miércoles, 30 de junio de 2010

Mataré monstruos por ti

Cuando te dije aquello de que mataría monstruos por ti no creía que la cosa iba a ser para tanto. Una frase inspirada, nada más.

Pues anoche llegué a casa, tarde, como siempre, después de filtrar los gritos de mi jefe, los cláxones de la calle y el pitido ese tan desagradable de la lectura del código de barras en las cajas del súper de enfrente, y en el sofá había un monstruo. Allí estaba, tumbado, viendo la tele –Telecinco, claro– fumando un cigarrillo negro y bebiendo gazpacho. También se tocaba un poco las gónadas, pero eso queda poco elegante de comentar aquí, así que no diremos nada más.

El engendro se sobresaltó un poco al verme aparecer, pero inmediatamente adoptó la actitud típica de monstruo y se puso a asustarme. O a intentarlo, porque el movimiento ese de las manos que hacía y la mirada más bien ojerosa no espantaban demasiado. El horror no aparecía ni por asomo. Ni siquiera cuando se puso ya en plan desagradable y comenzó a alternar gritos con vómitos y demás fluidos. Realmente asqueroso.

Así que, alma de cántaro, le di unas palmadas en la chepa monstruosa y sugerí compartir una cerveza. Le dije que se dejara de terrores, de alaridos vacuos y de manuales de pavor y espanto, que la vida está para disfrutarla y que no todo va a ser encrespar cabelleras.

Se relajó, se volvió a tumbar en el sofá y vimos a España juntos. Eran los cuartos. Perdió, claro.

Me sentó un poco mal y, de la rabia, le solté un hachazo en la cabeza al pobre monstruo.

Lo maté, sí. Pero no te enfades: el próximo será por ti, de verdad.


jueves, 24 de junio de 2010

Solsticio surrealista


En 2054, Oliver García, natural de Robleda (provincia de Salamanca) se convirtió en el primer ser humano que alcanzó la inmortalidad después de 35 años de consumo continuado de hojas de eucalipto. En realidad, no se alimentó de otra cosa durante todo ese tiempo, un comportamiento que era debido a una admiración extrema de las costumbres de los koalas. También había visto todos los partidos de los mundiales de fútbol celebrados entre 2014 y 2046 y no se había casado todavía, pero eso seguro que no tenía nada que ver.

Se ve que en su organismo –eso dijeron los científicos encargados de analizar su caso– se había producido el fenómeno conocido vulgarmente por el nombre de fotosíntesis introvertida. Dicho prodigio derivó en la conversión de los órganos internos del individuo en pequeños bonsáis, que, como todo el mundo conoce, viven bastante. Y, claro, un bonsái más otro bonsái más otro bonsái hacen una pila de años: para no complicarse la vida, los médicos concluyeron que Oliver García, natural de Robleda (provincia de Salamanca) iba a vivir eternamente.

Nadie le preguntó al interfecto si esto le parecía bien. De todas formas, Oliver García siempre fue hombre de pocas palabras, de amigos contados y de beber lo justo. Lo suyo era el consumo de hojas de eucalipto y, desde que así se descubrió, la fotosíntesis introvertida.

Y eso de la fama le vino grande.

Se acabó suicidando con un Actimel de Danone más bien frío. Se lo bebió de golpe y ya se sabe.


domingo, 20 de junio de 2010

Perspectiva


“Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba.

La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.

Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.

Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas.

- Ya te decía yo – le dijo a su mujer.

- Pues es verdad. Así podremos ir más de prisa a casa de mi hermana.


