domingo, 12 de junio de 2011

Metro


El martes me pasé de parada de metro. Iba leyendo una novela sobre vampiros que me tiene bastante enganchado y no hice caso al aviso de la megafonía. Claro que en realidad nunca hago caso al anuncio de la megafonía, porque me los sé de memoria y tengo bastante interiorizado el tiempo que tardo desde casa al trabajo: 17 minutos si todo va bien; 19 si el tren está demasiado lleno; 15 si está demasiado vacío, aunque en este caso hablar de “demasiado” es simplemente una formalidad, porque el vagón nunca está demasiado vacío. Además, siempre coincido con la misma gente y es verlos levantarse de los asientos para salir del metro y levantarme yo inmediatamente y sin pensar.

Esta vez, sin embargo, estaba muy metido en la historia de vampiros por el río Mississipi o Misisipi o Misisipí, y mi parada coincidió con el puro clímax de la narración. Dos segundos más tarde vi la puerta del vagón cerrándose y ya era demasiado tarde: me había pasado de parada y estaba obligado a esperar a la siguiente para bajarme del tren e intentar recuperar el tiempo perdido con las prisas y las carreras. Lo acepté con resignación; este imprevisto no tendría por qué derivar en una mácula en mi expediente de escrupulosa puntualidad, ya que siempre voy con mucho tiempo por delante. Me gusta el café con calma antes de trabajar, y por eso acostumbro a salir de casa media hora antes de lo considerado como razonable.

Cuando fui consciente de mi despiste, renuncié de inmediato al café con calma, me puse de pie y esperé a lado de la puerta a que el tren se parara, como si de esta manera el trayecto fuera más corto o el tiempo transcurriera más rápido.

Sin embargo, la parada no llegaba. Quince minutos después de mi parada, el metro seguía avanzando y yo continuaba de pie al lado de la puerta.

Extrañado, miré el mapa del metro colgado en uno de los cristales del vagón y, en efecto, no parecía haber más paradas en esa línea. El dibujo terminaba donde yo me había bajado repetidamente entre las 8.23 y las 8.26 de la mañana durante los últimos 7 años de mi vida.

Miré confuso a mis compañeros de cubículo, que seguían distraídos, unos leyendo, otros escuchando música y tarareando con los pies; los más, en silencio, simplemente mirando al vacío, esperando una parada que nunca llegaría.

Esbocé una sonrisa, invadido por una intensa sensación de alivio, y me entregué de nuevo a la lectura.

1 comentario:

Francisco Flecha dijo...

Me ha encantado.
Un saludo

 
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