viernes, 28 de agosto de 2009

Obviedad (Clásico revisitado número 20)



Rapunzel se aburría. Hay poco que hacer en una torre en medio de un bosque en medio de un cuento en medio de un libro. Ya podía ser una de las jóvenes más hermosas de su reino particular de fantasía, que poco lo aprovechaba. No tenía más contacto con el mundo irreal que el de la vieja bruja. Ésta le gritaba desde el pie de la torre "¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza!", Rapunzel se la lanzaba y la bruja trepaba y jugaban al cinquillo hasta las tres de la mañana. Los sábados, con suerte, a la brisca.


Aunque poco sabía de la vida de las posadolescentes de cuento, su intuición de personaje ficticio le decía que aquélla que llevaba no era una existencia normal, y más después de que hace unos meses viera por la ventana a esos príncipes azules con los caballos tuneados al estilo Lowrider. Gritaban, se reían, cantaban. Parecían un poco drogados, pero eso era lo de menos: lo importante es que ahí fuera había un mundo en el que la gente hacía más cosas que jugar al cinquillo con viejas brujas.


Rapunzel, frustrada, se sumió en una honda depresión en la que se preguntaba si podría servir ella para otros menesteres que no fueran los de ser hermosa, tirar el pelo por la ventana y combinar garbanzos con la baraja española. Ni ganas tenía ya de ver a la vieja bruja. Y mucho menos de esperar al supuesto príncipe que la rescatase.


Y se cortó las trenzas, las ató a la cama y las utilizó para bajar ella misma por la ventana y hasta el suelo. 


Intentando comprender por qué no se le había ocurrido antes tal obviedad, comenzó a planificar su nueva vida.


Pocos minutos después, ya había decidido a qué se dedicaría.


Iba a estudiar oposiciones. Lo llevaba en la sangre.


lunes, 24 de agosto de 2009

Gamberrada estival



El escritor mediocre abrió el cajón y, después de cinco minutos de búsqueda, se dio con la realidad en los morros: no le quedaban símiles. Mierda. Se había olvidado de ir al súper. Y, por supuesto, era domingo, como suele pasar. Buscó en el cajón de abajo, donde una vez se le habían caído los símiles de mayor levedad. Pero no. No había símiles por ninguna parte, ni en el cajón de abajo.


Era domingo y en casa no le quedaban símiles. Ni en el cajón de abajo. 


Llamó a un par de amigos, pero ninguno tenía símiles. O al menos eso fue lo que dijeron. Era previsible, porque los símiles son demasiado preciosos como para regalarlos así por las buenas, en una llamada, aunque sea de un amigo. Además, amigos quedan pocos en tiempos de escasez de símiles. Así que pensó que a lo mejor la vecina del segundo B, esa chica que se acababa de mudar y que el otro día vino a pedir azúcar para el café, podía tener algún símil por casa. Llamó al timbre. Dos veces. Puso la oreja en la puerta y al otro lado distinguió la típica respiración de quien pone el ojo en la mirilla. Pero no pasó nada. Era previsible, porque los domingos son días de pedir símiles y nadie abre a los desconocidos, y mucho menos a desconocidos que son vecinos.


Se puso a escribir. Sin símiles. A los tres cuartos de hora, como era habitual, había terminado el texto. Lo releyó. Quedaba soso. Muy soso. Sin símiles el resultado carecía de corazón, resultaba demasiado pesado, como ensimismado. Estaba claro que no podía enviar el texto en tales condiciones. 


Se metió en el cuarto de baño, que es donde le venían las ideas, como suele pasar. Y le vino una: recordó que unos meses atrás había guardado un paquete de símiles en el congelador. Alegría infinita. Saltó del wáter y, con los pantalones por los tobillos, corrió a la cocina. Abrió el congelador y allí, entre el arroz tres delicias y unos filetes de ternera, estaba el paquete de símiles. 


Lo puso a descongelar en el microondas, ya que no podía esperar a que el calor cerril este de agosto hiciera su efecto sobre el paquete de símiles. A los siete minutos sonó el cling, aparecieron los símiles en su esplendor y recordó por qué había colocado ese paquete en el congelador. Los símiles eran más bien pobres. Alguno, realmente malo. Comprado, sin duda, en los chinos de la esquina.


Pero no había tiempo para nada mejor. Abrió el paquete y esparció el contenido por el texto.


Después envió el documento. 


No sabía si gustaría aquello de "observó la playa desde arriba y le pareció como una bolsa llena de sugus", "el agua era tan transparente como el olor de la niebla" o "los erizos de mar me atravesaron la piel como si fuera papel de Biblia". Pero sí estaba seguro de triunfar con "el sol caía a plomo sobre el asfalto, que quedó como la mozzarella de búfala" y, sobre todo, con "nadas como una sirena, tu pelo suelto moldea el viento, cuando te miro me pongo contento". 


