Se salió a esperar que la película terminara. Quería
refugiarse de tanta ficción.
Entre sollozos, recordaba las heridas de los reproches y se
preguntaba por qué. A casi nada le tenía miedo, y aun así había salido huyendo
de todo aquello, que era demasiado. Se había levantado y, como en ese momento
él estaba hablando, nadie se percató de la huida, ni siquiera todos los que
miraban con atención lo que sucedía en la escena, que eran unas cuantas
decenas.
Tenía la cabeza cargada de pensamientos dolorosos que
reclamaban explicación. No se quería asustar aún más mirando alrededor, así que
cerró los ojos y se tapó la cara con las manos.
Comenzó a hablar. No estaba acostumbrada a hacerlo fuera
de su pequeño cubículo y era raro oír sus sonidos en aquella habitación. Pa-pa. El eco le devolvió pa-pa. Y luego una
frase, “hola, soy yo”. Y después varias frases.
Y abrió los ojos y se miró las manos iluminadas por
aquella luz tan nueva, y se las vio pequeñas y arrugadas; y luego los brazos, y
después se recorrió la cara y la notó huesuda, con más alma que antes, pero
igual de fría de sentido. Y el cuello, grande; y los brazos, con demasiadas
venas. Después se miró el vestido y se lo notó de un azul desmedido, y sin duda
lo era, aunque comenzó a tocarlo, y le gustó el tacto en todas direcciones.
Así la encontré, palpándose cada pliegue, y me miró
diciéndome no digas nada, y ahí se quedó, a esperar que la película terminara,
a refugiarse de la ficción que la obligaba a estar en la pantalla, al fondo,
detrás del protagonista.