Calor marrón
Me metí en la siguiente salida. Lo hice por no molestar
más, porque en cuarenta kilómetros que llevaba conduciendo por aquella
autopista ya me habían pitado varias decenas de coches e insultado tres
camioneros. Incluso una niña que viajaba en el asiento trasero de un Chevrolet
amarillo decidió lanzarme su helado de café a la cara, renunciando al
previsible placer que iba a suponer su ingesta: supongo que debió parecerle poca
cosa comparado con mi humillación pública.
Mientras me limpiaba los restos del helado que se
escondían en mis fosas nasales, concluí que me lo tenía merecido. No se puede
alquilar un descapotable, pretender conducir por California con tanta pinta de
contable como la mía y salir indemne. A partir de ahora sólo iría por
carreteras secundarias.
Y en efecto, la salida me llevó directamente a lo que sin
duda era una carretera secundaria a ninguna parte en medio del desierto de
Nevada. Qué mejor lugar para perderse después de hundir un banco.
Mientras paladeaba el retrogusto de café, me fui
familiarizando con la pinta que tenía este exilio personal que me rodearía durante
el resto de la vida.
Calor marrón, nada más que eso. Intenso calor marrón. No
era gran cosa.
Algo tendría que inventarme para gastarme los quince
millones de euros que llevaba en el maletero.
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