Esto último le sonaba de algo, pero lo pasó por alto. Sonrió satisfecho y fue a echarse la siesta. 


martes, 11 de agosto de 2009

Terrazas (V). Segunda parte


Me armé de valor, porque la paciencia la había consumido, y volví a levantar la mano, esta vez desafiando la (escasa) flexibilidad de mis articulaciones. “Por favor”, pronuncié. En ese momento, dos horas y cuarto después, sucedió. El éxtasis místico, la apoteosis silenciosa.
El cruce de miradas.
El camarero me había visto.
Intentó disimular, pero no le sirvió de nada. Yo sabía que me había visto.
No pude ocultar un brillo de emoción en los ojos.
Ahora recuerdo ese momento y sigo sin entender por qué no acabó todo allí. Estaba todo a mi favor: la situación, la meteorología, la competencia, la perspectiva. El camarero me dijo “Ahora mismo” y yo le creí.
Probablemente fue exceso de confianza. No sé.
Sólo sé que ha sido lo más cercano que he estado de la gloria. E, irónicamente, tuvo lugar a las pocas horas. Claro que lo piensas y tiene su lógica, porque cuando pasaron dos semanas perdí el interés y dejé de levantar el brazo y de decir “por favor”, adoptando la postura de invisibilidad que me ha caracterizado en los últimos años.
Hasta hoy. Esta mañana me he despertado, como siempre, en la terraza del Bar Deportivo y me he puesto a hacer un balance del escenario actual. Por fin he tomado la decisión: me iré sin pagar. No por falta de civismo, ni mucho menos. Ni siquiera por orgullo -ya poco me queda-, o porque eche de menos a mi esposa y a mi hijo, que después de abandonarme aquella tarde nunca más volví a saber de ellos. Más bien lo hago por ese maldito e incontrolable mecanismo de empatía que se ha convertido en la condenación de mi existencia.
Pensé
Mejor no molesto más.
Y me fui.

domingo, 9 de agosto de 2009

Terrazas (V). Primera parte




Aún recuerdo perfectamente el día en que pedí la cuenta. Estaba ese camarero tan simpático, el de las gafas y las patillas, que se nos acercó y nos dijo “marchando” con aquella gracia que tienen los camareros del Bar Deportivo, que a todo tienen una sonrisa y a todo es “gracias, jefe” y cosas así. Ese día, sin embargo, puso cara de haber sido estrangulado y la piel se le acartonó. Se quedó lívido. Como soy persona deductiva y no me cuadraba que aquel estado de ansiedad tuviera la causa en una mesa que sólo había consumido un bitercás, una clara, un trina de manzana y unos cacahuetes, eché un vistazo y entendí el motivo de su desasosiego: ante él se extendía un bosque de brazos levantados que reclamaba tónicas, bravas, berberechos y dolorosas. Viéndole el gesto de agobio, se me activó ese maldito e incontrolable mecanismo de empatía que se ha convertido en la condenación de mi existencia.

Dije

Cuando puedas.

Y ahí empezó todo.

Agarré a mi mujer de la mano, consciente de lo que había hecho. Ella me dedicó una mirada de condescendencia primero, de impaciencia después y de odio a los pocos minutos. De hecho, sentí que vocalizaba para sus adentros la frase “eres imbécil”. Mi hijo, que hasta hace nada estaba entretenido con la miniatura del quindersorpresa, comenzó a abrir la boca y a meter presión con su ya célebre cara de meaburro y cuándonosvamos –nos ha dado tantos buenos momentos.

Volví a levantar la mano, pero era tarde. El camarero portaba en su bandeja la cantidad equivalente en refrescos y tapas del consumo mensual de alimentos del poblado khoisan del desierto del Kalahari. Cuando miré a mi mujer y a mi hijo para pedirles paciencia, en su lugar no había nada. Sólo el vacío. Se habían marchado. De hecho, no los volvería a ver. Pero eso entonces aún no lo sabía.

