Paraguas
Para Manuel y su querido Emilio
- ¿Dónde vas con el paraguas? Si no llueve...
- A probar una cosa -respondí.
Todavía sigo sin entender cómo mi madre se quedó tranquila con esa respuesta tan vaga, con lo que es ella para esto de la búsqueda de la verdad, que me hago cruces con que consagrara su existencia al funcionariado y no a ser arisca interrogadora o atractiva detective privada. Y también sigo sin entender cómo no supo al instante que mis intenciones eran más bien temerarias e irreflexivas, cuando es capaz de presentir una borrachera con el simple giro de una llave en la cerradura y tiene una habilidad sobrenatural para desenmascarar mentirosos y embaucadores: un leve enrojecimiento de orejas o una respiración más entrecortada de lo normal es prueba más que suficiente.
Salí de casa y corrí en busca de mis iguales. Me esperaban en el lugar del crimen, cada uno con un paraguas, excepto Emilio, que había traído una sombrilla enorme de topos rojos sobre fondo blanco.
- Supongo que cuanto más grande, mejor – dijo.
Nadie se atrevió a discutir su argumentación, sobre todo después de que miráramos hacia abajo y descubriéramos que la altura de los fosos era más de la esperada. Ay dios, ay dios, se quejó uno, no sé quién; vamos, coño, grité yo; nos vamos a matar, dijo alguien entre risas.
Abrí el paraguas y me siguieron los demás. El último fue Emilio y su sombrilla. Y es que las regias dimensiones del utensilio eran tales que ralentizaban sus movimientos, ya de por sí lánguidos. Uno gritó jerónimo -que es lo que se grita en estos casos- y se lanzó. Todos fuimos detrás, describiendo parábolas y caídas más o menos ridículas entre varillas rotas y tela destrozada. Emilio se tiró con su sombrilla de topos rojos sobre fondo blanco y una ráfaga de viento lo impulsó al otro lado del foso. Sin esfuerzo. Como si fuera tan liviano como una bolsa de plástico.
Los demás nos lamentábamos en el suelo, con tobillos torcidos, muñecas abiertas, piteras varias y otros desperfectos. Emilio nos observaba desde las alturas. Me pareció verle una sonrisa, pero estaba equivocado. Lloraba.
Después se lanzó al vacío. Sin sombrilla. Sin paraguas. Sin razón. Y con el brazo roto en tres sitios.
- Mi padre habría pensado que no tengo huevos –me confesó en la cola del ambulatorio.
- ¿Dónde vas con el paraguas? Si no llueve...
- A probar una cosa -respondí.
Todavía sigo sin entender cómo mi madre se quedó tranquila con esa respuesta tan vaga, con lo que es ella para esto de la búsqueda de la verdad, que me hago cruces con que consagrara su existencia al funcionariado y no a ser arisca interrogadora o atractiva detective privada. Y también sigo sin entender cómo no supo al instante que mis intenciones eran más bien temerarias e irreflexivas, cuando es capaz de presentir una borrachera con el simple giro de una llave en la cerradura y tiene una habilidad sobrenatural para desenmascarar mentirosos y embaucadores: un leve enrojecimiento de orejas o una respiración más entrecortada de lo normal es prueba más que suficiente.
Salí de casa y corrí en busca de mis iguales. Me esperaban en el lugar del crimen, cada uno con un paraguas, excepto Emilio, que había traído una sombrilla enorme de topos rojos sobre fondo blanco.
- Supongo que cuanto más grande, mejor – dijo.
Nadie se atrevió a discutir su argumentación, sobre todo después de que miráramos hacia abajo y descubriéramos que la altura de los fosos era más de la esperada. Ay dios, ay dios, se quejó uno, no sé quién; vamos, coño, grité yo; nos vamos a matar, dijo alguien entre risas.
Abrí el paraguas y me siguieron los demás. El último fue Emilio y su sombrilla. Y es que las regias dimensiones del utensilio eran tales que ralentizaban sus movimientos, ya de por sí lánguidos. Uno gritó jerónimo -que es lo que se grita en estos casos- y se lanzó. Todos fuimos detrás, describiendo parábolas y caídas más o menos ridículas entre varillas rotas y tela destrozada. Emilio se tiró con su sombrilla de topos rojos sobre fondo blanco y una ráfaga de viento lo impulsó al otro lado del foso. Sin esfuerzo. Como si fuera tan liviano como una bolsa de plástico.
Los demás nos lamentábamos en el suelo, con tobillos torcidos, muñecas abiertas, piteras varias y otros desperfectos. Emilio nos observaba desde las alturas. Me pareció verle una sonrisa, pero estaba equivocado. Lloraba.
Después se lanzó al vacío. Sin sombrilla. Sin paraguas. Sin razón. Y con el brazo roto en tres sitios.
- Mi padre habría pensado que no tengo huevos –me confesó en la cola del ambulatorio.
16 comentarios:
Qué juego dan los paraguas,la de estanterías que se deberían llenar con este tema...a mí se me rompió el mío la otra noche,se cerró sin previo aviso sobre mi cabeza,y no se ha vuelto a saber nada...Mi madre es una gran buscadora de verdades ocultas,también...
Me vas a perdonar, pero no me voy a hacer seguidora tuya porque entonces me haría contingente. Y yo, como el alcalde de "Amanece que no es poco" soy necesaria, jajaja
a Emilio parece que lo conozco de toda la vida :)
los paraguas se me pierden
pero jamás me he roto un brazo.
De huevos, sin embargo, prefiero no hablar.
genial el texto, como siempre.
Besote
Estupendo relato Fernando. ¿Quién no ha intentado alguna vez el jueguito del paraguas? Me encantó la descripción de los presentimientos maternos, que de eso me sé bastante...
Un abrazo.
Fernando qué bien viene hacer lo que se quiere sin dar tantas explicaciones o ninguna.
Saludos.
José Roberto Coppola
por supuesto, que una cosa es demostrar lo que sea, y otra muy distinta, la imprescindible camaradería dentro de la brigada ligera.
Muchas gracias, fer. Me tenía un poco preocupado este E., porque se me había perdido, pero no podía estar en mejor lugar.
ayyyy, tener que complacer a las figuras parentales, cuanto desgaste supone a veces.
Besos.
A eso le llamo yo temeridad y mucha testosterona, porque pensamos... ¿Se imaginan un grupo de chicas lanzándose con paraguas a un foso? Yo creo que no. No sé, para eso tienen las rebajas y otros menesteres, jajaja.
Muy bueno el relato, otra vez me has hecho disfrutar con la lectura.
Besos.
¡Yo quiero hacer eso un día!
Miaau nocturno
Buenísimo el post y encontrar aquí a Emilio.
Siempre he pensado que sería genial lanzarse con un paragüas desde el tejado más alto de la ciudad.. siempre quise ser Mary Poppins..
pero seguro que si alguna vez me atrevo acabaré siendo como Emilio..
soy irreflexiva..
besos..
A mi me pasría como a Emilio, porque detesto los paraguas,creo que nunca he comprado uno en mi vida y nunca lo haré. Queda demostrado que no valen para nada...
Un saludo. Bueno el post,como siempre.
Me encantan estas locurillas... sin ellas qué sería la vida. Donde yo vivo llueve tanto y con tanta ventolera que con los paraguas sólo se puede jugar a ver quién se moja menos... Abrazos
:)
(gracias por arrancarme esta sonrisa, pequeño)
¡Te aplaudo!
Y al del paraguas de los topos también.
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