Y llegó uno de esos días sin sentido, de ésos en los que nos levantamos sin saber por qué ni para qué. “¿Es esto tener una depresión?”, te preguntas sin ningún criterio médico donde apoyarte, y buscas argumentos para creer que sí, que estás deprimido y que deberían darte la baja laboral para revolcarte un rato más en la cama.
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¿Tiene usted idea de cuántos granos de arena hay en una playa? No le estoy hablando del desierto, le estoy hablando de una playa, un conjunto de arena mucho más pequeño, que quizás sea abarcable con unos cuantos camiones. Pero aún así son infinitos, seguro. De esta forma me siento, como alguien que tiene que contar todos esos granos de arena un día tras otro y que nunca comprende que esa tarea es imposible.
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Usted me está escuchando, toma notas en su cuaderno de rayas, mira el reloj, y, cuando acabe el tiempo, me despedirá, se quitará los tapones de los oídos, se lavará las manos y se irá a sonreír a su esposa, incluso con el convencimiento de que yo sigo contando los granos de arena de esa playa. ¿Para qué sirve tener sed? Bebemos para no tenerla, aun a sabiendas de que después tendremos que ver más y más veces. ¿Para qué nos vamos si tenemos que volver de nuevo dentro de un rato? ¿Por qué me levanto si me voy a tener que acostar? ¿Por qué el tiempo pasa tan deprisa?
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Puntos suspensivos… ¿Eso es todo? Como al lobo estepario, me aparecen revueltos el dolor y el placer, lo antiguo y lo nuevo, el temor y la alegría. Me da por correr por las calles, y luego me paro si llueve y me quedo mirando al vacío para esperar a que todo se detenga. Pero, como mucho, hay un golpe y salta en astillas. Y Mozart no me está esperando.
- En efecto, no es Mozart; es Brahms. Pero, salvo ese pequeño detalle, lo veo mucho mejor que la semana pasada. Enhorabuena. Esa crisis del 29 está superada, sin duda. Nos vemos el martes que viene.