domingo, 3 de junio de 2012

Calor marrón



Me metí en la siguiente salida. Lo hice por no molestar más, porque en cuarenta kilómetros que llevaba conduciendo por aquella autopista ya me habían pitado varias decenas de coches e insultado tres camioneros. Incluso una niña que viajaba en el asiento trasero de un Chevrolet amarillo decidió lanzarme su helado de café a la cara, renunciando al previsible placer que iba a suponer su ingesta: supongo que debió parecerle poca cosa comparado con mi humillación pública.
Mientras me limpiaba los restos del helado que se escondían en mis fosas nasales, concluí que me lo tenía merecido. No se puede alquilar un descapotable, pretender conducir por California con tanta pinta de contable como la mía y salir indemne. A partir de ahora sólo iría por carreteras secundarias.
Y en efecto, la salida me llevó directamente a lo que sin duda era una carretera secundaria a ninguna parte en medio del desierto de Nevada. Qué mejor lugar para perderse después de hundir un banco.
Mientras paladeaba el retrogusto de café, me fui familiarizando con la pinta que tenía este exilio personal que me rodearía durante el resto de la vida.
Calor marrón, nada más que eso. Intenso calor marrón. No era gran cosa.
Algo tendría que inventarme para gastarme los quince millones de euros que llevaba en el maletero.

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