jueves, 26 de junio de 2008

Kriptonita

Esa mañana, el superhéroe se miró al espejo y se notó menos superhéroe que nunca. Dios, le olía el superaliento. El supercerebro martilleaba contra las paredes del supercráneo. Además, la superbarba se le apareció como un papel de lija mal compuesto pegado a la supercara. En la cama, todavía dormida, estaba ella. De hecho, su ronquido se oía desde el baño. No es que fuera muy fuerte (más bien era como un placentero silbido); es que si tienes un superoído distinguir ese tipo de cosas es sencillo.

Sí, lo sabía, era una supervillana, no debía haberse acostado con ella, está en contra de todo código deontológico, dónde se ha visto, tener relaciones sexuales con tu teórico enemigo, estoy a un paso de la expulsión del club de superhéroes, le vino un exceso de saliva y escupió en el lavabo. Sangre.

¿Sangre? ¿Por qué sangre? No recordaba haber sangrado nunca, los superhéroes no sangran, o al menos no sangran sangre normal, y recalcó el apelativo “normal” en su cabeza, donde se mezcló con los silbidos-ronquidos de ella y el martilleo del supercerebro. Abrió la boca frente al espejo y allí estaba. Gingivitis. No había duda. Supergingivitis.

La supervillana interrumpió su silbido para, desde el dormitorio, lanzarle un beso y un susurro con dos palabras. Al superhéroe, ofuscado, no le funcionó el superoído. Entendió “estás muerto” y supuso que aquí terminaría todo.

domingo, 22 de junio de 2008

Resistencia (Clásico revisitado número 14)

-Me han asegurado también, pero no puedo creerlo, que tenéis asimismo la facultad de transformaros en los animales pequeños; por ejemplo, que podéis tomar la forma de un ratón. Eso me parece imposible.

- ¡Imposible! – exclamó el ogro mientras, tras hacer un gesto de desaire, se transformaba en el ratoncito más pequeño que nadie jamás había visto.

El gato, con agilidad (como no podía ser de otra manera y a pesar de las botas) felina, se abalanzó sobre el ogro-ratón y lo mató de un zarpazo.

A los pocos meses, los habitantes del castillo ya echaban de menos al ogro y conspiraban en corrillos contra la política dictatorial de ese gato arrogante. Al principio había caído simpático, ya que un minino calzado con esas enormes botas no podía provocar sino hilaridad; pero ahora, que se había convertido en un pequeño déspota, sólo creaba discordia a su paso. La primera medida que contó con un sector discrepante fue la de los ovillos de lana, cuya pertenencia se hizo obligatoria, y su movimiento, recomendado al paso del señor del castillo. Poco después, un polémico decreto sancionaba a las damas que no llevaran falda, así como a aquellas que se negaran a hacer mimos gratuitos. Alguno por poco muere de celos. La norma que acabó con la paciencia de muchos fue la que instó a sacrificar a los perros de gran tamaño y a los de ladrido más cáustico.

Para que se organizara un movimiento de resistencia, tuvo que haber un mártir: aquel pobre hombre que salpicó con agua al tirano y fue condenado a ingerir bolas de pelo hasta la muerte.

Su sacrificio no será en vano. Primero atentaremos contra la arena de la caja, pero no será una acción aislada. Pronto acabaremos con este autócrata con botas.

domingo, 15 de junio de 2008

Curiosidad

Cuando ella me dijo que nunca (“nunca” pronunciado como un ultimátum), jamás (“jamás” pronunciado como una amenaza), se me ocurriera abrir el armario empotrado del fondo del pasillo, lo cierto es que no le pregunté por qué, a pesar de que la duda me rebotaba dentro. Tengo fama de discreto y no iba a poner en peligro mi reputación por un armario sin importancia, ya que, pensé con un exceso de asquerosa racionalidad, esa curiosidad habría sido reflejo de una inmadurez relacional evidente.

Después de dos años viviendo con ella, lo cierto es que he pasado delante de ese armario miles de veces, y siempre ha sido como pasar junto al objeto que materializa todos los sueños infantiles, como caminar frente al misterio, el misterio en mayúsculas, en formato panorámico. Pero la atracción hacia lo desconocido jamás había llegado al extremo de la curiosidad erótica de las últimas tres semanas. Durante estos días, se me movía algo en el bajo vientre cada vez que miraba el armario. Ayer, incluso, tuve una erección con sólo pensar en el momento de abrir esa puerta y ver, por fin, lo que escondía.

Ahora, que ya sé la verdad y yazgo moribundo debajo de esta montaña de botas, zapatos, sandalias, mocasines, bailarinas y zapatillas, he llegado a la conclusión de que en la ignorancia era dichoso, de que la incertidumbre ha servido para que esta relación funcionase y, sobre todo, de que antes de que la realidad se derrumbara sobre mí, no tenía unas alpargatas en la boca, a punto de asfixiarme.

viernes, 13 de junio de 2008

Salto al vacío

“- Pero no me parece que hiciera honor a la regla más elemental de la Sociedad – he dicho.

- ¿A qué te refieres?

- Pues a que saltar al vacío no es un acto excesivamente sereno.

