sábado, 28 de febrero de 2009

Ambición


El relato quería lanzarse a ver mundo y habló con un escritor amigo, un poco mediocre, para que lo convirtiera en novela corta. La calidad de la prosa no le importaba, ya que su propósito no iba más allá de visitar lugares con nuevos sentimientos, culturas y paisajes. Sin pretensiones de premios ni reconocimientos del sector literario, qué ordinariez. Y ya tenía una idea para alargarse. Un poco tópica quizás, pero válida para su objetivo. Así se lo hizo notar al escritor, que, como era de natural perezoso para crear argumentos (malas lenguas decían que se dedicaba al microrrelato y a la poesía por pura holgazanería y que invertía su tiempo libre a fumar cigarrillos sin filtro) acogió la iniciativa del relato con entusiasmo. De hecho, más que iniciativa, era un esquema detallado del planteamiento, el nudo y el desenlace, con sus puntos de giro y demás engendros de teoría literaria. El relato se lo había mandado por email.

Y el escritor, no sin esfuerzo, convirtió al relato en una novela corta.

El resultado fue que el ya exrelato y nueva novela corta se sintió a sus anchas. Ochenta páginas, nada menos, todo un portento. Pero el escritor había tenido la poca visión de limitarse a tres o cuatro escenarios, uno de los cuales era una peluquería de señoras, y la novela corta se cansó a los pocos meses. Así que –esta parte es previsible– se le metió en entre página y página lo de ser novela. Novela. Quién no querría. Ahora lo veía cercano. Sólo unos cuantos miles de caracteres más y sería novela. Novela. Qué nombre. Y así se lo comunicó al escritor, de nuevo por email. Le añadió tres escenarios más, un adyuvante y algunos personajes secundarios.

El escritor se sintió cómodo, a pesar de su natural perezoso para crear historias con un final coherente, se puso a redactar, no sin esfuerzo, y convirtió a la novela corta en una novela.

Y el resultado no fue malo y a la exnovela corta y nueva novela le entró la ambición, le vinieron ínfulas de saga, y quiso coquetear con el realismo mágico, con el género erótico y con las rupturas del orden temporal cronológico. Se veía capaz de ganar un premio, ahora sí, de ser fuente de inspiración, de ocasionar un nuevo “boom”. Y así se lo expresó al escritor, de nuevo por email.

Pero se ve que al escritor le llegó como spam. Y la novela se quedó en el cajón, añorando sus tiempos de relato, esperando que la brasa de un cigarrillo sin filtro convierta en combustión su silenciosa agonía de folletín, su porvenir anodino de ficción superficial.


miércoles, 25 de febrero de 2009

Intro


A la consulta del psiquiatra ha ido un hombre adicto a las introducciones.

Este problema, explica, le imposibilita vivir con normalidad. Al principio, el psiquiatra, que es de la escuela psicoanalítica, lo achaca a algo de los preliminares del sexo, que es la mejor parte según dice todo el mundo, y a un trauma infantil relacionado con la cabecera de Fraggle Rock, que era la mejor parte según dice todo el mundo. Acaba elaborando una teoría plausible: su madre le pegaba, aunque sólo un poco y con la punta de los dedos.

El paciente, sin embargo, no está de acuerdo. Dice que no encuentra trabajo. O más bien, sí que lo encuentra, pero, después de una temporada, lo deja sin ningún tipo de miramiento ni rubor. No se aburre, no se cree poco capacitado, sino que ya no le calma. Tiene que buscar otro con celeridad enfermiza.

Lo mismo le pasa con las mujeres, claro, aunque todavía no sabe si es debido a su adicción o a su condición adolescentemente masculina.

No consigue pasar de la página veinte de ningún libro. Las películas las abandona en el planteamiento, dejando el nudo y el desenlace para las mentes débiles adictas al quépasará. Ha tenido que mudarse a un primero. Los sonetos los acaba en el primer cuarteto. Los paisajes los contempla desde los coches. Sólo come fast-food. Los vinos sólo tienen entrada en boca. La música acaba en la obertura.

El psiquiatra tacha sus anteriores teorías y adopta un gesto de resignación. El tiempo se ha terminado, le avisa. No hace falta que vuelva.

Qué me dice, doctor. Estoy muy enfermo. ¿No me ha escuchado?

