domingo, 28 de septiembre de 2008

Instrucciones para acabar con los koalas (Kafkiana número 7)


Al contrario de lo que muchos piensan y la sabiduría popular ha difundido, el koala (Phascolarctos cinereus) no es un animal salvaje. En realidad, tampoco es lo que se conoce de forma común como “un animal”, sino un ser humano convertido en animal. Es verdad que los seres humanos, técnicamente, son animales, pero no es necesario detenernos en este tipo de concreciones.

Según datos aportados por investigadores independientes y biólogos de prestigiosas universidades, el koala es un humano muy perezoso y cariñoso cuya dieta se basa en un solo tipo de alimento. También su existencia tiende a transcurrir en un solo hábitat: una cama, un sofá o, en su defecto, un árbol. Ante este régimen de vida, a lo largo de los años el humano pre-koala experimenta una transformación física en la que la primera parte corporal afectada son las manos, que se convierten en garras en las que varios dedos pueden estar fusionados en uno solo; la cabeza aumenta de tamaño y las orejas se cubren de pelos; los ojos no disminuyen, pero dan la impresión de desaparecer en el volumen craneal; y el resto del cuerpo se vuelve rechoncho y pierde color rápidamente.

Hasta la fecha, a los koalas se les ha creído originarios de Australia, una falacia que pudo rebatirse hace unos días, cuando un habitante de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona, España) divisó uno entre la maleza de un plátano común. “Lo cierto es que en Australia salen más a la calle porque, al tratarse de una población de número superior, pierden fácilmente el temor a la civilización. Pero la naturaleza del koala lo mantiene, normalmente, sumido en la contemplación pasiva de la televisión y agarrado a su pareja, a la que atosiga de caricias”, explicó el conocido biólogo Yeral Darrel. “Lo del gusto por el eucalipto es un mito. La variedad típica de Cataluña, por ejemplo, gusta de la bollería industrial”, matizó Darrel.

Desde este reciente descubrimiento, y ante la superpoblación de koalas en Europa Occidental, las autoridades sanitarias han puesto en marcha la campaña “No deje que su ser querido se convierta en un koala”, que incluye las siguientes recomendaciones:

- Al primer síntoma, cambie su televisión por una más pequeña.
- Al segundo síntoma, cambie su pareja por una menos mimosa.
- Al tercer síntoma, hágale salir de casa y tomar el sol, pero, bajo ningún concepto le deje subir a los árboles.
- Al cuarto síntoma, usted también se habrá convertido en un koala. Abandónese a su nueva condición.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Princesas (Kafkiana número 6)


Me desperté con un beso, y en vez de beso ahí delante había un sapo enorme.

Pegué un respingo. ¿Aquella piel blanduzca y viscosa me había tocado? Una arcada me agitó el pecho. Cuando conseguí dominar la sensación de asco me fijé en el engendro, que me observaba y pestañeaba, y cada vez que pestañeaba los párpados se le adherían al globo ocular, y sacaba la lengua -una lengua que le llegaba a los ojos- para despegarlos. Me miraba en silencio. Sólo se oía su deglución.

Ser princesa no está mal. Tienes tus privilegios, como que vacíen de guisantes tu cama cada noche, o que príncipes de todo el mundo –príncipes de alta cuna y alto atractivo- se disputen tu mano de forma periódica. Yo he visto matarse entre sí, qué desperdicio, a Adonis guerreros, he contemplado a dragones calcinando y engullendo lo que antes eran musculosos torsos y he asistido a absurdos combates cuerpo a cuerpo de héroes valerosos. Y todo por llevarme a la cama. Este tipo de episodios inflan el ego como un globo aerostático.

Contemplaría el mundo desde un trono de vanidad de no ser porque esta profesión también tiene su contrapartida. Además de los actos oficiales a los que me obligan a asistir, que tengo que sonreír siempre a mis vasallos, que estoy sometida a la autoridad y los deseos de mi exigente padre, miles de brujas de reinos de todo el mundo rivalizan por realizar en mi cuerpo y conciencia encantamientos y hechizos de la más variada condición.

Pero a este episodio de los sapos no me acostumbro. Esta será la última vez. No volveré a probar los mojitos.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Metaficción vampírica



Para esa pareja de sardos...


Me encontraba en una isla perdida con un novio agobiado por la metaficción vampírica. Era ésta una situación de la que difícilmente iba a salir bien parada.

De hecho, mi intención primera ante este hostil panorama fue escabullirme. Me subí a una de las lomas que parecían más altas y, colocándome la mano derecha extendida sobre las cejas, inspeccioné la zona. Nada me sorprendió, ya que el paisaje era el mismo, idéntico, del de cualquier isla perdida: agua rodeando la tierra, arena de playa, algas marinas, palmeras, riachuelos, algún animal salvaje, lo que parecía ser una tribu de aborígenes cocinando y tramando planes funestos contra los náufragos recién llegados, etc. Y, tumbado cerca de la orilla, mi novio, agobiado por la metaficción vampírica.

