- Bájate en la siguiente parada. Ya sé que no es la tuya, que has estado esperando más tiempo que de costumbre a que llegara el tranvía y que ahora no vas a interrumpir la rutina porque un libro te lo exija. Te equivocas. No es una orden, sino una advertencia. Sólo te lo diré una vez más: bájate en la siguiente parada.
Levantó los ojos del libro. Había estado leyendo con desgana, saltando fragmentos que presagiaba prescindibles para el buen entendimiento del hilo narrativo principal, pero aquel párrafo le sobresaltó.
- Tú ya intuías que esto no era un relato, ni un cuento con moraleja, una poesía de despecho o un artículo político. Aun así, ¿por qué sigues leyendo? Si no me crees y no vas a bajar en la siguiente parada, ¿por qué me prestas atención? Esto no te va a conducir a una resolución convencional, no vas a descubrir la identidad de un asesino, la verdad sobre María Magdalena o el misterio de una catedral medieval.
Volvió a alzar la mirada. Entre el último sorbo de café y el buenos días al portero de la oficina, siempre utilizaba la ficción para anticiparse a la realidad. Se sentaba al final del vagón, huyendo de pláticas insípidas y miradas cómplices, colocaba su cartera en el asiento contiguo y leía. Era una forma agradable de esperar a que una ráfaga lo lanzara hacia el sábado, cuando todo acababa.
- ¿Y si esta vez no llega el sábado? Quizás no te hayas percatado de que hoy el tranvía está menos concurrido de lo habitual. Es porque ellos sí que me han hecho caso y han bajado en la siguiente parada.
Miró alrededor. Allá al fondo estaba el hombre del traje a rayas –todas las mañanas ese mismo traje–, la estudiante de los ojos color malva y la pareja de ingleses que conversaba en voz baja. Dos asientos más adelante, el joven de la barba. Además de estos personajes, ya familiares, una mujer dormitaba a su izquierda y, de pie, un hombre daba instrucciones a un niño –probablemente su hijo– acerca de cómo comportarse en el transporte público.
- Hay menos gente, ¿verdad? Falta la mujer de pelo rizado que siempre está con el móvil en la oreja. Y los dos viejos que siempre hablan del tiempo. Y los tres chicos de la bicicleta. Ni siquiera el conductor es el mismo.
El libro –le dolía tener que personificar un objeto inerte, pero aun así lo hizo– tenía razón. Fue entonces cuando empezó a plantearse la posibilidad de bajar del tranvía. Estaba sobrecogido. Sin embargo, la curiosidad le hizo seguir leyendo.
- La parada está a punto de llegar y sigues aquí, enganchado a lo que te digo. ¿Piensas que todo es una broma, acaso? ¿Que vas a pasar de página, que pondrá FIN y que el trayecto continuará con normalidad hasta tu oficina? Estás equivocado. Tienes que dejar de leer y bajar ahora mismo del tranvía.
Se puso de pie, se ciñó el abrigo y se colocó junto a la salida, esperando que el tranvía se detuviera. Mirada a los zapatos, tamborileo de los dedos en la barra superior, leve apertura de las piernas para compensar el atontamiento del cuerpo durante la pérdida de velocidad. Bajó con un impulso animal y el estómago se le abrió de nuevo.
A salvo bajo la marquesina de la parada, volvió ansioso a la lectura.
Giró la página y sólo había unas líneas más:
- Has sido sensato y has bajado del tranvía. El desenlace, sin embargo, se ha quedado allí.