sábado, 30 de junio de 2012

Punto de libro



He puesto un punto de libro en mi vida. Para no perderme, para eso se ponen los puntos de libro.
Porque quizás me apetezca volver aquí más adelante, cuando acabe todo lo que tengo que hacer y deje atrás todo lo que merece ser sellado herméticamente y sólo quede lavar los platos.
Tengo miedo de perderme por el camino, así que por eso he puesto este punto de libro.
[En realidad no es un punto de libro, sino un papel cualquiera, uno en el que pone “Rebajas”, “Ofertas” o algo así]
Y ahora toca otra cosa, algo más grande, algo distinto que vendrá con las tormentas de verano.
Pero, por si acaso, dejo aquí este punto de libro.
Que lo de las miguitas ya lo hizo alguien antes.

domingo, 24 de junio de 2012

Sumisión



Ayer pillé a mi mujer leyendo el que se supone que es el libro de moda. En un primer momento, se avergonzó, no por parecer demasiado mainstream, sino porque la novela en cuestión versa sobre el sadomasoquismo de alcoba; ella siempre ha sido recatada y pudorosa, y aquella revelación significaba, como poco, que se tambalease aquella faceta de mi mujer que menos me excitaba. Pensé
Ésta es la mía.
Y después de un par de horas de amorosa y comprensiva conversación, le propuse que, por qué no, podíamos probar algo de lo que se cocía en el libro. Más que nada, por variar, que hartito me tiene la coreografía de misionero arriba y misionera abajo, que diecisiete años haciendo lo mismo sábado-sí-sábado-no son lo último que me habría imaginado en mis fantasías de la tierna edad.
Ella dijo que vale.
Ella dijo que vale.
Ella dijo que vale, y yo habría tirado cohetes y tocado fanfarrias y panderetas de gustarnos a ambos ese tipo de elementos sonoros, que no es el caso. Y remató diciendo que aquellas cosas había que hacerlas bien, y que, como en el libro, deberíamos firmar un contrato de sumisión. Eso dijo, y a mí me dejó que ni fu ni fa, que las cosas legales me espantan más que me erotizan.
Pero dije que vale.
Y entonces ella se despidió y desapareció durante varias horas –que ni comimos ese día– y volvió con el contrato y yo, presa de la ansiedad ya, firmé sin leer.
Y ella lo firmó.
Lo primero ha consistido en dormir en el coche, medio desnudo y presa del pánico infligido por los cientos de petardos de la noche de San Juan.
Y lo peor es que me he perdido el fútbol.
Fuck

sábado, 16 de junio de 2012

Hay una cosa que me sorprendió de ti



Hay una cosa que me sorprendió –verdaderamente- de ti, mucho más que esa garita de tu jardín, la locomotora que pasa cada treinta minutos por tu pasillo o la urna de cenizas de tu abuela.
Recuerdo que no eran todavía las nueve y seguía haciendo calor y era de muy de día, o bien las farolas estaban ya encendidas y a mí me pareció que había mucha luz, de ésa que incluso marca las siluetas de la gente como si fueran pequeñas auras. Me estaba tomando un vermut en mi terraza de los domingos, a pesar de que no era domingo, y me había pedido atún en escabeche –sin ti, ya lo sé, pero me apetecía, qué remedio– y entonces llegaste y te sentaste conmigo y no dijiste nada. Te había comprado un libro y te lo di, y tú te ilusionaste, y la ilusión te duró hasta que lo abriste y pasaste un par de páginas. Me acuerdo bien porque fue entonces que arrugaste la nariz y dejaste el libro sobre la mesa, al lado del atún en escabeche y del vermut, y comenzaste a buscar algo en tu bolso.
Yo te contemplaba curioso, porque tu bolso podía albergar cosas como un teléfono antiguo –de los que tenían la rueda aquella de los números y ese “clinc”– un billete de tren a mañana o un tocadiscos a pilas. Esta vez sacaste unos prismáticos negros y empezaste a mirar el libro con ellos.
No te pregunté por qué hiciste eso. Y eso que me sorprendió, y eso que, mientras mirabas el libro con los prismáticos, lloraste, te reíste, gritaste de miedo y te estremeciste por el dolor de un pequeño orgasmo –según me confesaste. Y eso que te envidié, y aún te envidio, por tener esos prismáticos, y por poder leer con ellos los libros que te regalo.

domingo, 3 de junio de 2012

Calor marrón



Me metí en la siguiente salida. Lo hice por no molestar más, porque en cuarenta kilómetros que llevaba conduciendo por aquella autopista ya me habían pitado varias decenas de coches e insultado tres camioneros. Incluso una niña que viajaba en el asiento trasero de un Chevrolet amarillo decidió lanzarme su helado de café a la cara, renunciando al previsible placer que iba a suponer su ingesta: supongo que debió parecerle poca cosa comparado con mi humillación pública.
Mientras me limpiaba los restos del helado que se escondían en mis fosas nasales, concluí que me lo tenía merecido. No se puede alquilar un descapotable, pretender conducir por California con tanta pinta de contable como la mía y salir indemne. A partir de ahora sólo iría por carreteras secundarias.
Y en efecto, la salida me llevó directamente a lo que sin duda era una carretera secundaria a ninguna parte en medio del desierto de Nevada. Qué mejor lugar para perderse después de hundir un banco.
Mientras paladeaba el retrogusto de café, me fui familiarizando con la pinta que tenía este exilio personal que me rodearía durante el resto de la vida.
Calor marrón, nada más que eso. Intenso calor marrón. No era gran cosa.
Algo tendría que inventarme para gastarme los quince millones de euros que llevaba en el maletero.

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.