Operas primas
Lo que acababa de leer era una obra maestra. Sobre la mesilla de noche reposaba la novela de un desconocido que iba a ser, sin duda, el nuevo Joyce. Las páginas que había tenido el privilegio de hojear esta noche iban a cambiar la historia de la literatura y estaban ahí, junto a su cabeza. Cerrar los ojos, convencida de una certeza semejante, iba a ser imposible, así que se levantó y se fue a la cocina. Al otro lado de la cama, su esposo remugaba en sueños.
Abrió la nevera y no vio nada que le gustara, así que optó por servirse una copa más del vino que había sobrado de la cena. No, no era bueno. El riachuelo que se abrió paso en su pecho le distrajo por un momento de lo que le impedía dormir: ardor de estómago garantizado, pensó. Aun así, se terminó la copa en tres tragos. Al tercero, pronunció en voz alta:
- Es lo mejor que he leído.
Su estructura, círculos concéntricos que conducían a una resolución magistral, remitía a La Divina Comedia, pero Dante se le quedó pequeño; quizás ese viaje de vuelta a casa tenía una fuerte deuda homérica, y el estilo le recordaba al mejor Nabokov. Pero no, ahora cualquier figura se le apareció insignificante. Ahí estaba, sobre la mesilla de noche, esa obra inhumana. Y, al otro lado de la cama, su esposo roncaba, sobreviviendo a las apneas.
- Es lo mejor que he leído.
Repitió. La espina dorsal se le encogió. Echó otro trago, esta vez más largo, hasta terminar la copa. Sólo le vinieron maldiciones a los labios. Las sienes palpitaban visiblemente. Al otro lado de la cama, su esposo tenía una pesadilla.
Nadie excepto ella merecía leer esa novela. Ella, sólo ella -aquello le sonaba como a miel de granja, no podía parar de pronunciarlo. Ella. Sólo ella. Esta vez bebió de la botella y el vino le cayó por las comisuras de los labios, tiñendo de rojo cereza la piel de sus pechos.
- Es lo mejor que he leído.
Repitió. Una vez más. Fue a por la novela, que aún reposaba en la mesilla de noche, y comenzó a comerse las páginas, una a una. Después de cada página, otro trago de vino. Ella, sólo ella. Ella, sólo ella.
Murió de indigestión, claro. Qué ilusa. Yo siempre guardo copias de lo que escribo.
9 comentarios:
Ja ja, esta historia es recurrente...
http://contraportada.wordpress.com/2007/05/04/planes/
(dicen que Alberti hizo lo propio pero con su perro...)
Muy bueno!
Si es que..., ¿quién no ha tenido la tentación de comerse con la rabia unos cuantos folios?
Leí tu comentario en mi propia opera prima. Muchas gracias. Yo también volveré por aquí.
Adri.
Y sigue guardando copias ;)
Hay que ser idiota para no guardar una mísera copia... En fin, pero da penilla.
Un besito enorme, me encanta tu blog. La contingencia a veces supera a la perfección. Olé.
Señor, señor!..que relato tan bien escrito!!! O_O
..y sin poder decir: solo yo, solo yo.
Nivelazo Fer !!!!
Besos de alcachofa
claro, por eso yo no envío mi fantástico original a ningún editor!!
Y el pobre autor creyendo que no le han editado porque su novela es mala...Cuántas personas habrá que desaparecen en el anonimato y merecen ser conocidos.
Si es que no se puede ser tan bueno, corres el riesgo de que te devoren...
Pero no hay peligro,Fer, tu opera prima merecerá ser enmarcada :)
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