martes, 29 de julio de 2008

Incompletos



El día de su cumpleaños, en vez de levantarse, ir al baño, desayunar, darle un beso a su esposa y todas aquellas cosas que hacía, una tras otra, día tras día, etc., decidió convertirse en corchete.

Sí, en corchete: [

Salió a la calle en pijama, compró dos barras de pan, una docena de churros y se fue corriendo a la casa de la mujer que amaba, le dijo te quiero, hicieron el amor sobre los churros (y el chocolate), fumaron cigarrillos sin boquilla, saltaron en paracaídas y lloraron de forma cursi. Con hipo.

Y después lo cerró: ]

La vida de un corchete es complicada, ya que, en realidad, todo lo anterior había quedado al margen: él seguía en la cama, intentando levantarse. No pudo.

Y abrió comillas: “

Le dijo a su esposa que no la amaba, que no podía soportar un día más viviendo en esa casa, trabajando en esa oficina y criando ese niño no deseado. Que no aguantaba más responsabilidades y que a la mierda la hipoteca, los plazos del coche y los vecinos y sus pucheros.

Y cerró comillas: ”

Acostado en la cama, el corchete buscó oxígeno después de las comillas.

Y dibujó un signo de apertura de interrogación: ¿

Y después uno de cierre de interrogación: ?

. (y seguido)


Otra visión incompleta del paso del tiempo, en Contraportada.

domingo, 27 de julio de 2008

Seducción

Conoció a la sirena en una inmersión rutinaria. Él llevaba un traje de neopreno ciertamente ajustado; ella, semidesnuda, sólo cubierta por las típicas escamas plateadas, dejaba ver los pechos entre el pelo dorado que caía sobre sus hombros hasta casi el ombligo. A ella le gustaron las burbujas que él dejaba escapar por la nariz. Él... bueno, ella era una sirena, ¿cómo no caer rendido sin estar amarrado al mástil de la nave?

Fue una vez en tierra, en la mesa, cuando, sentados uno frente al otro, comenzaron a agitar la noche. Hablaron de otras bocas y peleas pasadas, de pasillos transitados en busca de luces, de locuras ajenas, juicios propios y lágrimas tragadas.

Él, buscando un contraataque, inició su repertorio con el gesto, antes infalible, de la media sonrisa, pero ella no lo vio. Después movió las manos de forma acompasada, al ritmo de las palabras, la miró directamente a los ojos y puso aquel rictus de sutil serenidad, casi criminal, que solía acariciar el rostro femenino como un pañuelo de seda falsificado.

Ella arqueó la mirada, fingiendo dulzura, primero de forma tímida, después hipnótica. Sus ojos empezaron a brillar con intensidad líquida, como si expulsara una emoción que en realidad no sentía.

Él vació la botella, llenó las copas, y le habló de Juan Pablo Castel, de María Iribarne, de estaciones de campo, de literatura redescubierta y de un aire distinto, dulce y ruidoso.

A las dos horas, de vuelta a casa en el taxi, ella decidió que lo llevaría consigo a lo más profundo de la bahía. Y que le quitaría la bombona de oxígeno. Jamás podría admitir ante su raza que aquel antropoide había conseguido arrancarle tres besos en la boca.

martes, 22 de julio de 2008

Esperanza

Desde que se despidieron y ella le dijo aquellas dos palabras -no las que puede estar pensando el lector, sería propio de escritor haragán rendirse a ese tópico, sino un “te llamo” simple, directo y sencillo-, permaneció sentado junto al teléfono.

El primer año pasó deprisa, ya que le amenizaron la espera varios vendedores de enciclopedias, de la compañía eléctrica e, incluso, el de un club de vinos, al que le compró un chardonnay de elegante factura y un delicado y penetrante merlot. Ella, por supuesto, no llamó.

Durante el segundo año, decidió cambiar los muebles de sitio y colocó la cama al lado del teléfono. Esto le permitió dormir en horizontal, hábito que no había practicado desde que ella pronunciara esas dos palabras. Por mayo tuvo un momento de lucidez y se levantó para acercarse a la ventana y mirar el patio de abajo, donde correteaban unos chiquillos en pantalón corto. El contacto con el mundo exterior le hizo olvidarse, por unos minutos, de su tarea, y cuando sonó el teléfono –cursos de inglés por correspondencia- por poco no le da tiempo a cogerlo. Pero ella seguía sin llamar.

Al tercer año su mejor amigo le regaló un teléfono inalámbrico. La verdad es que ese detalle le proporcionó una gran movilidad y dejó de utilizar el orinal que le había acompañado durante los más de 750 días anteriores. Ahora podía esperar su llamada en el balcón, en la cocina, tumbado en la cama o subido a la bicicleta estática. Sin embargo, ella no llamó.

El cuarto y quinto año transcurrieron a la vez, y él se tuvo que hacer a un lado. No sonó demasiado el teléfono, aunque sí tuvo dos visitas que le aliviaron el silencio. Ella no llamó, tampoco en el sexto y el séptimo año, y así se fueron sucediendo las décadas, y él seguía junto al teléfono y ella seguía sin llamar.

Cuando, en su lecho de muerte, estaba por perder el último aire que le quedaba en el cuerpo, el teléfono sonó. Utilizó ese oxígeno para descolgarlo, pero no llegó a contestar. Murió antes de pronunciar una palabra.

Y no, no era ella. Se habían equivocado.

domingo, 13 de julio de 2008

Dinosaurios


Cuando despertó, ella ya no estaba allí, y le vino a la cabeza el cuento de Monterroso, pero sin dinosaurio, en blanco y negro, y sujeto con chinchetas a una pared ruinosa.