Al bajar de la colina, ante mí se apareció un hombre que dijo llamarse Viernes y suspiré. Lo siguiente fueron unos piratas que, probablemente, estaban desenterrando un tesoro (la gran X bajo sus pies era una pista bastante explícita). Pasé por su lado con cara de agotamiento y apenas se fijaron en mí, absortos como estaban ante la presumible aparición de riquezas de las profundidades de la tierra. Lo siguiente acabó de colmar mi paciencia. Ante mis ojos, un inconfundible náufrago le hablaba a una pelota de voleibol mientras decidía a qué placer entregarse primero: si a la lectura de su único libro, al deleite de su único disco o al consumo de su única película.

Cuando llegué junto a mi novio, que seguía agobiado por la metaficción vampírica, le arrebaté todos sus libros y se los envié por botella certificada al aprendiz de cuentista que se ha inventado esta isla de serie B. Espero que con su lectura aprenda a escribir, se olvide de descripciones tópicas y mi novio vuelva a una realidad más real.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Inscripciones (Kafkiana número 5)

No me gustan los tatuajes, me soltó una vez, es piel sucia, nada más que piel sucia. Pero, al cumplir los treinta años, y después de decirle a su jefe que hasta pronto o mejor hasta nunca y después de decirle a su novia que hasta pronto o mejor hasta nunca y después de decirle a su móvil que hasta aquí hemos llegado y tirarlo al río Llobregat, decidió hacerse una inscripción en el brazo derecho.

Se encerró en casa y se puso a buscar en Google la frase perfecta que perpetuar en la piel. También en sus libros y en unas cuantas revistas. La tarea no iba a ser sencilla, lo vio desde el principio, cuando sintió el pánico de la página en blanco y, a medio camino, cuando sintió el pánico de las páginas repletas de estupideces, y de sentencias vacías y superficiales, y, al final del camino, cuando sintió el pánico de la elección entre mugre y tango. Cuatro días de intenso trabajo y las frases se limitaron a tres finalistas:

1.
2.
3.

Y se quedó con la 1, sin saber que el día 2 se arrepentiría de no haberse tatuado la 3; sin saber que el día 4 los tatuajes le volverían a parecer piel sucia; sin saber que el día 5 no tendría dinero; sin saber que el día 6 echaría de menos a su novia; sin saber que el día 7 se convertiría en escarabajo. Y sin saber que no tendría el móvil a mano para avisarme de que no le pisara.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Espadas (Kafkiana número 4)



D'Artagnan desenvainó la espada y, aunque desde el otro lado del salón de recepciones no se le oía bien, apostaría a que pronunció alguna de las frases típicas como prepárate a morir, defiéndete, en guardia o no huyas, cobarde. A los pocos segundos, como era habitual, ya había ensartado a su rival. Éste, herido de muerte, cayó al suelo y poco pudo hacer ante la ira asesina del mosquetero, que lo remató clavándole el acero en el ojo izquierdo.

D'Artagnan extrajo la espada del cuerpo del vencido y, con el propio cadáver, limpió la sangre y las vísceras que se habían quedado como encoladas en el filo. Y me miró. En sus ojos no se percibía más al pícaro compañero de aventuras y amigo devoto, sino a un ser dotado de depravada inhumanidad y furia paranoica. Sin alterar su semblante, que a pesar de la carnicería no había perdido serenidad, se dirigió hacia mí. Hasta ese momento, lo consideraba incapaz de hacerme daño, pero ya no estaba tan seguro: en realidad, ahora estaba convencido de que quería matarme, igual que había hecho con los siete espadachines anteriores. Le grité D'Artagnan, qué demonio ha invadido tu conciencia.

Me respondió ninguno, señor Dumas.

Pero creo que no había entendido bien eso de que la obra se titulara los tres mosqueteros y no los cuatro mosqueteros o los tres mosqueteros y D'Artagnan. Cuando quise explicarle que fue una decisión del editor ya era demasiado tarde. Y yo ya estaba muerto.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Convivencia (Kafkiana número 3)


Cuando entré en el cuarto de baño y vi que la bañera estaba llena de pelos, empecé a sospechar que el que vivía conmigo no era un músico de 28 años cualquiera, sino un hombre lobo. Un licántropo, para más señas.

Soy consciente de que esta circunstancia es común en algunas casas y de que no debería haberme alarmado, pero, al no estar familiarizado con el tema, mi reacción no fue la óptima. De hecho, esa misma tarde, después de documentarme sobre la materia en Wikipedia, compré unas balas de plata en el chino de la esquina y las guardé en la mesita de noche. También me hice con una antorcha de corte con gasolina y dibujé un pentagrama con la sangre de un bistec que tenía en la nevera.