Max Aub, Algunas prosas y otras

sábado, 12 de junio de 2010

Muros


Y ahora que te quiero, y ahora que me quieres y me dices que eres la Maga, que me arrastras con tu fuerza centrífuga y que me distraes de las represalias futuras, me pides que derribe un último muro. Yo vacilo: tengo miedo de encontrarme ante el desconocimiento de mi propia imagen, hasta ahora en calma, y que todo esto signifique el aniquilamiento de las pocas facultades que tengo. Ya he destruido la inspiración, que en esta ausencia de tristeza sólo me salen funciones fisiológicas, y frases largas –a pesar de que tengo poco que decir– y los párrafos son mucho más espesa maleza que palabras hilvanadas. Aun así, me pides que derribe ese último muro, el del anochecer, el de los silencios y los ojos sin brillo, el de las inercias. Y sólo tengo mis huellas en el papel y los dedos hinchados de no moverse, torpes, sobre el teclado, y una mirada fija sobre el resplandor blanco que tanto me angustia, y aquellos libros apilados en la estantería, amontonados por lo cotidiano, y ese solsticio que nunca llega. Me siento muy poco armado para derribar ese muro; quizás lo salte cuando no haya testigos, o bien me asome al otro lado, nada más; por aquello de las heridas y de las circunstancias y de las represalias futuras y mi indiscutible prudencia. Y ahora me queda poco más que el deshielo en el que vivo, poco más que la conciencia de tu sangre y mi boca sobre tu frente cuando duermes y te mojas los labios, y poco más que tu fuerza centrífuga y tú y yo haciendo el amor en el cuarto de baño. No sé si bastará todo eso para que el muro caiga, para cerrar de una vez el prólogo y dejar de sentirse fortuito. Por fin.


domingo, 6 de junio de 2010

Casey Station (y V). El mensaje

Al final sólo quedará el mensaje. No importas tú o tu vida, las personas a las que has querido o te han dejado de querer, o la voluntad que hayas tenido de alterar o detener el tiempo. Tú no eres nada. Sólo cuenta lo que dejas, la urdimbre de pensamientos que te acompañó y que plasmaste en algún lugar. Es la última pieza para la inmortalidad.

Al fin y al cabo, de mí sólo permanece hielo. La nada en forma de agua congelada, el producto salvaje de un entorno inaccesible, el núcleo del no-ser. Ahora se esfumaron ya los límites de mi carne y toda experiencia humana ha quedado reducida a un azul perenne.

Hay algo, sin embargo, que el tiempo no podrá esparcir. Aquello por lo que he peleado, que ha quedado allí, más allá de mis fronteras. Ahí afuera. El mensaje. Unas líneas que dejo al margen de tu libro, unas notas a pie de la vida y sus instrucciones de uso en forma de piedras fluorescentes. Allí están, afuera, en cualquier parte, respirando por mí y viviendo en la mirada de los otros. No he realizado hazañas, no he descubierto continentes ni he escrito tratados de la razón práctica. Quizás tampoco haya visto u oído cosas sorprendentes.

Pero ahí está mi mensaje. Ahí afuera. Más allá del hielo, del silencio o la memoria. En medio de la nieve y de la lluvia, más fuerte que la propia noche. Al final sólo quedará eso. No importa nada más. Dan igual las coordenadas, el cristal en el que me convierto, el iceberg de mi cadáver o las canciones de los olvidados.

Porque afuera dicen misa por mí. ¿Lo oyes?


jueves, 3 de junio de 2010

Casey Station (IV). El silencio


Desde el silencio se puede oír el frío. El silencio es mi música, la de los olvidados, la que componen los muertos.

Fue al principio, cuando el hielo comenzó a cristalizar mis capilares. Desfilaron los recuerdos y entonces me di cuenta de que eso era el silencio. Se reconstruyeron todos los sonidos de mi existencia; primero los lamentos de mi hija, los besos de despedida, los cuchillos, y también las carcajadas, los tumultos. Después la lluvia en el balcón, la madera, el eco de las piedras, los papeles quemados. Y las corrientes del interior de mi cuerpo, los párpados vencidos y la saliva en los labios.

Pero sólo ahora, en el silencio, he podido oír el frío, la niebla y la oscuridad. También me pareció oír los fantasmas de aquellos que me precedieron, silbando en la cercanía húmeda y azul del hielo. Es la canción de los olvidados, la que componen los muertos. Suena de forma lenta, pero impaciente, en un suave desvestirse de alma, sobre una partitura que se deshace, sin título. Con resonancia animal, en una tonalidad oscura, quizás Re menor un poco rota.

Sí, es el silencio. El silencio desconocido, no el silencio del invierno en las calles de un pueblo o el de los tanatorios vacíos. Es el silencio como música, el que se esconde en el frío, el que sólo es posible encontrar en el hielo. Sólo el hielo puede escucharlo. Y yo lo escucho, todavía suave. Como una música que se va haciendo cada vez más presente.


 
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