Se había olvidado de ella.

Hizo un esfuerzo por recrear sus rasgos, su tacto y su olor. Su recuerdo se mantuvo firme sobre la nieve y le devolvió un (agrio) gesto de burla. Quiso dibujarla, con los pantalones de pana, con las gafas de sol blancas y la blusa pegada a los pechos y esa sonrisa ruidosa, y la memoria no fue más fuerte que la llama de una escuálida vela. Como mucho, una silueta medio desvanecida sin demasiada vida e iluminada por unos faros de coche, con música de saxo de fondo y terciopelo rojo. Es probable que eso fuera de alguna mala película o serie de televisión. Los trazos contenían una mujer sin rasgos propios y sí muchos lugares comunes, con olor a esmalte de uñas y a tabaco americano. La lumbre quemó la única fotografía y ella se disolvió de nuevo.

En el fondo, se sentía libre de esa esclavitud diaria. Hasta ahora la imagen de ella se había formado, nítidamente, por las mañanas, como un pequeño fuego azul que a las noches ya había arrasado con su lucidez. En este momento no conseguía recrearla ni desnuda y sólo consiguió remover su ánimo cuando se puso a catalogar los lugares en los que ella tenía un lunar. Fue imposible. Eso le hizo ver de cerca la armonía: tuvo la certeza de que se habían acabado los días con la inspiración encadenada a dolores pasados. Volvería a escribir y nunca más sobre ella.

Pero, qué ironía, nunca volvió a escribir. Sobre nada. Ahora cada noche se ponía a amontonar lágrimas y, aunque soñaba poemas, no los escribía. Y cerraba los ojos, deseando que, al despertar, siguiera sin haber dinosaurios y sí, otra vez, el abismo de ella.

lunes, 7 de julio de 2008

Cadáveres


Dejó de ir del corazón a sus asuntos para ir de sus asuntos a sus asuntos (a qué hora quedamos, te llamó el cliente número 45.682, te quiero, mamá estoy enfermo, el libro está muy bien, corre que no llegamos, my tailor is rich), una postura mucho menos sana desde el punto de vista espiritual, pero realmente cómoda, ya que dejó de hacerse preguntas vitales y no volvió a consagrar parte de su existencia a profundidades filosóficas varias. Ahora su rutina lo ocupaba todo y, si en algún momento del día había riesgo de introspección, lo arreglaba con charlatanería, música, ruido en general. Incluso construyó su propio concepto de sensualidad, muy fantasmal, un poco imbécil, en el que la cabeza dominaba cualquier tipo de instinto. Nunca más volvió a querer. El resultado fue un sexo gimnástico que eclipsaba todas las tonalidades del amor literario, una pasión de biblioteca al margen de alucinaciones y compuesta de mentiras; mentiras con abrigo de piel, pero mentiras. Se casó con uno que pasaba por delante, qué más daba con quién, se compró un piso y un coche, tuvo hijos, después amantes no amados, los hijos tuvieron hijos, leyó muchos libros, vio unos cientos de películas, lloró sin lágrimas y respiró sin necesidad de aire. Todo seguido, todo a la vez, rápido y difuso, como en una antología de cuentos malos con desenlaces asépticos. Y en una ocasión escribió un poema. Sin alma.

Después se murió, claro.

sábado, 5 de julio de 2008

Elección

“- Es obvio. A nivel cuántico, cada una de nuestras decisiones nos hace elegir un camino, aunque en el fondo podemos saber que una parte de nosotros (o que “otro nosotros”, por decirlo de algún modo) se lanza, en su propio universo, en una dirección distinta... ¿Y qué es el amor sino la mayor de las elecciones? Cada vez que uno decide amar a una mujer, en el fondo está optando sólo por una posibilidad, eliminando, de tajo, todas las demás... ¿No les parece una perspectiva aterradora? Con cada una de nuestras elecciones perdemos cientos de vidas diferentes... amar a una persona significa no amar a muchas otras... [...] Escoger significa perder cientos de mundos posibles... Si nos toca encontrar al gato muerto, ya no hay modo de volver atrás el tiempo, nuestra observación nos condena a permanecer en este mundo. Y con el amor sucede lo mismo. ¿Y si hubiera...? Es frustrante.”
Jorge Volpi, En busca de Klingsor

martes, 1 de julio de 2008

5 formas de despertarse en domingo (y VI)

No era la primera vez que le decían que hablaba en sueños. Era como si intentara escapar hacia la consciencia con un grito. Palabras borrosas, monosílabos sin sentido, como de historias degolladas, restos de argumentos de hacía horas, delirios idénticos, dignos de epitafios de sanatorio mental. Pero esa vez de su garganta salió un verbo de rabia, un chillido que exigía atención, como a punto de romper en llanto.

Joder.

Gritó.

Él se sacudió sobresaltado y el verbo le provocó dolor de cabeza. No se atrevió a despertarla. Le pareció un crimen hacerlo, a pesar de que el alarido le había resucitado en el peor momento, prendiendo una mínima e injusta chispa de rencor. Al mirarla le pareció que sonreía, no de forma falaz, sino con toda la cara. Dios, tenía una cara preciosa, a pesar de las horas.

Joder.

Gritó.

Y ella experimentó lo más cercano a una revolución en los huesos y se movió y se despertó del todo. Por un momento se cruzaron los ojos. Pero no se dijeron nada, ni la tontería de los buenos días. Sólo se tocaron como para tener certeza de estar juntos.

Joder.

Gritaron.


 
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