lunes, 31 de diciembre de 2007

Infestar

“Infestar es una palabra interesante. La gente normal no infesta, por más que se empeñe. Nadie infesta nada, sólo las pulgas, las ratas y los judíos. Cuanto te pones a infestar, estás buscándote un lío. En cierta ocasión, un hombre con quien estaba de charleta en un bar me preguntó a qué me dedicaba. Yo le contesté: ‘A infestar’. Me pareció una respuesta de lo más irónico, pero el tipo no lo cazó. Creyó que le había dicho: ‘A invertir’, y a continuación empezó a pedirme pistas sobre dónde colocar su dinero. Le sugerí, por consiguiente, que invirtiera en construcción. El muy comemierda”.

Sam Savage, Firmin

Feliz 2008 :-)

jueves, 27 de diciembre de 2007

Feliz complejo (Clásico revisitado número 10)

Llegué a su casa. Como todos los años, llevaba conmigo una botella de licor, algunos dulces y un par de libros, aquéllos en los que había subrayado más páginas durante esos doce meses. Esta vez el salto cronológico fue furioso. Por su rostro corrían infranqueables surcos y el brillo de su mirada ya no tenía la intensidad que me había hecho dudar alguna vez sobre mi destino. Ahora los ojos reposaban en la sombra, el deseo se había apagado, la ilusión parecía haberse quedado en ruinas.

[Siempre he evitado los encuentros con los antiguos compañeros de escuela o con las mujeres que amé. No soporto toparme con el paso del tiempo de una manera tan violenta. Es una burda forma de necrofilia en la que el único que disfruta es el que hace las preguntas, no quien las responde; éste tiene que realizar un esfuerzo intelectual, memorístico y emocional sólo comparable al sufrido en las terapias de grupo]

Al poco de abrazarla, busqué una excusa y me encerré en el cuarto de baño para mirarme en el espejo. ¿Habían transcurrido en mí los años de la misma forma? La luz blanca y gélida de la estancia no era aliada, pero solté un suspiro de alivio. Abrí el grifo, me mojé la cara con agua (helada) y me observé de nuevo. Todo seguía en orden.

[Nada como darse de narices con la vida de los demás, para ser consciente de las miserias, o bondades, de la propia]

Hablamos de libros no leídos, de amigos pasados, de risas marchitas, de juguetes, de cine revisto, de bodas ajenas y crucifixiones propias. Pero cuando cuestionó mi decisión una vez más, me di cuenta de que, los mires como los mires, los adultos siempre serán adultos y los niños siempre seremos niños. Así que abrí la ventana, dije adiós Wendy y salí volando.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Suerte


El inspector tomaba notaba nota en su cuaderno de espiral mientras uno de los testigos, aquel hombre del traje estrafalario, le relataba su versión de los hechos entre hipos y tics. A veces parece que me paso la vida entre muerte y muerte, advirtió. Observó de nuevo a su interlocutor y su cara colgante, su sombrero de papel, las gafas de color verde y el San Pancracio de la pechera. Qué visión, pensó, y le invadió una sensación de lástima, pero a la vez no pudo contener la hilaridad y se le escapó una sonrisita burlona
- Entonces, ¿cuándo le perdió de vista?
- No sé, no sé, no sé.
El muerto, ahora cubierto por una sábana, tenía un tono azulado. En su cara el inspector pudo ver un rictus de ilusión, como si se hubiera precipitado hacia la otra vida con impaciencia.
- ¿Vinieron ustedes dos solos?
- No sé, no sé, no sé.
Imposible sacar nada de este lunático, concluyó el inspector, y reanudó el examen de la escena esquivando como pudo los millares de bolas de madera de boj que inundaban el recinto. En realidad, cuando sacaron al infeliz del bombo podían haber tenido un poco más de cuidado, pero quién se iba a suponer que llevara ya horas muerto, enterrado entre los 85.000 números.

domingo, 16 de diciembre de 2007

La bestia (Clásico revisitado número 9)

Ensanché la mirada como buenamente pude. Hacía frío, lloviznaba, y el viento se colaba por entre los pliegues del abrigo como un montón de hormigas diminutas. Dentro de quince minutos iban a ser las tres de la madrugada, una hora en la que la oscuridad había más que devorado a la luz, y me mantenía en pie con algún que otro whisky y paquete y medio de Gauloises. La noche, así, iba transcurriendo de incógnito, sin sombras y con muy poca poesía.

El monstruo apareció de forma obscena. Primero se oyó un rugido que ahuyentó las nubes – sólo en la guerra, creí recordar, había sentido algo semejante–, y pareció como si la muerte comenzara a correr detrás de mí. Después, bufidos, baladros, resuellos, un aperitivo de lo que vino más tarde, cuando su figura se hizo palpable. No tardaron en aumentar los ruidos y, de repente, el olor nauseabundo. Sin duda se trataba de un ser horrible. Su tamaño era difícil de calcular a simple vista, pero bien podía hacer cuatro o cinco metros; era una inmensa mole de piedra, una titánica masa simiesca que parecía estar sujetada por los contrafuertes de los brazos, que eran como serpientes peludas y enrolladas sobre sí mismas. Pero lo más terrorífico era la expresión de su cara – si es que podía llamarse cara a esa construcción casi inerte de rasgos poliédricos–, rematada por unos ojos diminutos y enmarcada por la brutal mandíbula. Del labio superior asomaba un colmillo, que imaginé todavía cubierto por la viscosidad sanguinolenta de la última víctima.