Claro que le he escuchado. Pero no veo que tenga usted nada raro. Lamentablemente, todo en su vida es normal. El problema no es suyo. Acostúmbrese. Buenas tardes.


sábado, 21 de febrero de 2009

Vecinos


Hace unos días a mi vecino le desaparecieron las sístoles. Me enteré porque colocó un anuncio en el portal, junto a los buzones, en el tablón de corcho donde solemos manifestar nuestra ira hacia el propietario y la señora del ático primera se queja porque los niños del tercero segunda han vuelto a alimentar a su gato con wasabi.

“Se busca sístoles. Responden al nombre de Sístoles y son de color encarnado, tirando a rojo cereza. De tamaño mediano. Bien parecidas, capaces de mover cinco litros de sangre. O más, si cabe”, ponía.

Tenía prisa y no caí en la cuenta de que aquello era más bien extraño hasta que pasó un rato. Pensé en visitarle y preguntarle, no porque hubiera encontrado sus sístoles, sino porque, realmente, no conocía a nadie que hubiera perdido tal cosa. Pero, como nunca había visitado a ningún vecino, me dio pereza y lo dejé pasar.

Sin embargo, al día siguiente, por la mañana, me lo encontré en el ascensor. Estaba más contento que de costumbre. No parecía preocupado, sino más bien todo lo contrario.

Supongo que habrá encontrado sus sístoles, le dije, aliviado de tener un tema de conversación y de no recurrir a la meteorología, ya que ni hacía sol, ni estaba nublado, ni todo lo contrario.

No, nada de eso, me contestó. Me explicó que al principio se había alarmado, ya que las sístoles desaparecieron de golpe, como si nunca hubieran estado allí antes. Que sólo había diástoles, muy potentes, pero solas, huérfanas de sístoles. Expulsaban la sangre con alegría, con ganas. Se sentía raro. Pero esa sensación sólo duró unos días.

¿Y ahora?, le pregunté interesado.

Ahora sólo son un recuerdo, me explicó. Sí que pensaba en ellas, cómo olvidarlas, aquellas contracciones acompasadas que ensanchaban el corazón y lo embutían de mala sangre, angustias, remordimientos y desasosiegos. Sin embargo, había llegado a la conclusión de no echarlas de menos, de cerrar la caja torácica.

Supongo que retirará el anuncio del tablón de corcho, puntualicé.

No, ni mucho menos. Todavía espero encontrarlas.

No le pregunté el porqué. Pero he decidido seguir escondiéndolas. En el fondo, me dan pena. Y mi vecino, un poco de miedo.


miércoles, 18 de febrero de 2009

Asertividad


De tanto decir que sí, me volví ubicuo.

Así, de la noche a la mañana, estaba aquí y, de repente, aparecí allí. Pero no por incertidumbre, locura transitoria o disimulo. Tampoco por complejo de deidad, que los dioses me veían, me miraban y huían de mi presencia al instante de tan poca pinta de divinidad que tengo. La omnipotencia, en realidad, nunca fue lo mío. Desde pequeño. Siempre he preferido los seres imperfectos. O potentes, a secas, sin el “omni”. Así que, cuando fui creciendo y observé que yo de ídolo, poder supremo o titán ando más bien escasito, oiga, me vino tal alivio y alegría que mi cabeza comenzó a sobresalir por encima del resto de chicos de mi edad. Luego comencé a jugar al baloncesto. Pero como todavía no era ubicuo, era bastante malo.

Lo de ser ubicuo me vino después. Por necesidad. Y de decir que sí.

Estaba en casa y me llamé a mi mismo por teléfono. No me sorprendí, porque sabía que me estaba llamando. Pero fue raro. Era la primera vez que me escuchaba. No se lo recomiendo a nadie. Luego vienen las preguntas y las decisiones. Eso sólo duró un rato: al dejar de hablarme, me dio por prolongar lo de ser ubicuo unos cuantos días, porque veía que me proporcionaba réditos interesantes. Me notaba más. Un tanto despegado de mí mismo, sí es verdad, pero cercano a los demás. Decir que sí ya no era un problema. Todo el mundo estaba contento con mi ubicuidad. Incluido yo.

El problema surgió cuando, de estar todo el santo día siendo ubicuo, una tarde clara de octubre me cansé. Le dije que no, no sé a quién, me negué a tener deudas de tiempo. No, no bromeo, le dije. No. Sondeé el abismo de estar ausente y me lo quedé. Qué haces, me preguntaron. Quiero experimentar los placeres domésticos, contesté.

Así que dejé de ser ubicuo. No me entendieron y me condenaron a ser invisible. Sufro un brutal aburrimiento y me planteo de nuevo lo de ser ubicuo, lo de pedir perdón y diagnósticos, lo de la esclavitud sonora. No sé.

