martes, 30 de marzo de 2010

Decoro




"Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.

Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos."

Julio Cortázar, Instrucciones para llorar

domingo, 28 de marzo de 2010

De las dos a las tres

Siempre me he preguntado qué será de la pobre hora que queda entre las dos y las tres, si desaparece o coexiste en el limbo con las entelequias y con los opuestos. Es como estar previsto y no suceder, como el bonus track de un disco malo.

Siempre me lo he preguntado hasta ayer, que salía de un bar de Gràcia y me la encontré en una esquina, de camino a casa. La vi guapa. Supongo que es porque nadie la ha mirado mucho nunca y no se ha desgastado. Estuve por decirle algo, pero al final no lo hice. Eso de dar conversación a una desconocida a las dos o las tres no se me da bien. Igual que conducir con el sol de frente o fumar habanos.

Me quedé observándola un poco, hasta que se dio cuenta y tuve que desviar los ojos hacia el primer letrero luminoso que apareció por allí. La vi guapa, muy guapa. Llevaba un vestido negro y una flor roja en el pecho. Estaba sola, claro. Y bebía algo parecido a un gin-tonic, pero no estoy seguro.

Cuando se dio cuenta de que la miraba, algo hizo. Se movió, como para acercarse, y fue a hablarme, creo. Sin embargo, a mí me salió acelerar el paso, con la vista fija en el primer letrero luminoso que apareció por allí. No recuerdo qué es lo que ponía. Es lo de menos.

Cuando llevaba andados veinte metros me di la vuelta. Allí estaba ella, con su vestido negro y su flor roja. Me quedé parado y, durante unos segundos, la vi desvanecerse.

Se despidió de mí alargando la mano, haciendo como si me tocara.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Mujeres kamikaze


“A lo largo de mi vida ha quedado demostrado que, si estoy en una habitación y en esa habitación hay una persona capaz de convertir mi vida en un infierno, la encontraré enseguida, desearé que se ponga a hablar conmigo, me sentiré como si hubiese encontrado la pieza que le faltaba a mi puzzle, empezaré a fantasear y a ver imágenes de los dos despertándonos juntos, de nuestros hijos, de nuestras tumbas contiguas dentro de cincuenta años, y encima creeré que eso es lo que quiero. Por algún motivo que desconozco, Dios ha hecho que las mujeres que me atraen estén todas locas. Pero como resulta que no creo en Dios, imagino que en realidad es una de esas circunstancias de la vida que algo tienen que ver con la forma en que me crié. La gente con la que trabajaba se refería a cierto tipo de mujeres como ‘chicas para E’. Así de grave era la cosa.

Si la chica tenía pinta de haberse escapado del frenopático local, ahí estaba yo. A lo largo de los años he tenido una serie de novias capaces de pasar de la risa histérica al llanto desconsolado en cuestión de segundos.

Woody Allen tenía un nombre para esas mujeres y lo expuso en la película Maridos y mujeres. Para él son ‘mujeres kamikaze’, porque no sólo son autodestructivas sino que además se estrellan contra ti y te arrastran en su caída”.

Mark Oliver Everett, Cosas que los nietos deberían saber (Fragmento), Blackie Books.


domingo, 21 de marzo de 2010

Júpiter


El miércoles leí en un periódico, no sé cuál, que algún científico había descubierto la existencia de otro Júpiter. Me explico. Todo el mundo sabe que por aquí cerca se encuentra un planeta que se llama Júpiter, con sus lunas Ganímedes, Calisto, Europa e (que no y) Ío. Pues bien, a cientos de años luz de este Júpiter hay otro Júpiter igualito. El hecho de que esté a cientos de años luz parece razón suficiente como para pensar que tal vez ese Júpiter ya no exista, que se haya evaporado en el universo, que una supernova lo desintegrara hace tiempo o que un agujero negro decidiera engullirlo por las buenas. También garantiza que ningún turista vaya por allí a sacarle fotos, lo cual tampoco está mal.

