lunes, 22 de agosto de 2011

Indignado


El verano es tiempo de experimentos y de mucha realidad terrenal y de libro en prosa. En verano te da por pensar en cosas. En verano me confesé por última vez y diez minutos después me hice agnóstico por no volverme ateo, que me parecía demasiado fuerte, y siempre he sido de talante más bien moderado. En verano decidí ser heterosexual y en verano abandoné las bicis por las películas y los libros.

Este verano me ha dado por la rebeldía y he probado a no cepillarme los dientes, a ver qué pasaba. Todas las noches desde que tengo conciencia me he lavado los dientes, primero con Colgate Junior –el de la estrellita– después con el Colgate azul y más tarde con dentífricos de marca blanca. En la adolescencia incorporé el cepillado matutino y antes de los veinte, frente la experiencia de la primera caries y el primer empaste, lo de lavarme los dientes después de cada comida, con cepillo eléctrico y colutorio complementario. Desde entonces he cumplido con rigor infinito con este ritual, e incluso cuando las circunstancias del alimento y la bebida han dificultado abluciones posteriores, siempre he buscado la forma de quitar todo resto de comida de la boca y, en la práctica, esterilizarla completamente. Además, he cumplido de manera diligente con los consejos de las autoridades sanitarias y cada año visito al dentista; en realidad, voy a dos, por aquello del contraste de opiniones.

Aun así, mi historial dental resumido se compone de doce caries, cuatro reconstrucciones, dos puentes y cinco prótesis, además de una gingivitis crónica y una halitosis que hacen que mi vida sea ligeramente desagradable.

Por eso me he rebelado y he dicho basta a la higiene bucal. Soy un indignado más. Y miren que desde la última ocasión que un cepillo me tocó los molares han transcurrido ya dos meses y mis encías no han vuelto a sangrar, mi aliento sólo huele a menta y hasta me han desaparecido dos caries que ya amenazaban con cargarse un premolar. Además, en el tiempo que no dedico a lavarme los dientes ya he escrito una novela y una colección de cuentos –de dudosa calidad, eso sí.

Es decir, que gracias a esta decisión he recuperado la salud bucal y he ganado en alegría y paz de espíritu. Les animo a probarlo: no se cepillen los dientes, no enseñen a sus hijos cómo hacerlo –que elijan ellos mismos su camino cuando sean mayores– y, sobre todo, olvídense de las visitas al dentista, que ahí no se aprende nada. Indígnense.


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