombre de ese último ingrediente, ¿tú crees que alguien más me visitaría, a una pobre viuda como yo? A mi marido, que en paz descanse, le encantaban. Una vez se comió veinte seguidos, hasta que le repugnaron; me dijo que con sólo pensar en ellos se le formaba una neblina inmunda en las fosas nasales, un gas que se burlaba de él y le hacía vomitar. Después ya nunca quiso más, así que tuve que obligarle a comer unos cuantos. No muchos. No pudo soportarlo.

No como tú, querido. Tú estás aguantando demasiado.

Sólo un par más y habrá pasado todo. Venga. Traga.

martes, 1 de enero de 2008

Inventario de lugares propicios al amor

"Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.

Y también esas grietas que el otoño

forma al interceder con los domingos

en algunas ciudades

ya de por sí amarillas como plátanos.

El invierno elimina muchos sitios:

quicios de puertas orientadas al Norte,

orillas de los ríos,

bancos públicos.

Los contrafuertes exteriores

de las viejas iglesias

dejan a veces huecos

utilizables aunque caiga nieve.

Pero desengañémonos: las bajas

temperaturas y los vientos húmedos

lo dificultan todo.

Las ordenanzas, además, proscriben

la caricia (con exenciones

para determinadas zonas epidérmicas

-sin interés alguno-

en niños, perros y otros animales)

y el “no tocar, peligro de ignominia”

puede leerse en miles de miradas.

¿A dónde huir, entonces?

Por todas partes ojos bizcos,

córneas torturadas,

implacables pupilas

retinas reticentes,

vigilan, desconfían, amenazan.

Queda quizá el recurso de andar solo,

de vaciar el alma de ternura

y llenarla de hastío o indiferencia,

en este tiempo hostil, propicio al odio".

Ángel González, Tratado de urbanismo

 
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