Que haya un Júpiter más por ahí también me hizo pensar que quizás también exista otro Saturno, otro Mercurio, otro Venus o, por qué no, otra Tierra, con la otra gente haciendo sus otras cosas, teniendo sus otras familias y hablando de sus otros asuntos. Tal vez también allí sean aficionados a saltar de los aviones, que exploten en aplausos o se mueran de aburrimiento; que ronquen, que se pongan gafas de pasta y que tengan sus propios tanatorios.

Luego me pregunté cómo sería mi yo de esa Tierra gemela. Estaría bien llamarle para comprobarlo, pero eso de que esté a cientos de años luz es un grave inconveniente. Además, no tengo su teléfono. Tampoco sé si allí, en la otra Tierra, tendrán teléfonos o emails, o si el ADSL funcionará mejor, así que mejor ni lo intento. Y, llámenme cobarde, pero eso de llamar a mi otro yo me da un poco de miedo. Seguro que es mucho más listo, más constante en todo lo que hace y ha heredado todo lo bueno. Supongo que es capaz de planchar una camisa en menos de cinco minutos y que quede perfecta, de ver las películas sin subtítulos y de escribir de un tirón. Y estoy seguro de que bebe tres litros de agua al día y no tiene miedo a las alturas ni a lo que venga después de los besos, de la cama y de quererte y de quedarse contigo y todo lo demás.

Una versión perfeccionada. Alguien que no lee el periódico, ni le importa si hay otro Júpiter, otro Saturno, otro Venus u otra Tierra. Le da igual, porque ese otro yo está contigo, a pesar de los cien años luz, de las supernovas y de los agujeros. Aunque el universo se haya evaporado.


domingo, 14 de marzo de 2010

Nieve



Inevitable no escribir sobre la nieve, porque aquí no nieva nunca, aunque parece que cuando nieva lo hace con ganas, como si la nieve se fuera acumulando en algún lugar del cielo durante veinte años y luego descargara de golpe, gritando, cantando muy alto. Me da por pensar que tienen a la nieve encerrada en las nubes y por eso al salir lo hace con tanto estruendo, pobrecilla. Yo haría lo mismo, de ser nieve. Además, lo de la frialdad no me cogería de nuevas y seguro que aprendería a hacer resbalar a la gente y a los coches.

Lo que nadie esperaba es que, esta vez, fuera a quedarse.

Tampoco que fuera azul, pero eso formaría parte de otro relato.

La cuestión es que a la nieve le dio por estar siempre, le gustó haber caído aquí. Por el clima, seguro. La arquitectura está bien, los bares son agradables, la gente es simpática; pero creo que ha sido por el clima templado y las terrazas de los domingos por la mañana.

Nos costó acostumbrarnos a la nieve permanente. Sobre todo a partir de primavera, cuando empezó el calor y comenzamos a combinar esquíes con camisas de lino y nos enamoramos de los hombros desnudos de las chicas mientras patinábamos sobre el hielo de las aceras de la calle Aragón. Ese verano todo el mundo llevó sandalias con calcetines y en la playa nos estirábamos a tomar el sol sobre mantas eléctricas y bolsas de agua caliente. Se puso de moda el granizado, pero los puestos de helados cerraron, qué lástima.

Después, cuando volvió el frío, la nieve se evaporó.

Por eso digo que se había quedado por el clima.


viernes, 12 de marzo de 2010

Caminos




"Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo -pensaba el Mochuelo- y, a fin de cuentas, habrá quién, al cabo de catorce años de estudio no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa".

Miguel Delibes, El camino.

El libro con el que aprendí a leer.


martes, 9 de marzo de 2010

Esponjas



Aquello de pescar esponjas comenzó hace unos años, cuando tú y yo lo dejamos y me entró en la cabeza que debía hacer submarinismo para respirar un aire que no fuera el tuyo.

Ya sé que habría sido más rentable recoger ostras con perla o sin perla, pero me dio por las esponjas. Desde pequeño me han atraído más las cosas de poco valor y así me va.