- Lo es – Catón se ha mostrado tajante -. O al menos en su caso lo fue. Eligió el salto desde el campanario porque dijo que contenía una especie de rebelión hacia nuestra condición humana, tan privada de la posibilidad del vuelo. Dijo que era un acto maravilloso arrojarse al vacío porque tendía al espacio, a las grandes dimensiones, al horizonte. Una noble forma de muerte que podía practicarse con toda serenidad después de una reflexiva velada con los amigos. Eso dijo”.

Enrique Vila-Matas, Las noches del Iris Negro (fragmento), relato perteneciente a Suicidios ejemplares).

domingo, 8 de junio de 2008

Delirium

Descubrió la fórmula mágica para hacer soportable su vida, a base de roncola y valiums mezclados en un vaso de tubo. De esta forma, los días pasaban sin apenas consciencia, en medio de un humo azul ardiente, entre el agua, la nada y la muerte. En ese trance llegó a descubrir tres sexos y un día vio a un dios que le sugirió hacer carrera como conductor de calesas, escritor surrealista o portero de lupanar. Precisamente a esto último es a lo que se dedicó a partir de ese caluroso julio. Comenzó a no dormir por la noche y los días los consagraba a elaborar vino casero, ya que, después del insomnio y las prostitutas, se sentía muy dotado para manipular el mosto de la uva. El resultado, de gran calidad, lo comenzó a regalar entre sus amistades nocturnas: un piloto de hidroaviones narcoléptico, uno que se creía Shakespeare o Ricardo III y una ingeniera química bielorrusa, engañada por las mafias en su país de origen y prostituta desde los 22 años. También quiso obsequiar con un par de botellas a un lama tibetano que frecuentaba la casa de lenocinio, pero éste no lo vio adecuado, acostumbrado como estaba al ayuno de cuerpo y mente.

Lo que comenzó como una afición diurna para olvidarse de dormir, se convirtió en una fuente de ingresos cuando, después de diez años, de su bodega salió aquel Gran Reserva del 1998 distinguido con 98 puntos por Robert Parker. Fue entonces cuando la puerta del prostíbulo comenzó a llenarse de conocidos sumilleres, enólogos y esnobs que buscaban probar (algunos sólo oler) el poco menos que sagrado caldo. Con una actitud de elefante académico, el portero se negaba siempre a dar rienda suelta a la enofilia de los visitantes no sin que previamente hicieran uso de la casa de oprobio. Ésta se convirtió en la más famosa del país. Durante sus insomnios diurnos, el portero siguió haciendo vino, pero sólo de misa. El roncola y los valiums le habían convertido al catolicismo.

miércoles, 4 de junio de 2008

Desenvoltorio

No soy poeta para una biografía,
no tengo vida más allá de mis fábulas,
no hay mujeres ni amores reales en mis versos,
pero mis palabras son el clavo ardiendo
al que se agarra mi actuación.
Miento para no ser señalado,
y me amparo en el éxito
ante la ausencia de lo esencial.
No soy poeta, no pretendo serlo;
no sé amar ni convencer para que me amen.
Les abro mi puerta
para que me contemplen desnudo.
Si no les ofendió mi máscara,
abrácenme.

José Bermúdez

Éste es el último poema de una serie llamada Cordura de náufrago, escrita por José Bermúdez, gaditano ilustre y poeta sin biografía

domingo, 1 de junio de 2008

Dignidad

Empujó de nuevo con todas sus fuerzas, expulsando por la boca parte de la locura que le quedaba dentro. Imposible. La puerta no se abría. En realidad, no lo había hecho las anteriores trece veces y no tenía por qué hacerlo ahora.

Gritó. Sin respuesta, y acabó el grito con un pequeño sollozo. Comenzó a pensar en el reloj, y en su locura, en lo afortunado que había sido hasta ahora y en que había contraído una deuda que tendría que devolver. En cubos.

Empujó, pero nada. Se puso a recapitular todos sus intentos de suicidio: aquella vez que se cortó las venas con las tijeras de podar, pero las heridas cicatrizaron antes de lo previsto; cuando, emulando La Grande Bouffe, se comió veinte platos de un extraño tiramisú, que vomitó a las pocas horas; la ocasión en la que blasfemó ruidosamente delante de una iglesia episcopaliana, pero sólo consiguió que lo rociaran de agua bendita; o el día en que se encamó con su amante y pocos minutos antes había avisado al marido engañado. Ésta vez estuvo a punto de funcionar. No contó con la mala puntería del celoso, que sólo le hirió de consideración en el glúteo derecho.

Ahora no era el momento. De hecho, no había pensado en el suicidio desde hacía meses. Aquí era demasiado ridículo. Sin embargo, el olor a quemado parecía signo evidente de muerte cercana. Y dolorosa.

Empujó y gritó otra vez. Ya no le quedaban fuerzas. Lo peor no iba a ser la muerte terrible, sino la vergüenza de verse allí, sin vida, mientras todos comentaban el caso absurdo de aquel tipo que encontraron carbonizado en la máquina de rayos UVA. Se quitó las gafas protectoras para que el futuro cadáver ganara un poco de dignidad y comenzó a llorar. Las lágrimas se evaporaron.

 
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