Terrazas (II)
En una de las terrazas de Rius i Taulet nunca da el sol. Por eso siempre me siento allí cada mañana. Con el sol no pienso bien y la sangre se me pone dulce y los mosquitos no me dejan razonar y entonces comienzo a jugar con tu lengua como un pintor mezcla sus colores y luego recuerdo encontrar un tono pastel que más tarde usé para pintar mi habitación, porque sólo pinté una pared -las demás son blancas. Más tarde me pierdo mirando ese color y luego entre tus muslos, entre hogueras y candelas, y voy siguiendo tu estela hasta que llego a mañana y a desayunar contigo y a tus periódicos y suplementos dominicales, y me cuesta volver, porque me cantas al oído canciones que no había oído antes, en francés o en inglés o en un idioma parecido. Dibujo mi cama y tu cama y mi cama otra vez. Te imagino llorando, y cuando reías y se producía una explosión cósmica y me mirabas, y cuando compartíamos el sudor y nos sumergíamos en nuestras algas, y me contabas aquello que te pasó una vez en el desierto. Y pienso en la tierra prometida del espejo y en la nube que cazaste ayer y metiste en una jaula para mí; me dijiste que era para que siempre me acordara del cielo de esa tarde, cuando dejamos de conocernos y me gritaste aquello de que sólo pensaba en películas tontas, que pasaba por las verbenas sin pegar un baile y que me tenía que fijar más en la luna llena, vete a saber por qué. También me dijiste que me olvidara de ti y de tu lengua, de tus muslos y de tus periódicos y suplementos dominicales, que en Rius i Taulet en todas las terrazas da el sol y que la miel siempre será dulce, pero no tanto como mi sangre.