domingo, 13 de mayo de 2007

5 formas de despertarse el domingo (V)


- Buenos días. ¿Qué tal has dormido?

Y con un beso que duró hasta el té de las cinco y que hizo sonar los platos y hasta las cucharas, su lengua le sondeó las encías, alcanzó el paladar y lo embadurnó de saliva. Se buscaron los resquicios, primero tímidos, después con el atrevimiento que dispensa la pasión. Con los bordes líquidos, se estudiaron el tacto y se exigieron con gemidos. Se soplaron en el pubis, se gritaron al oído, se chuparon las clavículas, se atravesaron los muros, se pegaron y despegaron, hicieron ruido con la piel, manotearon los sexos, olieron humedad, se castigaron con el vientre y echaron raíces en el aire. Resoplaron como si hubieran corrido durante horas.

- Mal. Los vecinos no han parado de follar en toda la noche.

jueves, 10 de mayo de 2007

La pierna


A Julián

Lo primero que hacía mi abuelo por la mañana era ponerse la pierna izquierda. Era un cilindro de plástico naranja relleno de espuma, con un pie de cuatro dedos, que se ajustaba en el muslo con lo que a mí me parecían unos cordones de zapatos. Tenía el mismo grosor en la parte del fémur que en la del tobillo, y, por ello, su aspecto, más que el de una pierna, era el de una pequeña tubería o el de un obelisco romano en el que aparecían ilustradas sus grandes batallas, incluida aquella de la bala perdida en la zona universitaria madrileña. Una bisagra en el centro hacía la función de rodilla, pero, aunque mi abuelo la lubricaba amorosamente todos los días, en realidad no se doblaba mucho; cuando lo hacía, el ruido era el de una puerta descompuesta. Para sentarse, asestaba un golpe seco a la espinilla ortopédica y la pierna se colocaba en ángulo recto, una aparatosa operación siempre motivo de miradas de asombro y curiosidad. Y también objeto de crítica, aunque esta última actitud era patrimonio de escrupulosos cuerpos intactos.

Yo pensaba que todos los viejos del mundo tenían una pierna como la de mi abuelo y que, en el futuro, yo también la tendría. Creía que, cuando llegara a esa edad, después de cientos de años, se me caería la pierna izquierda y me colocarían un cilindro de plástico naranja en su lugar. Lo consideraba la evolución natural del ser humano y, por tanto, no me asustaba la idea de la invalidez, sino que la veía con ingenua fascinación y hasta con envidia. Quería tener una pierna como la de mi abuelo, que me pudiera quitar y poner a mi voluntad y en cualquier momento. En ella guardaría cosas, como mi colección de chapas de la vuelta ciclista, el hinque o las canicas, o bien la utilizaría como almacén de golosinas o como improvisado arsenal de espadas láser.

Recuerdo que me convertí en un auténtico temerario, todo lo temerario que puede ser un niño de diez años. Yo era el que más se arriesgaba a la hora de salvar un fuera de banda, el que primero se subía a los árboles en busca de las cometas y el que se inventó el juego de saltar al foso de las murallas con una sombrilla como paracaídas. Renuncié a los pocos meses, desalentado, repleto de rozaduras y convencido de que un resultado aceptable sólo se podía obtener con una acción a gran escala. Quizás un león del circo o un accidente de coche en el que yo –o mi pierna– fuera el único perjudicado habría sido lo idóneo, pero no tuve esa suerte y me vi obligado a pasar mi niñez con las dos extremidades inferiores enteras y con la frustración de saber que, hasta dentro de cientos de años, no podría disfrutar de una pierna como la de mi abuelo.


domingo, 6 de mayo de 2007

Dulces sueños

El escritor mediocre colgó el teléfono. Entonces el aire dejó de responder y el día empezó a desmigajarse. La noticia le había entrado en el cuello como una esfera llena de café frío. Le estalló en el pecho.

En su sueño era Katherine Hepburn interpretando a María Estuardo y después a Silvia Scarlett y después besando a Cary Grant. Pero no salía Spencer Tracy.