Miraré la agenda. A ver cómo lo tengo.

sábado, 14 de febrero de 2009

Principio de utilidad


Me preguntaba lo siguiente: ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar sus principios de lado?

Hasta el punto que sea necesario, contesté.

Bien, pues le informo de que, para pertenecer a nuestra organización, debe abandonar la escritura. Lo de leer se lo permitimos, ya que conviene no dejar todos los malos hábitos de golpe. Es perjudicial para el organismo adicto. Más adelante, ya veremos. De todas formas, dudo mucho de que tenga usted tiempo para cualquiera de esas dos actividades. Ahora por fin se dedicará a cosas serias y productivas.

Está bien.

Olvídese del simbolismo. Aquí somos pragmáticos. Ingenieros. Arquitectos. Médicos. Nuestro movimiento se basa en las fases que se describen en los documentos anexos al informe que describe sus funciones.

De acuerdo.

Hoy, su primera noche de insomnio, la dedicará a profundizar en el rigor realista. Como ya sabrá, el monitor se activa pulsando el botón de ON de su mando a distancia. Si se encuentra incómodo en algún momento, aquí tiene el administrador de toxinas. Espero que se abstenga de todo cinismo.

No se preocupe.

Sea, pues, bienvenido a nuestra organización. Y una última cosa: si cree que no le he visto el tratado de ingenuidad que tiene debajo del colchón, está usted muy equivocado.

Lo siento. Yo...

No se preocupe. Un leve síndrome de abstinencia es normal. Pero esté tranquilo: sólo dura 72 horas. Una vez que transcurra esa fase, no será consciente de la adicción previa. Estará curado y será miembro de pleno derecho de la organización.

Gracias.

No hay de qué. Por cierto, saque a ese cronopio del armario y tírelo por la ventana. Que sea la última vez.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Insomnio


La última noche de insomnio, los libros comenzaron a hablar entre ellos. Se notó descentrada y con la memoria sucia, por lo que no le extrañó nada. Y, como no tenía nada mejor que hacer excepto dormir y dormir era imposible desde hacía días, se quedó a escuchar.

No le gustó nada lo que oyó. Resulta que los clásicos rusos se habían puesto de acuerdo para ofender a los poetas neorrealistas, y lo hacían a espaldas de los libros infantiles que tenían animales en la cubierta. Mientras, un libro de relatos eróticos llamaba por teléfono a sus amantes. Las engañaba. Ella no saludó, porque consideraba que no sería bien recibida, con su insomnio y sus preguntas inoportunas y sus angustias ocasionales y su naturaleza polifásica y poliándrica. Y no andaba desencaminada: por un momento hizo un ademán de sonido y le vinieron con Dámaso Alonso -que no Gironella- y su millón de cadáveres y sus gemidos de huracanes y sus rosales secos. Qué miedo, los rosales secos. Así que se quedó callada y escuchando. Con la ceja levantada, para parecer lista, y exhalando el humo del tabaco de siempre.

La cosa pasó a mayores, al veneno y los desnudos, pero ella no intervino. Dejó que la cosa se disolviera sola, con la luz del día y los aparadores negros que se volvían blancos. El sol hizo callar a los libros y, cuando las ediciones se agotaron, todo se detuvo y volvió al orden que acostumbraba. Ella se durmió. Encogida de hombros.

Esta noche la estará esperando; ella no lo sabe, pero él la estará esperando allí, entre el existencialismo alemán y el realismo mágico latinoamericano. En la parte baja de la librería. Saldrá abriéndose paso, a machetazos, destrozando ejemplares de novela romántica y de chick-lit. Y se lo dirá, no al oído, sino dándose palmadas en la cubierta: tranquila, la poesía cómica existe.


sábado, 7 de febrero de 2009

Ser intelectual no tiene más que ventajas


A pesar de que, a ojos de todo el mundo, aquello pareció brotar de golpe, de un día para otro y sin aviso, causa o antecedente, en realidad el fenómeno se había comenzado a manifestar de forma progresiva a lo largo de toda la década anterior. Pero es que nadie se había fijado o quizás no se le había dado importancia que requería: se achacó a la selección natural, para algarabía de darwinistas y neoliberales, el hecho de que las universidades se comenzaran a poblar de brillantes doctores y que se sucedieran, casi diariamente, los avances decisivos en medicina, matemáticas y química. También en metafísica se alcanzaban conclusiones determinantes -como la inexistencia del imperativo categórico o el descubrimiento de una caverna platónica real en el municipio de Bornos, provincia de Cádiz-, así como en álgebra asociativa, en la que el cuerpo K pasó a denominarse cuerpo K sub-dos.