Sobrecogido como estaba, me costó mucho acercarme, pero al final logré pasar a su lado sin que la bestia se percatara. O eso me pareció.

De repente sentí un tacto frío en la espalda. Sus garras. Su voz:

- ¿Estás en la lista? Esto es una fiesta privada, chaval.


martes, 11 de diciembre de 2007

Una de aforismos


Arthur Schnitzler, médico y escritor, despiadado analista de las relaciones humanas. Como muestra, varios botones sin ojal:

“Cuando una relación que nació a lo grande cae en la mediocridad, no puede prolongarse si no es a costa de dolorosos y vergonzosos sacrificios. Es más sabio disolver sin más el hogar espiritual común que dejarse la piel en el empeño por recortarlo”.

“Toda relación amorosa atraviesa tres estadios que se suceden imperceptiblemente: el primero, en el que somos felices estando juntos en silencio; el segundo, en el que nos aburrimos estando juntos en silencio; y el tercero, en el que el silencio se hace carne y habita entre los amantes como un enemigo maligno”.

“El sentirnos atados y anhelar constantemente la libertad, y el hecho de que intentemos atar a otras personas sin estar convencidos de tener derecho a ello: eso es lo que hace tan problemática toda relación amorosa”.

“Todo puede seducir: la indiferencia o la pasión, el insulto tanto como el halago. La seducción no es más que el deseo de ser seducido”.

“Una regla para las deudas de amor: mejor dejarlas prescribir que cobrarlas demasiado tarde”.

“El matrimonio es necesariamente una ecuación irracional, porque los sentimientos cambian, mientras que las responsabilidades y las obligaciones se mantienen o incluso se incrementan”.

“No está claro qué es más estúpido: convertir a tu amante en tu esposa o a tu esposa en tu amante”.

Arthur Schnitzler, Relaciones y soledades

sábado, 8 de diciembre de 2007

La panne

Sucedió al poco de marcharnos. El conductor se detuvo para ver de cerca una gallina de Guinea y el motor se puso a canturrear de forma amarga, como si fuera un caballo moribundo. This is Africa, man, dijo y, con enérgica diligencia bajó del coche para ver qué pasaba. Las máquinas no tienen conciencia de vida y expiran sin advertencias, tanto en compañía como en soledad, lo mismo les da; lo de las lágrimas en la lluvia quedará para generaciones venideras. Y por eso ahora estábamos parados, el guía y yo, en mitad de la sabana, haciendo frente al crepúsculo. Había luz todavía, aunque, presintiendo su agonía, saqué de la mochila la linterna y la metí en un bolsillo de los pantalones. La atmósfera era de humedad estancada y desprendía emanaciones de actividad nerviosa. Todo crujía, como cuando alguien camina con sigilo. Me entraron ganas de ponerle un cerrojo a la selva para hacer parar a todos esos ojos parpadeantes que nos rodeaban, pero pensé que ese cuadro de sombras no estaba hecho para la cautividad. Tendrán que pasar siglos de tinieblas antes de que podamos recorrer estos pasillos sintiéndonos dueños.

Una cosa me resultó extraña: el rumor mecánico había cesado. Me apeé del vehículo para interesarme por el guía, pero no estaba. Había desaparecido. Estaba solo. Solo. Me sentí como una esponja a la que se inundaba de horror. Oí pies, patas, bocas, lenguas sibilantes, y deseé que ninguno de los ruidos parase, porque sólo mientras eso sucediera podría tener la absoluta certeza de seguir vivo.

martes, 4 de diciembre de 2007

Fama salvaje


Se adentró en la selva de tierra no terrenal, acostumbrados como estamos a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, Conrad dixit. La luz se evaporó a la sombra de las gotas de agua que flotaban entre las ramas de los árboles. En el suelo, barro. Un barro negro, espeso, pegajoso, envolvía de penumbra los neumáticos y dotaba a la marcha de un ritmo paquidérmico. En la maleza, muecas horribles y miradas brillantes, ruidos de bestias, gritos de aciago destino. Un riachuelo se cruzó en el camino. En el agua, ojos y orejas. Creyó distinguir una forma familiar en la copa de uno de los árboles de la orilla. Sí, era lo que parecía: un leopardo dormitaba y todo se aceleró. Dos segundos después, estruendo de motores, focos y máquinas fotográficas. Tres, cuatro, diez, veinte jeeps se agolparon en torno al animal, que ronroneaba indiferente. Flashes, clics, murmullos. El leopardo entreabrió los ojos y observó la escena. Estaba acostumbrado a los safaris, pero, aun así, la estupidez de los humanos no dejaba de sorprenderle.

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.