lunes, 24 de agosto de 2009

Gamberrada estival



El escritor mediocre abrió el cajón y, después de cinco minutos de búsqueda, se dio con la realidad en los morros: no le quedaban símiles. Mierda. Se había olvidado de ir al súper. Y, por supuesto, era domingo, como suele pasar. Buscó en el cajón de abajo, donde una vez se le habían caído los símiles de mayor levedad. Pero no. No había símiles por ninguna parte, ni en el cajón de abajo.


Era domingo y en casa no le quedaban símiles. Ni en el cajón de abajo. 


Llamó a un par de amigos, pero ninguno tenía símiles. O al menos eso fue lo que dijeron. Era previsible, porque los símiles son demasiado preciosos como para regalarlos así por las buenas, en una llamada, aunque sea de un amigo. Además, amigos quedan pocos en tiempos de escasez de símiles. Así que pensó que a lo mejor la vecina del segundo B, esa chica que se acababa de mudar y que el otro día vino a pedir azúcar para el café, podía tener algún símil por casa. Llamó al timbre. Dos veces. Puso la oreja en la puerta y al otro lado distinguió la típica respiración de quien pone el ojo en la mirilla. Pero no pasó nada. Era previsible, porque los domingos son días de pedir símiles y nadie abre a los desconocidos, y mucho menos a desconocidos que son vecinos.


Se puso a escribir. Sin símiles. A los tres cuartos de hora, como era habitual, había terminado el texto. Lo releyó. Quedaba soso. Muy soso. Sin símiles el resultado carecía de corazón, resultaba demasiado pesado, como ensimismado. Estaba claro que no podía enviar el texto en tales condiciones. 


Se metió en el cuarto de baño, que es donde le venían las ideas, como suele pasar. Y le vino una: recordó que unos meses atrás había guardado un paquete de símiles en el congelador. Alegría infinita. Saltó del wáter y, con los pantalones por los tobillos, corrió a la cocina. Abrió el congelador y allí, entre el arroz tres delicias y unos filetes de ternera, estaba el paquete de símiles. 


Lo puso a descongelar en el microondas, ya que no podía esperar a que el calor cerril este de agosto hiciera su efecto sobre el paquete de símiles. A los siete minutos sonó el cling, aparecieron los símiles en su esplendor y recordó por qué había colocado ese paquete en el congelador. Los símiles eran más bien pobres. Alguno, realmente malo. Comprado, sin duda, en los chinos de la esquina.


Pero no había tiempo para nada mejor. Abrió el paquete y esparció el contenido por el texto.


Después envió el documento. 


No sabía si gustaría aquello de "observó la playa desde arriba y le pareció como una bolsa llena de sugus", "el agua era tan transparente como el olor de la niebla" o "los erizos de mar me atravesaron la piel como si fuera papel de Biblia". Pero sí estaba seguro de triunfar con "el sol caía a plomo sobre el asfalto, que quedó como la mozzarella de búfala" y, sobre todo, con "nadas como una sirena, tu pelo suelto moldea el viento, cuando te miro me pongo contento". 


Esto último le sonaba de algo, pero lo pasó por alto. Sonrió satisfecho y fue a echarse la siesta. 


5 comentarios:

mariajesusparadela dijo...

Volvemos con fuerza ¿eh?.

Jorge Matías dijo...

Ja ja ja ja, buenísimo.

Fauve, la petite sauvage dijo...

Ay, contingente mío, mira que no comprar en el súper por internet... Claro que así no habría historia.

Yo, a la única símil que conozco es a Símil shepherd.

Me voy, me voyyyyy.

Terapia de piso dijo...

Y siguió siendo mediocre.Aunque creo que se le pasó de tiempo en el microondas. Eso fue.

Saludos, Fernando.

Te dejo un abrazo.

José Roberto Coppola

AAN dijo...

¡Viceversa! "Si miro al horizonte puedo ver cómo las olas pelean por tocar tu piel". Dios, me la sé entera, noooo ;).

Besito en la mañana y ahora otro, antes de dormir :)

 
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