Cuando abrió la puerta y dijo "hola", me fije en él: nada hacía sospechar que mutaría en noche de luna llena. Sonrió y los colmillos no le sobresalían más de lo normal; los ojos seguían del azul cristalino de siempre y continuaba con su habitual aspecto barbilampiño. Busqué en su piel algún rastro de correrías nocturnas a modo de magulladura o mordisco, pero nada. Ni siquiera notó mi nuevo perfume y le pasó desapercibido el hecho de que acabara de cocinar unas sardinas a la plancha.

Pero es un hombre lobo. Ya no tengo dudas. Mañana será luna llena y no tendré más remedio que matarle. Estoy harta de esos pelos en la bañera.


Más historias peludas en Contraportada

jueves, 11 de septiembre de 2008

Reencuentro (Kafkiana número 2)

Cuando la volví a ver, se había convertido en un baobab, que ni es un arbusto ni lo comen los corderos, sino que es un árbol tan grande como una iglesia. Es una situación extraña, háganse cargo. Además, yo no sabía nada de esta circunstancia, o bien se me había olvidado si ella lo había comentado en alguna ocasión. No recuerdo nada del tipo “mañana me toca mutar en Adansonia digitata” o “mi existencia como mujer se ha terminado, ya que el mes que viene tengo cita en la oficina de metamorfosis y seré transformada en vegetal de 25 metros de altura”. Uno se acuerda de esas cosas.

Claro que siempre me dijo, cuando era mujer (y no cobijo de pájaros), que no la escuchaba. Y, ahora que la observo, con esta extraña apariencia y repleta de hojas, puede ser que no anduviera desencaminada. Siempre fue admiradora de Kafka y, de joven, fantaseaba con aquello del insecto y soñaba amanecer habiendo intercambiado el papel con una polilla o una avispa -por aquello de la cintura- y asustar a los vecinos con las antenas y la cara de bicho.

Pero ¿un baobab? ¿Qué sentido tiene? Lo peor no es la índole metafísica del asunto, sino el hecho de que me hace recordar con nostalgia sus pensamientos acerca de los coleópteros y los himenópteros. Porque ahora desearía que enfrente de mí hubiera una mantis o, incluso, una mosca. “¿Por qué?”, dirán ustedes. Pues miren: soy un romántico. Resulta que abrazar un tronco de diez metros de diámetro es realmente difícil. Y yo no puedo soportar la frustración de los reencuentros de este tipo.


Más árboles gigantescos en Mi matadero clandestino

domingo, 7 de septiembre de 2008

Kafkiana número 1


No se dio cuenta o no se había fijado antes, pero alrededor de lo que era su cintura ahora había una capa de amorfa masa blanduzca y gelatinosa, como un trozo gigantesco de carne cuya parte inferior conseguía ocultar sus genitales. Eso es lo que deben de llamar grasa, pensó.

¿Estaba ayer así? Probablemente; esta abundancia humana no brota de un día para otro, sino que implica un período de trabajo, maceración y cuidados. Pero miró hacia atrás y recordó recientes y exitosos episodios de seducción, y de largos de piscina sin respirar, ambas cosas de ejecución imposible o, al menos, penosa con un lastre semejante.

Así que se miró otra vez. Observó lo que antes podría ser un cuello y apareció un globo hinchado sin nuez. Los brazos, otrora receptáculos de perfilados músculos, eran revoltijos de residuos. Su aspecto blanquecino estaba salpicado de manchas rosáceas y granos a punto de estallar. La cabeza, fundida en un bloque con el torso y la barriga, ya no estaba coronada de pelo, sino del vacío.

El horripilante vacío.

Cuando consiguió huir de su propio reflejo, se vistió con ropas que parecían suyas (pero mucho más grandes de lo que las recordaba) y salió a la calle. Se miró, sin reconocerse, en el escaparate de una zapatería de barrio. Y pronunció en voz alta

Dios santo, septiembre será duro.


jueves, 4 de septiembre de 2008

¿Crisis?



“El mundo, nuestro mundo, lleva cien años o más muriendo. Y, en estos últimos cien años más o menos, ningún hombre ha sido bastante loco como para meter una bomba por el ojo del culo a la creación y hacerla saltar por los aires. El mundo está pudriéndose, muriendo poco a poco. Pero necesita el coup de grâce, necesita saltar en pedazos. Ninguno de nosotros está intacto y, sin embargo, llevamos dentro todos los continentes, los mares que separan los continentes y las aves del aire. Vamos a consignarlo: la evolución de este mundo que ha muerto, pero no ha recibido sepultura. Estamos nadando en la superficie del tiempo y todo lo demás ha naufragado, está naufragando, va a naufragar. Será colosal, el libro. Habrá océanos de espacio en que moverse, transitar, cantar, bailar, trepar, bañarse, dar saltos mortales, gemir, violar, asesinar”.



Henry Miller, Trópico de Cáncer (fragmento)

 
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