O quizás fue que me sentía identificado con las esponjas, con eso de absorber y quedármelo hasta que a alguien se le ocurra exprimirme. Pensándolo bien, sería una metáfora demasiado fácil. No creo que fuera eso, ni lo de que a veces me da por la bebida; no cuando me encuentro solo, sino cuando me siento demasiado acompañado.

No sé. Simplemente me gustaba el tacto de las esponjas y empecé a pescarlas. Desconozco qué es lo que pasa por la mente humana, que cuando acumula dos o tres objetos de la misma categoría se ve en la necesidad de coleccionarlos, y precisamente eso fue lo que sucedió, y las tres se convirtieron en diez y las diez en cien y ahora tengo 10.453 esponjas en mi piso de soltero. En una vitrina al principio, encima de las estanterías después, en varios armarios más tarde, debajo y encima de la cama hoy. Esponjas por todas partes.

Vendí mis libros para abrir espacio, que llegó un momento que ya no sabía dónde meterlos y sabiduría creo que me sobraba, que no hace falta mucha para sobrevivir aquí, y debajo del agua cuanta menos tenga, mejor.

Ahora me dicen que me sobran esponjas y que me falta líquido, que me he quedado muy delgado para tanta rareza.

Yo les digo que son mejores las esponjas que algunos tactos. Y se callan.


viernes, 5 de marzo de 2010

El hombre como debe ser



“El hombre como debe ser, que no dispone de patrimonio, debe estar ricamente dotado por la naturaleza. A este respecto podría desarrollar aquí muchas y nuevas ideas que ni los moralistas ni los filósofos, mis predecesores, han abordado.

[...]

Independiente de estos elementos de propiedad que, si se quiere, pueden tomarse en consideración, existen otros más reales y más incontestables, como por ejemplo:

Tener entre treinta y cuarenta años:

Medir entre metro setenta y metro ochenta;

Tener una dentadura de treinta y dos dientes bien blancos;

Una salud de hierro;

Un estómago de bronce;

Riñones y puños vigorosos;

Unas patillas tupidas;

Una pantorrilla de seis pulgadas de diámetro”.


Anónimo francés, El arte de acumular deudas y no pagarlas, 1882 (edición en Sequitur, Madrid, 2009).


martes, 2 de marzo de 2010

Fantasía (Clásico revisitado número 25)


En esto, descubrieron treinta o cuarenta desaforados gigantes que hay en aquel campo; y así como los vio, don Quijote le dijo a su escudero que la ventura iba guiando sus pasos y mucho más, y que allí aparecían ante sus ojos treinta o pocos más molinos de viento.

Sancho Panza, con la boca preparada para dar réplica de raciocinio, como era habitual, se quedó con la palabra deslizándose por los labios, porque aquello no le cuadraba. Ciertamente, no era la primera vez que pasaba por aquel trance. Se trataba de un personaje clásico de la literatura y, como tal, había sido leído, comentado, venerado, versionado y maltratado quizás en exceso. Es decir, que el episodio de los gigantes y los molinos le era familiar, muy familiar. Bueno, en realidad estaba bastante hartito de ese capítulo VIII (así, en números romanos) y que si de él dependiera se habría pasado directamente al IX (así, sin demasiados adornos).

Por esa razón, el hecho de que delante de él se aparecieran treinta o cuarenta desaforados gigantes y que don Quijote los confundiera con molinos de viento, además de parecerle una sublime ordinariez, le accionó el mecanismo de frotarse los ojos de incredulidad. Aun así, después de que las imágenes volvieran a ser nítidas, delante de él seguía habiendo treinta o cuarenta desaforados gigantes, y don Quijote estaba convencido de que eran molinos de viento.

Esto tenía que pasar algún día, pronunció Sancho, más preocupado por la falta de fantasía de don Quijote que por el contagio de su locura.

Será la crisis.


 
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