Hay una cosa que me sorprendió de ti
Hay una cosa que me sorprendió –verdaderamente- de ti,
mucho más que esa garita de tu jardín, la locomotora que pasa cada treinta
minutos por tu pasillo o la urna de cenizas de tu abuela.
Recuerdo que no eran todavía las nueve y seguía haciendo
calor y era de muy de día, o bien las farolas estaban ya encendidas y a mí me pareció
que había mucha luz, de ésa que incluso marca las siluetas de la gente como si
fueran pequeñas auras. Me estaba tomando un vermut en mi terraza de los
domingos, a pesar de que no era domingo, y me había pedido atún en escabeche –sin
ti, ya lo sé, pero me apetecía, qué remedio– y entonces llegaste y te sentaste
conmigo y no dijiste nada. Te había comprado un libro y te lo di, y tú te
ilusionaste, y la ilusión te duró hasta que lo abriste y pasaste un par de
páginas. Me acuerdo bien porque fue entonces que arrugaste la nariz y dejaste
el libro sobre la mesa, al lado del atún en escabeche y del vermut, y
comenzaste a buscar algo en tu bolso.
Yo te contemplaba curioso, porque tu bolso podía albergar
cosas como un teléfono antiguo –de los que tenían la rueda aquella de los
números y ese “clinc”– un billete de tren a mañana o un tocadiscos a pilas.
Esta vez sacaste unos prismáticos negros y empezaste a mirar el libro con
ellos.
No te pregunté por qué hiciste eso. Y eso que me sorprendió,
y eso que, mientras mirabas el libro con los prismáticos, lloraste, te reíste,
gritaste de miedo y te estremeciste por el dolor de un pequeño orgasmo –según me
confesaste. Y eso que te envidié, y aún te envidio, por tener esos prismáticos,
y por poder leer con ellos los libros que te regalo.
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