Dos de la madrugada
- 35 euros.
Me pareció un precio muy razonable por verla. Había
previsto un mayor desembolso aquella noche y llevaba conmigo varios billetes de
cincuenta euros.
Y ya que tenía tanto dinero encima, después iría a celebrarlo
a los bares de confianza.
A pesar de mi manifiesta alegría, el portero no cambió de
gesto y simplemente cogió el dinero y se limitó a correr la cortina.
El interior no me sorprendió demasiado. Era un local
bastante cutre, con los techos bajos, las paredes oscuras y una decoración más
bien escasita: algún póster de películas de los 80, un neón desgastado y
grasiento y las típicas letras en vinilo que recitaban frases de algún
latinoamericano. En el fondo, unos cuantos jugaban al billar americano. La
barra estaba entrando a la derecha. Detrás de ella, una camarera con tetas
colgantes y demasiado lápiz de labios servía un par de cubatas.
- What’s
your poison?
Me preguntó en inglés. Claro, en un lugar tan límbico sólo
se podía hablar en inglés.
Más que límbico, hipotético.
- Un Bacardi con cola, por favor –dije educadamente en
castellano.
Ella me entendió perfectamente, porque sin titubear
comenzó a arrastrar unos hielos a un vaso de tubo.
- ¿Eres tú? – le pregunté.
No contestó, sino que sólo sonrió y fue a por la botella
de ron.
Sí, sin duda era ella, y, sinceramente, me quedé bastante
frío. Tenía muy idealizada esa hora perdida entre las dos y las tres de la
madrugada y descubrir que era una simple camarera –y encima inglesa y bastante
fea – fue como el preludio de un bostezo.
- ¿Qué esperabas?
– me pregunté en voz alta.
Y sin más, adelanté mi reloj, y donde eran las dos fueron
las tres y me quedé con las ganas de reclamar mis 35 euros.
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