Credibilidad
Pero ahora era diferente. Estaba decidida.
Era la última vez que salía con un supervillano.
Lo irónica que es a veces la vida, dijo el inspector mientras apuraba los posos del café, siempre demasiado amargo. ¿No hay rosquillas hoy? Las luces intermitentes de las ambulancias y de los coches de policía se reflejaban en las caras de los centenares de transeúntes que, curiosos, se arremolinaban en torno a la grotesca escena. Sólo se podía ver un brazo aferrado a unas bolsas de plástico, pero, sin duda, era el cuerpo de una mujer lo que yacía aplastado en la acera. Encima de ella, ocultando la masa sanguinolenta e inerte, el cartel de unos grandes almacenenes que, minutos antes, se había desprendido de la fachada: siete enormes letras de color verde pregonaban el inicio de la temporada de rebajas.

"Doctrina o creencia que sostiene que todo es hermoso, incluyendo lo que es feo, que todo es bueno, especialmente lo malo, y que es correcto lo que no lo es. Es defendida con gran tenacidad por aquellos más que acostumbrados a vivir en la adversidad, y que encuentran muy aceptable exponerla con una mueca que simula una sonrisa. Al ser una fe ciega, es inmune a la luz de la refutación. Dada su naturaleza intelectual, no existe otra cura que la muerte. Es hereditaria, pero afortunadamente no contagiosa".Ambrose Bierce. Diccionario del diablo
“Jan Havlicek, de
>> Otro estudio encontró que las mujeres que tienen amantes paralelos empiezan a fingir el orgasmo más a menudo con sus parejas estables. Fingir el orgasmo más a menudo con las parejas fijas era más común incluso entre mujeres que sostenían limitarse a flirtear con otros. […] Las mujeres no están más hechas que los hombres para la monogamia. Están diseñadas para mantener sus opciones abiertas y fingen orgasmos con el propósito de apartar la atención de la pareja de sus infidelidades”.

El día amaneció llorando a gritos. Yo le dije que no podía acompañarlo, pero el tipo insistió, sacó un revólver y me lo puso en la mejilla, sí, como en las películas, que a mí me venían a la cabeza escenas de Scorsese, de Walsh, de Huston, de Kitano, que tiene gracia, porque dicen que la vida pasa por delante de tus ojos, pero en mi caso pasó el cine, y no es que haya vivido a través de las películas, pero en mi caso pasó el cine. Claro que le acompañé, qué iba a hacer, con una pistola en la cara, levanté las manos y por poco me meo en los pantalones, y así fui delante de él por el pasillo hasta la habitación de la vieja. Allí estaba, como siempre, apoltronada en la cama, con la máscara de oxígeno, la manta de lana y el gato haciendo sombra, que es lo único que hace en todo el día el animal. Olía a podrido, como si se hubiera abierto una alcantarilla, que me subió una náusea y todo. La vieja nos miró como si ya se lo esperara, o bien estaba nocaut, quién sabe, y con la cabeza señaló el espejo, uno de esos grandes con marcos de madera. La vieja se pasaba horas mirándolo, hablaba con él y le hacía preguntas extrañas sobre lo guapa que era, que de guapa no tenía nada, era pura pasa. Y luego todo pasó muy rápido, que dejé de notar el frío del cañón y ya se estaban oyendo disparos. A mí me salió caer de rodillas y cerrar los ojos, no pude hacer otra cosa, era la única forma de escapar de todo eso, que pensaba que el tipo estaba tirando contra mí, que no fue así, porque cuando aquello se calmó me levanté y allí estaba la vieja muerta y el gato aplastado contra la pared. El espejo, roto, claro, hecho añicos. Una carnicería, vamos. Y del tipo aquel, ni rastro, que seguro que echó a correr como espíritu de Satanás.- ¿Podría describirlo?
Pues no se lo va a creer, pero yo diría que su piel tenía un tono azulado, como de noche americana.
Pegarse un tiro se le hacía una montaña. Había leído las obras completas de Zweig, Maupassant, Woolf, Bierce, Celan, Quiroga y Plath, unos cuantos artículos de Larra y In Country Sleep, de Dylan Thomas. Incluso se había atrevido con algunos poemas de José Agustín, no sin antes devorar con fruición varias novelitas de Jack London y dos de tres de Ferrater. A pesar de que no le provocaban entusiasmo, pudo terminar La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, y dos volúmenes de la tetralogía Hōjō no Umi, de Mishima. Sin embargo, no pasó de las primeras páginas de Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit –el alemán nunca fue su fuerte– y de A gyertyák csonkig égnek. Estos esfuerzos no lograban encender la chispa suicida. Estaba tumbado en el sofá, en calzoncillos, con el mando a distancia entre las piernas, una cerveza tibia en una mano, la pistola en la otra. Un anuncio de coleccionables, de un coche, de coleccionables, de coleccionables, de un perfume, de coleccionables. Quizás más tarde.