El escritor mediocre abrió el mueble gris del cuarto de baño y de un montón de envoltorios de marcas norteamericanas sacó una cuchilla de afeitar. Echó una última mirada al espejo y se dispuso a pasar a la historia con su obra maestra, mientras una pregunta le hacía llegar, en un instante, al olvido.

¿Por qué los sueños no tienen un argumento lineal? Katherine Hepburn se cansaba de perseguir a Humphrey Bogart en círculos y un ruido de clavicordio desvencijado se coló en las ruinas del desenlace.

El escritor mediocre rebanó de un tajo la garganta de su esposa. Le hundió la almohada en los huecos de la cara hasta que cesaron los pataleos y el rojo inundó el blanco.

La respiración se volvió líquida. Quiso toser, pero no pudo. El clavicordio desvencijado paró y le vino una sensación de alivio.

jueves, 3 de mayo de 2007

Imprudencia (Clásico revisitado número 2)

El león hizo crujir las mandíbulas y se sacó de la boca el último hueso limpio de carne. Haciendo gala de una higiene bucal exquisita, cogió uno de los cordones de las zapatillas rojas y los utilizó de improvisado hilo dental, primero por los colmillos y después por las muelas. Prolongó el grotesco ritual varios minutos, mientras pensaba en cómo demonios había podido vivir alimentándose de ratas. Frita, a la parrilla, con curry o en sopa, era una carne muy poco sabrosa y de aspecto desagradable, y, a pesar de que llevaba comiéndola toda la vida, no había logrado acostumbrarse a su tacto gelatinoso y reptiloide. Aquella niña de Kansas le resultó un plato mucho más suculento.

- Espantapájaros, como me sigas mirando así, tú serás el siguiente.

lunes, 30 de abril de 2007

Credibilidad


Le miré, perdida en el asombro. Su cara reflejaba un gesto que no conocía, media sonrisa de suficiencia, aletas de la nariz dilatadas, sobre los ojos siempre serenos se proyectaba una sombra de locura. Me duele hacerte esto, dijo agarrándome el brazo con una mano que ahora me pareció monstruosa, muy diferente de aquella que antes me había acariciado, desnudado y masturbado con tanta pasión, pero no tengo más remedio. Y me dejó caer. Expulsó una carcajada y abandonó mi cuerpo con un desdén que me pareció hilarante. Me hundí en las nubes. Mientras veía cómo las luces de la ciudad se acercaban y el viento empezaba a no dejarme respirar, inicié la acostumbrada rutina de reproches.

Pero ahora era diferente. Estaba decidida.

Era la última vez que salía con un supervillano.


domingo, 29 de abril de 2007

5 formas de despertarse el domingo (IV)


Lo irónica que es a veces la vida, dijo el inspector mientras apuraba los posos del café, siempre demasiado amargo. ¿No hay rosquillas hoy? Las luces intermitentes de las ambulancias y de los coches de policía se reflejaban en las caras de los centenares de transeúntes que, curiosos, se arremolinaban en torno a la grotesca escena. Sólo se podía ver un brazo aferrado a unas bolsas de plástico, pero, sin duda, era el cuerpo de una mujer lo que yacía aplastado en la acera. Encima de ella, ocultando la masa sanguinolenta e inerte, el cartel de unos grandes almacenenes que, minutos antes, se había desprendido de la fachada: siete enormes letras de color verde pregonaban el inicio de la temporada de rebajas.

jueves, 26 de abril de 2007

26 de abril


"La guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz"
Thomas Mann


La sangre seca no le dejaba ver, pero estaba viva. A lo lejos, una sirena y mil lloros, un estruendo que, después del sonido de las bombas y las ametralladoras, sonaba a fondo marino. Todo ardía. No le dio tiempo a llegar al refugio, y eso que, cuando pasó de lo de Durango, se lo dijeron, estáte atenta a la campana, no mires arriba y corre. Empezó cuando estaba en el mercado y a su madre le cambió la cara y se le puso el amarillo de la muerte y los vecinos salieron despavoridos y el ruido de avión enmudeció la iglesia y los gritos comenzaron a salir de las tripas y no de la garganta y el cura les chilló venga venga y se nublaron los párpados. Ahora el cielo era humo negro. Se pasó la mano derecha por la cara y cambió la sangre por la ceniza. Susurró dónde estás.

 
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