Pero pronto estos descubrimientos extraordinarios dejaron de ser noticiables, ya que tenían lugar demasiado a menudo. Ser superdotado era lo normal. En todas las familias había varios genios. Más del 85% de la población planetaria era considerada intelectual y quien más, quien menos, todos teníamos publicado algún artículo sobre el materialismo dialéctico, la física de partículas o el keynesianismo. Fueron desapareciendo de la programación televisiva los espacios de variedades, la telerrealidad y, finalmente, ¿Dónde estás, corazón? De hecho, y dado que el entretenimiento dejó de existir, subsistió una sola cadena, consagrada a los documentales de maravillas de la ingeniería y a las películas de Dziga Vertov.

Al poco, surgió una corriente sociológica y psicológica destinada a estudiar las causas de esta metamorfosis, que, tras ser aisladas, se limitaron a una sola, de índole fisiológico: el crecimiento exponencial de la masa encefálica en los individuos sometidos a las radiaciones de los teléfonos móviles. Este hallazgo acabó por desmontar las investigaciones que culpaban a los móviles de la formación de cataratas, la disminución de la producción de espermatozoides, los problemas de sueño, la amnesia, los tumores cerebrales y diversas alteraciones del ADN humano, y provocó un aumento espectacular en la venta de terminales. El caso extremo lo protagonizo una funcionaria de correos de Sao Paulo, que adquirió 67 teléfonos y en menos de una semana desmanteló la teoría de la relatividad, el teorema de Fermat y la Función L de Dirichlet.

Y entonces sucedió: un cartero de Minnesota que se había instalado en su rancho cinco estaciones transmisoras de ondas electromagnéticas reveló el sentido de la vida. Pero nadie le hizo caso.


miércoles, 4 de febrero de 2009

Paraguas

Para Manuel y su querido Emilio


- ¿Dónde vas con el paraguas? Si no llueve...

- A probar una cosa -respondí.

Todavía sigo sin entender cómo mi madre se quedó tranquila con esa respuesta tan vaga, con lo que es ella para esto de la búsqueda de la verdad, que me hago cruces con que consagrara su existencia al funcionariado y no a ser arisca interrogadora o atractiva detective privada. Y también sigo sin entender cómo no supo al instante que mis intenciones eran más bien temerarias e irreflexivas, cuando es capaz de presentir una borrachera con el simple giro de una llave en la cerradura y tiene una habilidad sobrenatural para desenmascarar mentirosos y embaucadores: un leve enrojecimiento de orejas o una respiración más entrecortada de lo normal es prueba más que suficiente.

Salí de casa y corrí en busca de mis iguales. Me esperaban en el lugar del crimen, cada uno con un paraguas, excepto Emilio, que había traído una sombrilla enorme de topos rojos sobre fondo blanco.

- Supongo que cuanto más grande, mejor – dijo.

Nadie se atrevió a discutir su argumentación, sobre todo después de que miráramos hacia abajo y descubriéramos que la altura de los fosos era más de la esperada. Ay dios, ay dios, se quejó uno, no sé quién; vamos, coño, grité yo; nos vamos a matar, dijo alguien entre risas.

Abrí el paraguas y me siguieron los demás. El último fue Emilio y su sombrilla. Y es que las regias dimensiones del utensilio eran tales que ralentizaban sus movimientos, ya de por sí lánguidos. Uno gritó jerónimo -que es lo que se grita en estos casos- y se lanzó. Todos fuimos detrás, describiendo parábolas y caídas más o menos ridículas entre varillas rotas y tela destrozada. Emilio se tiró con su sombrilla de topos rojos sobre fondo blanco y una ráfaga de viento lo impulsó al otro lado del foso. Sin esfuerzo. Como si fuera tan liviano como una bolsa de plástico.

Los demás nos lamentábamos en el suelo, con tobillos torcidos, muñecas abiertas, piteras varias y otros desperfectos. Emilio nos observaba desde las alturas. Me pareció verle una sonrisa, pero estaba equivocado. Lloraba.

Después se lanzó al vacío. Sin sombrilla. Sin paraguas. Sin razón. Y con el brazo roto en tres sitios.

- Mi padre habría pensado que no tengo huevos –me confesó en la cola del ambulatorio.

 
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