Ahora estaba solo. Con tres consumiciones por pagar y con el camarero realizando croquis de supervivencia. Solo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Terrazas (IV)


Me gustan las terrazas de la Plaza Mayor porque se puede estar sentado y fijarte en toda la gente que pasa y comprobar que el pueblo sigue siendo igual que cuando te fuiste. Es lo que sucede en los pueblos, que el tiempo transcurre tan lento que acaba por no pasar, como si se rindiera y se retirara a dormir o a discurrir en otros aires. Aquí me siento y me doy cuenta de que nada ha cambiado, o que la hora o la microdécima de segundo en la que transcurre el cambio no ha llegado todavía, y me quedo tranquilo. Y luego me puedo ir sin demasiado cargo de conciencia.
No estoy nunca y, aunque tranquilo y sin cargo de conciencia, eso me hace sentir incómodo a veces, porque, al no estar, todo acontece sin que yo tenga nada que ver. No soy ni causa ni efecto más que de nostalgias y ya me pueden silbar que las distancias no se acortan. Tampoco hay mucha necesidad, porque el planeta sigue girando, los nombres siguen estando aquí y los extremos continúan tocándose. Y no hace falta que yo aparezca, y cuando aparezco me siento un poco invisible, llegado desde una frívola y desconocida dimensión al margen de todo esto.
Los rostros que veo desde las terrazas de la Plaza Mayor se han quedado mustios, faltos de interrogación, sin demasiadas palabras resbalando por la piel. Debe de ser el secreto para que no pase el tiempo: no hacerse preguntas más que sobre facturas y pañales y esperar a que se respondan solas, guardar las distancias, olvidar que hay una salida, tirar a la basura la argolla del compromiso, dejar que todo transcurra, olvidando el timón a expensas del viento y que las cosas dejen de tener remedio. Y siempre quedará el alcohol por si aparece la sombra de la duda.
Lo mejor es que me puedo ir sin demasiado cargo de conciencia. Paso dos días, quizás tres, suelto algún silencio como mucho, afirmo poco y pregunto nada. Y casi todo el tiempo lo paso en una de las terrazas de la Plaza Mayor, fijándome en la gente que pasa.

domingo, 2 de agosto de 2009

Terrazas (III)



Siempre que estoy en la terraza de la Rambla viene la misma chica, aquella pobre mujer que vende dibujos de flores y castillos. Siempre le digo que no quiero. Bueno, siempre no: la primera vez que estaba sentado en la terraza de la Rambla y vino ella, le compré un dibujo de una flor. Luego le tuve que comprar un dibujo de un castillo, porque, me explicó, las flores necesitan a alguien que las defienda, y para eso están los soldados que hay dentro del castillo. Así que le compré dos.

Pero desde esa vez ya no le he vuelto a comprar más dibujos. A pesar de eso, al primero al que se acerca es a mí. Viene con aquella sonrisa descolocada y me dice señor, señor, quiere ver mis flores. Siempre le digo que ya tengo dibujos suyos, que son muy bonitos, que me gustan mucho, pero que ya tengo. Aun así, ella insiste hasta enfadarse. Conmigo no grita, y eso que la he visto gritar de rabia cuando recibe demasiadas negativas. Nada grave, aunque si no estás acostumbrado, espanta. Le he dicho que tiene que revisar su método de venta y que no debe venir siempre a la Rambla y a mi mesa. Es como, le digo, si un vendedor de coches quiere vender siempre el mismo coche a la misma persona. Pero no lo entiende: ¿en qué se parecen los coches a sus flores y a sus castillos?

Tiene razón. Nunca se me han dado bien los ejemplos. Así que ahora ya sólo me limito a decirle que no con la vaselina de la sonrisa. Luego aguanto su mal humor durante unos segundos y ya está. Pobrecilla.

El jueves pasado, sin embargo, se me ocurrió dibujarle un cocodrilo. Lo vi útil para defender sus castillos, nunca se sabe. Así que cuando se me acercó aquella tarde ofreciéndome sus dibujos, le enseñé el mío. Para qué quiero yo un cocodrilo, me preguntó. Le expliqué lo que se me había ocurrido, pero me contestó que no, gracias, que el cocodrilo se acabaría comiendo las flores. Cuando quise argumentar que los cocodrilos no comen flores, que eran carnívoros, me dijo que mucho peor, que devoraría a los soldados del castillo.

Desde entonces he hecho el mismo intento con otros animales –utilizó el mismo razonamiento–, con una espada –me dijo que no le gustaban las armas blancas–, con unas murallas muy altas –replicó que aislarían a los soldados de la flor, llegaría un jabalí y se la comería– y con una urna de cristal – que le quitaría el aire a la flor, debía de haberlo previsto. Siempre rechazos.

¿Qué me quedaba por hacer? Estaba más harto de sus negativas que de su insistencia con sus flores y sus castillos. Me sentía herido ante su desprecio.

Por eso les ruego que me entiendan y que me compren uno de mis dibujos. Son muy bonitos, los más bonitos de la Rambla. Mucho más que los de esa chica, aquella pobre mujer de allí que sólo sabe pintar flores y castillos.

 
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