domingo, 30 de enero de 2011

Colecciones (Clásico revisitado número 27)

Un día alguien le preguntó acerca de su vocación, esa especie de cosa que en teoría todos tenemos, pero que es mentira, porque uno va haciendo y deshaciendo como puede y al final acaba siendo lo que le toca. Después de examinar en cinco segundos a qué había dedicado sus años de existencia, respondió que el coleccionismo. Eso es: su personalidad constante y obsesiva lo convertían en un coleccionista sublime.

Todo comenzó con los cromos, primero de billetes del mundo, luego de futbolistas de la Liga y al final de coches, y cuando se aburrió de los coches, se pasó a los jugadores de la NBA y a la serie V, hasta que los cromos se pasaron de moda y empezó con las canicas, las peonzas y las chapas. Llegó a acumular en su casa, para odio materno, más de 5.600 chapas de refrescos a las que pegaba trozos de papel con los colores de los equipos del Tour de Francia. Y luego llegaron los tebeos -de todo menos de superhéroes- las maquetas de motos y los videojuegos, las películas de James Bond, los bolígrafos de diez colores y los muñecos de Masters del Universo. Y en su adolescencia le dio, a escondidas, por revistas eróticas de ésas en las que no enseñaban más que tetas, y por paquetes de cigarrillos y botellitas de muestra de bebidas alcohólicas, pero eso le duró hasta que su madre quiso limpiar el armario y descubrió 1.257 números de Lib (Una revista sugestivamente libre) y no le pareció normal. De hecho, abandonó tal gusto coleccionista hasta bien entrada la madurez, al mismo tiempo que los juguetes de hojalata, las ediciones pirata del Quijote y las pelotas de béisbol.

Por todo eso, y porque se ve que de niño ordenó por parejas sus 3.254 animales de la granja de Playmobil, fue porque Dios, años más tarde, lo escogió para lo del Arca en lo que se llamó el segundo diluvio universal.

Cuando terminó el chaparrón, Dios lo dejó seguir con sus cosas. Mal hecho, porque se dice que se puso a coleccionar becerros de oro. Y así nos va.


sábado, 22 de enero de 2011

Facebook



Hoy me he agregado a mí mismo como amigo de Facebook. Llevaba meses observando la foto de mi cara a la derecha de la página principal y al final he sucumbido.

“Fernando Garcia wants to be friends of Facebook"

Ha llegado este mensaje a mi correo. Paradójicamente, he aceptado mi solicitud de amistad sin reflexionar demasiado. Supongo que este yo pasivo es en el fondo mucho más atrevido que mi yo activo. O a lo mejor es que iba borracho.

He entrado en mi perfil de forma inmediata y lo primero de lo que me he percatado es de que tengo más de doscientos amigos. Capullo presuntuoso. Probablemente no he conocido a doscientas personas en toda mi vida. Es decir, si contamos al quiosquero, a los camareros de los bares donde me he tomado una caña y a las cajeras de la FNAC, puede ser que sí, pero entiendo que eso no vale. Después, he visto que he puesto un “Me gusta” en Marcel Proust y otro en Abbas Kiarostami. Son dos mentiras como dos magdalenas o dos cerezas enormes, sin duda provocadas por querer hacerme el interesante delante de alguno de mis contactos femeninos, que, por lo que he visto, abundan mucho más que los masculinos. Siempre he sido un hipócrita que se hace el intelectualoide para conseguir sexo. Repulsivo, sí.

Por último, le he echado una ojeada a mis fotos: si contemplar mi cara de felicidad en Marina d’Or no era suficiente, verme intentando bailar la lambada con una desconocida y alcoholizado en un asador murciano ha sido lo que me han decidido de forma definitiva a borrarme de mis contactos e, incluso, bloquearme para siempre jamás.

Horas después, todavía siento escalofríos.


domingo, 16 de enero de 2011

Asesino en serie

Ser asesino en serie en la realidad no es tan aparente como en el cine. En las películas el psicópata normalmente vive en una casa unifamiliar con jardín y entierra a sus víctimas en el jardín de la parte de atrás o, en su defecto, en el sótano. Antes las tiene encerradas en una habitación insonorizada y aprovecha para practicarles todo tipo de maldades.

Eso, en el cine, porque aquí todo es más cutre. Cuando me da por matar a alguien tengo que hacerlo rápido, porque si no se enteran todos los vecinos del bloque de pisos. Y si lo quiero hacer con un poco de parafernalia, como manda el canon del perturbado, me encuentro con dificultades, ya que en 50 metros cuadrados poco se puede hacer: ni ceremoniales satánicos, ni bailes en ropa interior femenina ni destripamientos masivos. Imagínense de los accesorios que necesitaría si se me ocurrieran montajes relacionados con los siete pecados capitales, zodíaco o tarot, por ejemplo.

Nada, nada.

A matar a palo seco.

Pero lo de armas blancas, ni soñarlo, porque los cuchillos del IKEA no cortan una mierda, y el descuartizamiento lo tengo prohibido por mi mujer, porque lo dejaría todo perdido y no está el patio como para dejarse el sueldo en tintorerías. Conseguir en España una pistola es más que complicado. Esto no es Kansas. Así que me queda el asesinato por golpe mortífero en la nuca, que no viste nada.

Además, en la puerta de al lado viven unos colombianos que ponen la música muy alta y no me dejan oír los gritos de mi amada cuando la torturo. Y matar escuchando

Gavilla, rompe el suelo con la pantorrilla.

Chiquilla, esta noche estas en la mirilla.

No tiene glamour ninguno. Vamos, que lo dejo, que para desahogarme mejor me meto a guardia urbano. Adiós.

 
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